En la nada humilde biografía de Warren Beatty, su biógrafo Peter Biskind mostraba, con la complacencia del actor, como uno de sus mayores logros vitales el elevado número de mujeres con las que había hecho el amor. Lo peor de esta fanfarronada machista no es el patetismo de machito yanqui, sino la cantidad de hojas de periódicos -y no precisamente en diarios sensacionalistas ni prensa rosa- y minutos televisivos que dedicaron a tal zafiedad. En medio de la polémica levantada por la supuesta virilidad exacerbada del actor, un amigo me preguntó, con cañas de cerveza por medio y como quien no le da demasiada importancia al asunto, si yo creía que lo de Beatty era verdad. “No lo sé, pero tampoco me importa mucho”, le contesté previendo que tras aquella primera pregunta se escondía algún tipo de interés. Entonces mi colega, que acababa de rebasar los treinta y nueve tacos, confesó: “Es que si es verdad, yo soy un pringao”. Y comprendí que realmente estaba angustiado, con esa angustia tan de Bergman, marcada por la inexorable cuenta atrás. Mi amigo, gracias al cabrón de Beatty, acababa de tomar conciencia de que su juventud se había esfumado y que se adentraba en la cuarentena con un déficit, en este caso sexual y siempre teniendo como referente al lujurioso Dick Tracy. Entre birras comprendí que mi colega no sufría por lo que no había hecho, sino por todo lo que le habían hecho ver que se había perdido. “Hacerlo tantas veces no vale nada frente a hacerlo una vez enamorado”, esta cursilada vomitiva fue lo que se me ocurrió para consolar a mi amigo.

Esa angustia por lo inabarcable no solo se da en lo sexual, también en la lectura, que en ocasiones puede asemejarse a hacer el amor. Lo pensaba releyendo una entrevista al lector de Jorge Luis Borges, Alberto Manguel, quien rechazaba categóricamente que hubiera que acumular cuantas más lecturas mejor; incluso negaba que las llamadas “obras maestras” de la literatura tuvieran que ser leídas todas antes de marcharnos al jardín de los calladitos. La interviú produjo en mi cabeza una explosión, muy parecida a las luchas en los dibujos animados japoneses, que unió en una espiral imposible al rijoso multioperado Warren Beatty, al aguafiestas de Bergman, a Borges y a su esclavo lector y a mi colega precuarentón. Del remolino mental surgió una pregunta directa: ¿Debo angustiarme por saber que no voy a tener tiempo en mi vida para leerme todos los libros que debería leerme?

Toc, toc. ¿Quién es? Umberto Eco. Pase usted, don Umberto. Fue una casualidad a los pocos días de aquel éxtasis literario-sexual-existencialista. A mis manos llegó Nadie acabará con los libros, un diálogo entre el semiólogo italiano y el guionista Jean-Claude Carrière dirigido por Jean-Philippe de Tonnac. El libro actuó como Beatty… bueno, no en ese sentido, no sean mal pensados, me refiero a que generó la misma angustia en mí que el actor en mi amigo. Fue al leer esto: “Aún leemos a Eurípides, a Sófocles, a Esquilo, y los consideramos los tres grandes poetas trágicos de la antigua Grecia. Ahora bien, cuando Aristóteles en su Poética, dedicada a la tragedia, cita los nombres de sus representantes más ilustres, no los menciona. Lo que hemos perdido, ¿era mejor, era más representativo del teatro griego que lo que hemos conservado?”. ¡Mierda, más angustia! Pero sigue: “Sea cual fuere nuestra insistencia en hacer hablar al pasado, en nuestra bibliotecas (…) solo podremos encontrar las obras que el tiempo no ha hecho (o no ha logrado hacer) desaparecer”. O sea, que ya no es suficiente agobio saber que no podré leerme todo lo que dicen que es bueno, sino que puede ser que, aún leyéndolo, esté dejando de leer las verdaderas obras maestras perdidas y destruidas a lo largo de los siglos. Le cambio el sufrimiento a mi colega del tirón.

Me sentía caminar torcido por las calles en esos días. ¿La razón? El peso del demonio rijoso de Beatty sobre mi hombro derecho susurrándome al oído que jamás leería tantos libros como amantes él decía haber tenido. Hete ahí que mi agenda salió en mi defensa con una de esas citas a pie de día tan utilizadas por community managers que agotan los contenidos para subir a redes. ¡Joder, y además de un santo! “No se trata de leer más, sino de leer mejor”, escribió San Jerónimo. Y lo adopté como a un agapornis para que se posara sobre mi hombro izquierdo y sirviera de contrapeso al demonio machista del derecho. Como Mayweather contra McGregor, Beatty y San Jerónimo contendían por gobernar mi angustia: el primero para agrandarla, el segundo para domarla. ¿Hay que leer toda la poesía del Siglo de Oro español o un solo verso de Quevedo o Lope pueden cifrarla? ¿Es mejor empaparse de toda la narrativa latinoamericana del siglo XX que exprimir un cuento de Cortázar? ¿Necesito conocer todas las tragedias de la antigua Grecia o me basta con oler su aroma en las obras de Shakespeare? Y la gran pregunta: ¿si leo El Quijote habré leído todos los libros que fueron, son y serán, incluso los que no fueron, no son y no serán? ¡Quién lo diría, todo un santo derrotado por un playboy senil! La angustia seguía en mí, más virulenta, llenándome de bubas intelectuales que estallaban en preguntas y dudas. Se trata de leer mejor… ¿pero el qué, Jerónimo de mis carnes?

Aquella tarde me senté a tomar café. Estaba harto de pensar tanto en este asunto, así que cogí lo primero que vi para leer mientras me chutaba cafeína.  Era el diario económico Expansión, de hacía tres días para ser más exacto. Lo ojeé distraído hasta que llegó la revelación. En un artículo prácticamente inaccesible para no iniciados, de repente en un destacado hablaba del principio de utilidad de Bentham. Me fui directamente al párrafo donde se hablaba de él y del utilitarismo, y ¡coño! acababa de hallar mi particular piedra de Rosetta… en una página rosa casualmente. Tuve la sensación de que Bentham había escrito casi tres siglos antes pensando en responder a mis dudas. En su obra The Principles of Morals and Legislation el inglés decía: “Por principio de utilidad se entiende el principio que aprueba o desaprueba cualquier acción, según la tendencia que tenga para aumentar o disminuir la felicidad de las partes de cuyo interés se trata”. ¡Eureka! El utilitarismo no solo como principio de felicidad, sino como final de mi angustia. La conclusión me tranquilizó: leer aquello que resulte útil para mi existencia y genere en mí felicidad. El enfoque había cambiado, por fin podía dar una patada -a lo El gran Lebowski- y sacar del asiento de copiloto al Luis Moya de turno que me indicaba cómo afrontar el itinerario lector; ahora me quedaba solo al volante para conducir por dónde me apeteciera sin más GPS que mi satisfacción personal. No más instrucciones ni cronos, no más  clasificaciones ni competiciones. El dueño del itinerario de lecturas por fin era yo y no los críticos, ni los escritores ni los Warren Beatty de los libros.

Me levanté al día siguiente y el demonio Beatty se había volatilizado. También me sacudí del hombro izquierdo al santo como si fuera caspa. Llamé a mi colega para tomarnos unas cervezas. Le conté mis peripecias desde la última vez que nos vimos y hablamos de la biografía del actor. Le confesé mi angustia llevada al terreno de la lectura y cómo pude vencerla. Ya me sentía absolutamente tranquilo con respecto a los libros que jamás podría leerme. Me di cuenta que llevaba casi una hora contándole mi historia y que el pobre no había podido abrir la boca. Paré, le miré a los ojos y disparé: “¿Y tú, estás más tranquilo ya con lo tuyo? ¿Has superado tu angustia sexual?”. “¿Yo? Sí, claro. Estoy como tú, me di cuenta que esa angustia era absurda y que Warren Beatty es un fantasma. Y que prefiero hacerlo una vez con amor que miles sin amor”, me dijo. “¡Qué alegría me das, tío! Bueno, brindemos por el amor y el utilitarismo, y que se joda Beatty!”.

Brindamos y reímos. Y de tanto cómo nos reímos mi amigo no escuchó las decenas de notificaciones de Pure que sonaron en su smartphone guardado en la cazadora sobre una silla…