Cuando llegaste por fin a París en aquel otoño de 1871, Paul Verlaine y Charles Cros te esperaban en la estación de tren, pero llegaron tarde, así que no os encontrasteis. Como tú tenías anotada en un papel la dirección de la casa de Verlaine, que vivía con su mujer y sus suegros en Montmartre, allí te dirigiste. Al llegar a la rue Nicolet, te recibieron la señora Mauté de Fleurville y la señora Verlaine. La primera, que era una mujer de amplias culturas, estaba avisada por su yerno de que el futuro huésped podía llegar a superar incluso a Victor Hugo, y había sido preguntada si podía existir la posibilidad de alojarse por unos días un joven poeta de Charleville, sin sospechar que lo que llegaba era todo un bosque incendiado con una revolución en cada dedo de la mano. Se le había comentado a la Fleurville que llegaría un jovencito y ella esperaba a una pintura de ángel renacentista con un cielo azul de fondo. Esperaba, por lo menos, a un adolescente educado, distinguido, con una cierta cultura de la vida y del mundo. Tú llegada a la casa de la rue Nicolet de Montmartre de la familia Fleurville fue, ya de entrada, como un cañonazo en Waterloo: la ropa sucia, pequeña del año anterior, aires toscos de campesino, rostro curtido por el sol, es decir, nada de ángel boticelliano, el pelo puntiagudo, una cuerda rodeándote el cuello a modo de corbata, totalmente hecho un harapo. ¿Por qué te presentaste así, Rimbe, en tu primer día en París, en casa de tan distinguidos señores? Ah, la rebeldía, puerta del infierno donde te has encontrado con Wilde, con Byron, con Jim Morrison, con Lautréamont, con el Che, con Baudelaire y con tantos otros. Allí estáis jugando a las cartas y bebiendo aguardiente.
Enseguida notaste nada más entrar en la casa la hostilidad y la desaprobación de aquella familia cuando al momento por fin llegaron Verlaine y Charles Cross. Paul Verlaine a su vez también quedó sorprendido ante tu imagen y tu figura, pues pensaba encontrar con alguien de más edad, dado que en tus cartas le habías mentido y le habías dicho que tenías veinte años cuando sólo menguabas los dieciséis. Eras un muchachote patilargo, con movimientos torpes, al que todavía le estaba cambiando la voz, pero con unos ojos azules profundos y penetrantes que al momento atrajeron al poeta Verlaine. Os pusisteis aquel primer día de tu llegada a París a cenar y aquello fue no la última cena de Jesucristo, sino la última cena de los vikingos. Fuiste desagradable y hosco como un obrero en una taberna. Te bombardearon aquellas dos damitas a preguntas, sobre el viaje, tu vida en Charleville, tu futuro, en fin, las buenas formas y lo que se presume como un acto de la buena educación en un ejercicio de mesa.
Tú no estabas acostumbrado a todo eso, además la compañía con mujeres no era lo tuyo, así que te sentiste incómodo, muy rudo y desconcertado. Todo se empeoró cuando Charles Cross quiso adivinar en ti, en esa última cena de los vikingos, tus ideas sobre tus intenciones estéticas y sobre tu interés por la literatura. Ahí ya no pudiste más. Una especie de confusión mental, parecida al humo que dejan los cañones en medio de una batalla, se apoderó de ti. Decidiste incorporarte a los monosílabos como única vía de respuesta. Había un perrillo por allí que coleteaba y sólo hacía que molestarte y, en un momento dado, no te costó nada soltar un exabrupto contra aquel despreciable animal ante la mirada atónita de los comensales. Antes de que retiraran los platos, y también ante la sorpresa de todos, sacaste tu pipa de fumar, te cruzaste de piernas y empezaste a llenar de humo el gran salón comedor, como si te encontrarás en uno de tus cafés de Charleville.
Aquella primera cena, sin duda, fue tu carnet de presentación ante los Fleurville y, a partir de ahí, las relaciones se puede decir que nacieron ya hechas jirones, por no decir que ni siquiera habían nacido. Tú no diste ni siquiera una oportunidad a que eso ocurriera. Tú y las buenas formas: una cultura para la automutilación, una especie de marqués de Sade en asuntos de diplomacia y saber estar. Tu sadismo que empieza con la pipa de fumar y acaba orinando en el jardín. Pues que te sacaste el pirulín de la bragueta después de escupir sobre la bandeja llena de caldo y subido a uno de aquellos mármoles del jardín versallesco arrojaste un pis que yo creo que arribó hasta el Sena, por lo menos hasta los líquidos enajenados de las mentes de la Sra Fleurville y su hija, la mujer de Verlaine.
Pasaron algunos días y tu comportamiento continuaba siendo desabrido y misterioso. Te pasabas el tiempo tumbado en el jardín a la luz del sol y fumando de tu pipa. Los vecinos del barrio al momento sospecharon que el huésped de los Fleurville no era tan honorable como en principio se pensaba. Se trataba, por decirlo con una palabra vulgar que no me gusta, de un gamberro que había llegado de provincias. Verlaine te permitía la presencia en casa de sus suegros porque en el fondo daba la impresión de que entendía tu comportamiento. Él no era una pieza de oro, ni tampoco un hombre salvado por Dios. Se había casado con Mathilde Fleurville en busca de una respetabilidad conyugal, pues su adolescencia y primera juventud habían estado marcadas por el alcohol, el cual seguía siendo su deportista, y por sus relaciones sodomitas. En el momento en que tú llegaste el matrimonio se encontraba en el filo de los acantilados de Moher. Mathilde estaba embarazada y Verlaine proseguía con sus juergas alcohólicas con sus amigos poetas del Parnaso.
Mientras tanto el señor Mauté de Fleurville había regresado de una temporada de caza y se encontró con Guthrum, el rey vikingo danés, es decir, contigo; al momento solicitó a la familia cómo había sido posible que se hubiese permitido en su casa un escándalo como ése. Acto seguido pidió a su yerno que buscase, sin más dilación, otro alojamiento para ese jovencito de maneras tan rupestres.
Tú, al ver venir la tormenta inaudita, no esperaste a que te echaran, sencillamente te fuiste sin decir nada, solo con lo puesto, que era lo único que habías traído de equipaje. Verlaine se sitió molesto con los Fleurville y se preocupó muchísimo por tu posible paradero, pues era conocedor de tu falta de dinero y de dónde podrías dormir aquella noche. Te buscó por todo París sin encontrarte. Pasaron semanas enteras cuando al fin dio contigo en la calle. ¡Habías cambiado tanto¡ Permanecías demacrado, con las mejillas huesudas, al más puro estilo de un vagabundo y cubierto completamente de piojos. Habías intentado vender llaveros para subsistir, pero te faltaba la alimentación a todas luces. Era la repetición de tu anterior visita a París, donde viviste también como un mendigo del mar, que era el nombre que se daba en Flandes a los piratas, y así se les conoció desde 1556 a los habitantes de los Países Bajos que se opusieron a la administración española, como un harapiento ¿lo recuerdas?
Aquel día Verlaine te invitó a un buen restaurante y luego te condujo hasta Charles Cross y André Gill para que se hicieran cargo de ti hasta que surgiera una idea mejor. Tu amigo el bebedor fue entonces en busca de Théodore de Banville, aquel a quien habías enviado aquel poema con suntuosos exabruptos sobre las flores intentando flagelar el Parnaso y la estética de la siempre noble escuela de París. Banville, no obstante, acostumbraba a mostrar interés por ayudar a todo poeta desconocido y sin territorio en la jauría humana que resultaba ser la capital de Francia. No sabemos si ya se había olvidado de tus flores malditas o si no te reconoció, pero al momento te encontró un ático alquilado en la casa donde él mismo vivía, en la rue de Buci, una de las calles que desembocan en el bulevard Saint-Germain, en pleno vientre nuclear de la ciudad. Banville vivía con su madre y ésta te empezó a cuidar como a un hijo pródigo. Pero fue Charles Cross quien se ocupó de tu alimentación. Reunió a varios escritores y poetas, quienes se comprometieron a pagar tres francos diarios para tu subsistencia en la ciudad.
Pero poco duró la alegría de la casa nueva, pues tu comportamiento seguía siendo el de un rebelde a punto de tomar Nôtre-Dame a base de piojos. El cuarto de los Banville estaba impecable, pero tú lo llenaste de esos estrangulosos bichitos con traje de obrero y participación ciudadana. Se cuenta que un día abriste una ventana y apareciste completamente desnudo ante el escándalo de la vecindad, que enseguida avisó a madame Banville. Fue en ese ático donde escribiste “Las buscadoras de piojos”, un poema que evoca el crujir de los animalitos que te hacían saltar las hermanas Gringe en la casa de Douai en tu vagabundaje del año anterior:
“Cuando la frente del muchacho, llena de rojizas tormentas, / implora el blanco enjambre de sueños indistintos, / vienen junto a su cama dos hermanas mayores encantadoras / con frágiles dedos de uñas argentinas. / / Ellas sientan al niño frente a un ventanal / abierto al aire azul que baña una maraña de flores, / y, en sus densos cabellos donde cae el rocío, / pasean sus finos dedos terribles y hechiceros. / / Él escucha cantar sus temerosos hálitos, / que exhalan lentas mieles vegetales y rosas, / y que un silbido a veces interrumpe / (salivas retenidas en los labios o deseos de besar). / / Oye sus negras pestañas redoblando en los silencios / perfumados; y sus dedos eléctricos y dulces / haciendo crepitar entre indolencias grises / la muerte de los piojos bajo sus reales uñas. / / Sube hacia él entonces un vino de Pereza, / un suspiro de armónica que podría delirar; / y el niño siente y siente, según la lentitud de las caricias, / renacer y morir un deseo de llorar.”
En este canto, escrito después de “El Barco Ebrio”, realizas unas asociaciones de palabras muy propias de ti: “uñas argentinas”, “dedos eléctricos”, “vino de Pureza”. Se trata de tu nuevo lenguaje, ya iniciado en tus antiguas temporadas, pero que conmueve por la originalidad de la unión de los vocablos. Años más tarde Valle-Inclán diría aquello de “bendito el escritor que es capaz de unir dos palabras que nunca han estado juntas”. Tú, entonces, valleinclanesco y rimbaudiano, te sumergiste en una manera de competir con el idioma en la conformación del impacto y el susto de la imagen. Bien es cierto que éste no es tu mejor poema, pues puede que estuviera realizado con prisas y en un estado decadente, entre los piojos reales y las desnudeces de las ventanas. Habías ido a París a ser poeta, pero todavía no lo estabas siendo.
Te sacaron de la rue de Buci y te fuiste a dormir durante algunas noches al sofá del compositor Cabaner, que se alojaba en el Hôtel des Etrangers, en la rue Racine, cerca del Odéon. A Cabaner, dado su aspecto y su carácter distraído y absorto, Verlaine lo llamaba “Jesucristo después de tres años de ajenjo”. Ni siquiera, según parece, se dio cuenta que te alojabas con él. Fue ahí, en el Hôtel des Etrangers, donde te encontró tu amigo Delahaye en una visita que realizó a París. Tú, esa mañana, tumbado en el sofá, estabas saliendo de tu primera experiencia con el hachís, tu primer verdadero y profundo desarreglo de los sentidos, tu videncia, noviembre del 71, cuando los cielos se poblaron de astros ennegrecidos y tú te viste a ti mismo como un espejo sin imágenes y sin nada, sólo sensaciones, percepciones del mundo a través de tu mirada que ya no era azul, sino el efecto de las correspondencias baudelairianas en mitad de un océano que se pronunciaba a toda velocidad, colores, risas, voces, estampida del tiempo contra un tiempo que de repente había dejado de existir, ¿y tú?: tú no eras, en todo caso, habías sido, y los recuerdos merodeaban como una luna negra asomada a las puertas de tu infierno personal. El hachís, entre el bien y el mal, dolor y placer al mismo tiempo que la vida narra, cuenta, dice, exclama, como una revolución interior desde donde se ve todo nuevo y decrépito a la vez, y yo te pregunto: ¿te gustó aquel primer acercamiento a la videncia en que tanto empeño habías puesto?
Lo cierto fue que Delahaye se asustó al verte en tal estado, pues en aquellos meses habías crecido en altura y las ropas que llevabas estaban viejas y sucias, un sombrero roto de fieltro gris, un abrigo desgarbado de segunda mano, estabas excesivamente delgado, la miseria se había detenido en ti como la literatura de Juan Rulfo (tú no conoces a este escritor, es de mi época). Después de Cabaner, dormiste donde pudiste, donde alguien caritativo te diese cobijo. Fue finalmente de nuevo Verlaine quien te alquiló una habitación en un callejón que daba al bulevar Montparnasse, la rue Campagne-Première. Enero de 1872. Nuevo año. ¿Nueva vida? En absoluto.
Allí mantuviste tus primeras relaciones homosexuales consentidas, junto a Verlaine y el hachís, que ayudaba a que el derribo del sexo fuera más fácil y más caminante, como una orgía griega entre Safo y sus poetas evanescentes, entre aquel humo que salía de la pipa de fumar que incitaba a la carnalidad y al deseo y al ano y a la emulación de los poemas homoeróticos del escritor hebreo del siglo XI Yishaq Ben Mar-Saul: “Su palabra sobre mi corazón / es como rocío sobre tierra seca / ¡Arráncame del abismo de la / destrucción / cuando me pierda en el infierno¡” El poeta hebreo ya habla del infierno, acción que te pertenecerá en lo sucesivo, justo por estas alianzas de la bacanal y las drogas, más la ciudad destructiva en la que entrarás junto a tu compañero de videncias. Hacia marzo decidiste regresar de nuevo a Charleville, pero en seguida, en mayo, estabas otra vez en París, esta vez viviendo en la rue Monsieur-le-Prince y más tarde en el célebre y antiguo Hôtel de Cluny, rue Victor Cousin, muy próximo a la Sorbona. Allí permaneciste hasta julio, mes en que saliste hacia Bruselas con la dipsomanía en celo y volátil como un pájaro negro de Verlaine.
Los parnasianos, muy envolventes en el vestir y en las palabras medidas, todavía no consideraban a Baudelaire, quien había muerto no hacía mucho tiempo, en 1867, un poeta de los suyos. No aceptaban su teoría de la belleza, su manera de entender el urbanismo, su enfrentamiento directo con los pasajes de la cotidianidad en vez de la elevación de las alturas paradisíacas, que eran a lo que ellos estaban acostumbrados, dioses y diosas, palacios remotos, jardines esplendorosos, flores de un clasicismo que les venía del pasado al que se habían adherido como el cemento a su piedra. Por supuesto si no demasiado les atraía Baudelaire, tu maestro y dios sobre la tierra, al momento en nada les interesaste tú, con tu estilo tan personal y alejado del canon de los lirios y las ninfas que salían del agua con carnes límpidas y blancas. En seguida te tacharon de error, hallaron en ti falta de pulcritud a la hora de componer la sintaxis y la gramática y sobre todo desaprobaron el cambio y la diferencia que descubrieron en tu teoría estética. Tanto Leconte de Lisle como Banville no aceptaron tus versos. Lo mismo sucedió con los más jóvenes –Coppée, Hérédia, Catulle Mendès-. El único que creía en ti y en tu creatividad era Verlaine, pero los parnasianos pensaban que esa situación se daba como producto de una luciferina seducción que ya se estaba dando por parte de tus ojos azules de adolescente.
Dado el rechazo que encontraste en aquellos poetas de la élite de París, no tardaste en preparar tu venganza. Surgió de nuevo el rebelde que, como un Villon de la Edad Media, retomando “la balada de los ahorcados”, creyendo más que nunca en ti, como creyó Villon, a la hora, como tú, de innovar su lenguaje y retomar el camino de la burla y el sarcasmo, ladrón y pendenciero, encarcelado y condenado a muerte y finalmente conmutada la pena por diez años de destierro de París, iniciaste tu camino hacia el desprecio y la ofensa. Injuriaste gravemente a Lepelletier, amigo personal de Verlaine, con ocasión del momento en que muere su madre, con un sarcasmo digno de un poema anticristiano. En las reuniones del café de Cluny te tumbabas por los sillones y fingías que dormías mientras los parnasianos leían sus versos y, a veces, entre flores de lis y el dios Zeus, dejabas escapar gruñidos de tu garganta como si se trataran de truenos de una tormenta romántica. Si hablabas, era para hacerlo sobre actos revolucionarios, cuando aquellos poetas nada querían saber de los actos execrables de la Comuna, a la cual pretendían olvidar lo más pronto posible. Pero tú sabías que eso les retorcía los versos y la rima, por eso lo hacías, Che Guevara.
El cielo estrellado y lleno de “Venus Anadiomenas” os convocó a todos una noche a una cena literaria que llevaba por nombre “Les Vilains Bonshommes”. Las copas tintineaban como las campanas de Charleville los días de domingo cuando ibas a misa con Vitalie Cuif. Los platos estaban llenos de mármoles y una Grecia de muslos de ciervo. El café, como aroma de países del sur, más allá de todo, de donde vuelve la naturaleza viva y honda; el humo de los cigarros, como niebla que envuelve el vestido blanco de las hadas, su blancura y su belleza extensa. La cena, en el Café du Théatre du Bobino, estaba atestada por todo el mundillo del Parnaso, Banville, Hérédia, Coppée y otros. Verlaine y tú ya habías sido invitado en varias ocasiones, pero aquel día la rebelión se subió a “El Barco Ebrio”. Cuando el poeta Jean Aicard se puso a leer una selección de sus versos, tú, que habías bebido como un rosal sediento en primavera, empezaste a apostillar al final de cada verso el poema con la palabra “merde”, con voz fuerte y bisílaba, de modo que se oía en todo el salón como se oye el martillo de un escultor cuando trabaja con su obra. Al principio aquellos poetas parnasianos y mucilaginosos fingieron que no te escuchaban, que ya te cansarías, optaron por la indiferencia, pero ante tú insistencia y ante tanta “merde” aquello llegó a encolerizarles, ante todo porque con tu voz apagabas en verdad los versos de Jean Aicard, quien, eso sí, no se merecía tu “merde” ebria y muchachal.
El próximo día, si Zeus quiere, continuaré narrando esta vida tuya en París, mi amado Rimbe, a estos lectores y lectoras que no me leen. Lo cual agradezco pues no tomo tales circunstancias como ofensa, en todo caso, como libertad, heredad de aquel trovador de nombre Marcabrú, ya que asumo con fortaleza física y química estas horas mimantes de mis siglos mínimos sobándome dulce y con gustirrinín mi único testículo. El otro lo perdí el día en que por vez primera fui presa de esta violación de mi alma, que es muerte y vida a la vez. ¡Vida!, carajo, ¡siempre vida!
Duerme bien esta noche templada de marzo de 2019, mi querido poeta, mi amor que es mujer, que eres tú conmigo y con todo.