En esta época de desmedido culto a la juventud, vivimos fascinados por la piel lisa y angustiados por la calvicie o la celulitis. No sentimos culpables por los rastros de la edad de nuestro cuerpo, como si envejecer fuese un fracaso y no una necesidad natural. El atractivo se vende envasado en tintes y cremas, plastificado en inyecciones e implantes. A pesar del terror que inspiran los quirófanos, crece la obsesión por cirugías que prometen borrar los surcos de la carne y recuperar su tersa adolescencia. Hace más de veinticinco siglos, Confucio citó unos antiguos versos chinos que celebraban la hermosura del tiempo. El poeta recuerda a una mujer y evoca con deseo «las bellas arrugas producidas por su elegante sonrisa». Hoy parecemos ignorar que puede haber amor donde no hay belleza y que puede haber belleza donde no hay juventud.”

Arrugas, columna de Irene Vallejo

El futuro recordado (Contraseña editorial)

 

No nos dejan envejecer. Me viene una y mil veces a la memoria esta frase acuñada por una antigua compañera de trabajo. Éramos jóvenes, muy jóvenes diría hoy, y trabajamos en un macro centro a orillas de la mejor calle madrileña del momento. Éramos jóvenes e íbamos perfectamente maquilladas. El maquillaje formaba parte de nuestro uniforme. La impecabilidad también. A nuestros clientes, amables personas que aguardaban demasiado para ser atendidos, les sorprendía nuestra juventud y exclamaban: “sois muy jóvenes en esta empresa” a lo que mi compañera, muy salerosa ella, respondía: «No nos dejan envejecer». Y llevaba razón.

Los hombres podían, las mujeres no. La mayoría de nosotras tenía entre dieciocho y veintitantos . Y luego, chas, chasquido del jefe y despido.

De ahí en adelante la sociedad progresa, o no. Estamos un poco mejor, o no. Corremos hacia la igualdad, o no.

El culto al cuerpo ha traspasado la frontera del femenino plural para llegar al masculino singular. Ahora ellos se depilan y hay cremas antiarrugas en rosa y azul marino. Y pese a esa invasión inesperada, la mujer, ¡oh, sorpresa!, se lleva la peor parte.

Imaginemos la situación: una cena protocolaria a la que una pareja decida ir en vaqueros, camisa blanca sin abotonar hasta el cuello, deportivas, canas, y con la cara lavada y recién “peiná”. No es necesario formular cierta preguntas. La única criticada por su atuendo sería ella.

Ellas, ella, nosotras, yo. A quienes la sociedad nos ha convencido de que los taconazos son cómodos, el maquillaje necesario y cubrir las canas imprescindible. Ellas, ella, nosotras, yo. A quienes se nos exige la escasez de carne y arrugas, y una tersura que la piel hace años que perdió. Ella, ellas, nosotras, yo que hemos hecho del ser y estar impecables nuestra bandera. Y aún así. Aún así. Aún así…

Aún así, o pese a eso. Pese a cuidarnos, a comportarnos, a formarnos, a superarnos, a controlarnos, a demostrarnos que podemos hacerlo igual o mejor, pese a eso cada día tenemos que ver y leer noticias que nos bajan de golpe dos escalones, tenemos que sentir, en esas carnes que no nos dejar tener, golpes, descaros y gestos de rechazo.

Y es esa caída. Esa bajada precipitada de escaleras que tanto ha costado subir lo que cambia el rumbo de este  artículo. Yo venía a hablar de arrugas y he acabado hablando de mujeres, quizá porque los hombres con arrugas son más interesantes. O no.