Lo más interesante de la experiencia española de Trotski son sus impresiones sobre Cádiz, donde pasó más tiempo. Llegó la noche del 13 de noviembre. Lo reflejó con un trazo de bello lirismo casi cinematográfico: “Oscuridad. Cádiz aparece por un momento en una constelación de faroles; el tren traza una curva y la ciudad se hunde en las tinieblas. Agua y luces. El reflejo de un proyector atraviesa el cielo y desaparece”. A esas alturas su presencia en el país se había convertido ya en objeto de controversia parlamentaria. Los órganos de los diferentes partidos prestaban gran atención a sus peripecias y él, acorde a su naturaleza, mantenía un vehemente intercambio de telegramas tanto con camaradas y admiradores socialistas (quienes le ayudaron todo el tiempo que duró su intempestiva aventura en España con favores políticos, periodísticos y económicos) como con sus detractores liberales y conservadores. Tenía 38 años y estaba en plena forma. “Cuanto más reflexiono sobre mi situación, más seria me parece. La detención, en sí misma no tiene importancia alguna; al contrario, es una cosa cómica. Mis ideas, que aquí nadie conoce, y que no puedo expresar en el idioma de este país, dicen que son demasiado avanzadas…” escribía para El Socialista; “Protesto categóricamente contra vuestras afirmaciones difamatorias. Enviaré rectificación de Cádiz”, replicaba a La Acción, un periódico monárquico que lo describía como “un individuo ruso, llamado Bronstein Trotzky, conocido agitador en aquel imperio y evadido de Siberia, un sujeto de los que no deben andar libremente, pues sus antecedentes no hacen esperar de él nada bueno”. Mientras tanto el presidente del Gobierno, el conde de Romanones, se excusaba ante la prensa con que no tenía la menor idea de qué había pasado con ese tal “Trozky”.
«Mientras tanto el presidente del Gobierno, el conde de Romanones, se excusaba ante la prensa con que no tenía la menor idea de qué había pasado con ese tal “Trozky”
“¡Qué tiempo! El sol quema, el aire de otoño es agradable como un refresco, el cielo es azul”, anotaba en Cádiz. Allí le asignaron un agente de paisano que debía seguir sus pasos, un tipo absolutamente cómico al que podemos imaginarnos como un Mr. Bean. Autodefinido políticamente como maurista, Trotski lo dibuja como “un tipo imbécil y bajo” al que él mismo ha de controlar y no al revés, cosa que lo asombra pues supone la inversión de los términos a los que había estado acostumbrado durante toda su vida con la policía zarista e incluso francesa. Para alguien hecho a la vida de la konspiratsia de los revolucionarios rusos la policía española le parecía un cuerpo abúlico, moralmente corrupto, crítico y murmurador contra sus propias autoridades y carente por completo de fiereza. “Aquí no estamos en París. Allí he dilapidado bastantes energías durante los últimos dos meses para despistar a los agentes: salía en automóvil, iba a los cinematógrafos oscuros, saltaba en el último momento a un vagón del Metropolitano, y otras cosas más. Ellos tampoco se dormían: agarraban, escapados, un automóvil, o bien lanzábanse como bombas de los tranvías y del metro, con indignación de los conductores, ejercitándose en seguirme la pista. Todo esto se parecía a una lucha que, en todo caso, a mí no me imponía obligación alguna respecto de los agentes. Aquí, el policía me indica que vuelve a tal hora, y yo debo esperarle obedientemente. A su vez, enérgica, casi furiosamente, defiende mis intereses. Presta gran atención a que yo no tropiece o me manche las botas y, a tal fin, me avisa, mostrándome los desniveles de las aceras. Cuando un vendedor ambulante me pidió dos reales por una docena de camarones, el polizonte montó en cólera y, apostrofándole, empezó a hacer aspavientos en actitud amenazadora. Lo mismo hizo ayer por la mañana con un limpiabotas que, en su opinión, no le había sacado a uno de mis zapatos el brillo debido”.
El Gobierno quiso zafarse rápidamente de Trotsky embarcándolo para La Habana, cosa que evitó gracias a la presión de socialistas, republicanos de izquierda e incluso liberales, como puede verse en la curiosa nota que publicó El Liberal el día 30 de noviembre: “¿Con qué fines se lleva a Cádiz a León Trotzky? Si es con el propósito de embarcarle, y que en alta mar lo aprese un barco ruso, conste que estamos sobre aviso y sabremos atraer la atención pública sobre tan indigna maniobra. No debe olvidar el Gobierno que por encima de los deseos perversos de la Policía rusa está, en España, el respeto a la ley y a la personalidad humana. Nosotros, con El Socialista, protestamos de que en España se cometan actos que tan poco dicen en nuestro favor”. Él quería ir a Nueva York. Se decidió que se le concedería a Trotski el permiso de zarpar hacia Estados Unidos. El barco saldría de Barcelona el 25 de diciembre. Hasta entonces podía quedarse en Cádiz en una suerte de limbo, vigilado por la policía y haciendo gestiones a través de un intercambio intenso de telegramas para trasladar a su familia desde París hasta España.
«El Gobierno quiso zafarse rápidamente de Trotsky embarcándolo para La Habana, cosa que evitó gracias a la presión de socialistas, republicanos de izquierda e incluso liberales, como puede verse en la curiosa nota que publicó El Liberal el día 30 de noviembre»
Durante ese tiempo paseó por Cádiz y admiró su perfil blanco y moro. Como todos los revolucionarios rusos de su generación pasó inevitablemente horas enteras en la biblioteca más cercana, en este caso la Central de Cádiz, donde se asombró del estado de suspensión temporal en el que parecía flotar la acumulación de cultura y civilización en Cádiz. “Es dudoso que la ciencia florezca en esta ciudad histórica. Cádiz pertenece completamente al pasado en mayor grado aún que España entera. Esto no se nota tanto como en las librerías o en la Biblioteca Central. Un viejo edificio de fríos y mohosos escalones, entarimados, deslustrados y sin sol ni lectores. La historia de la Biblioteca parece que terminó con el primer cuarto del siglo pasado. El número de los libros más recientes es insignificante, no hay casi nada de los últimos diez o veinte años”. Fue a ver zarzuela y le pareció sorprendente la pasión de los españoles ante los hechos mostrados en la ficción del cinematógrafo, lo que le hizo preguntarse cómo se comportaría el público ante un espectáculo como el taurino. Conoció a un Pérez-Reverte de 22 años que había entablado según él relación con Juan Belmonte antes de que éste e hiciera famoso matador de toros; el joven, en sucesivas conversaciones, se quejaba amargamente de la postración del viejo imperio español y de la apoplejía cultural de sus compatriotas. Este es quizá el momento más hilarante de todos los que describe Trotski, por todo lo que nos puede decir acerca del momento presente de España y los españoles: “pregúntale usted en la calle a un español cualquiera quién es hoy el presidente del Congreso o el ministro de la Guerra. Lo más probable será que le dé la callada por respuesta. Pero pregúntele usted, en cambio, quién es Belmonte al primero que tenga a mano y le hará inmediatamente su biografía, con todo género de detalles”
“A propósito”, le inquirió Trotski, “¿quién es ahora el ministro de la Guerra” “¿El ministro de la Guerra? Creo…que el ministro de la Guerra, es el general Luque, sí, naturalmente, él debe ser…¡Juan Belmonte! ¡Qué planta tiene! Yo no estoy contaminado de esta pasión nacional pero, la verdad, Belmonte es, realmente, un fenómeno”.
«Madrid le pareció “una gran ciudad, sobre todo de noche, con su iluminación eléctrica y de gas”. Esto le ofreció un particular y vivo contraste con la París muda y oscura de cada anochecer a causa de los zepelines alemanes»
Madrid le pareció “una gran ciudad, sobre todo de noche, con su iluminación eléctrica y de gas”. Esto le ofreció un particular y vivo contraste con la París muda y oscura de cada anochecer a causa de los zepelines alemanes. “El Madrid nocturno, en el centro de la ciudad, sencillamente me deslumbró. Aquí se vive hasta muy tarde hasta la una o las dos. Después de media noche, los cafés están todavía llenos; las calles, espléndidamente iluminadas. En París la vida nocturna es también muy intensa; pero sólo en determinadas partes de la ciudad”. No obstante describe Madrid como “una ciudad provinciana: movimiento sin objeto, ausencia de industria”. En el camino a Cádiz, en tren, paró unas horas en Alcázar de San Juan, donde fantaseó con El Quijote, una constante en sus notas españolas. “Cerca de aquí se halla El Toboso, la patria de Dulcinea. Dulcinea sigue siendo una realidad auténtica y de ella recibe su propia realidad Toboso. Nos hallamos en los parajes poblados por Cervantes. Todos los nombres suenan de un modo expresivo por obra y gracia de él, y viven con vida propia, únicamente por haber tenido una existencia real en las páginas del Quijote”. Para muchos rusos España era apenas una presencia literaria de ese estilo gracias a Dostoyevski y su Gran Inquisidor, cuyas escenas se desarrollan ante la catedral de Sevilla o en el castillo trianero de San Jorge. Autorizado a reencontrarse con su familia en Barcelona, Trotski se despide de Cádiz y alcanza Cataluña a través de Madrid y Zaragoza, donde resuenan para él Palafox, la guerra contra Napoleón y los ecos de la destrucción de Moscú. Barcelona le pareció “una Niza en un infierno de fábricas”. Aprovechó su estancia española para repasar el siglo XIX español, de cuyo estudio concluye una curiosa analogía con el reinado de Nicolás II en Rusia y la revolución de 1905 así como cierto símil con la guerra mundial en curso plagado de anglofobia. En definitiva, la poco conocida visita a España del gran artífice del golpe bolchevique de 1917 junto a Lenin nos deja impresiones sociológicas interesantes sobre los españoles. “Observo en el vagón la sociabilidad de los españoles, su amabilidad, su dignidad, su hombría de bien; pero al mismo tiempo, su suciedad: escupen en el suelo, arrojan papeles y colillas bajo los asientos. Esto no es Alemania, ni Suiza, ni Francia tampoco…” Abandonó España rumbo al Atlántico Norte en el Montserrat, “una terrible calamidad, viejo y mal acondicionado para la navegación transatlántica, pero el pabellón español es un pabellón neutral, es decir, disminuye el porcentaje de posibilidades de un hundimiento, por esto la compañía española cobra caro, aloja mal y da peor de comer”. Dice su biógrafo, Robert Service, que “a pesar de ser un socialista revolucionario y de propugnar la dictadura del proletariado” Trotski alojó a su familia en un camarote de primera clase. “No sintió ningún impulso de pasar un tiempo hablando con los trabajadores”.