Este viernes se estrena Mentes brillantes, la cuarta película del director francés Thomas Lilti, quien parece haber escogido el tema de la medicina como leitmotiv de sus historias. Después de Hipócrates (2014) o Un doctor en la campiña (2016), filmes en los que los protagonistas son doctores y médicos, Lilti retrocede unos años para mostrar el arduo camino que supone llegar a ejercer la medicina a través de la historia de dos estudiantes que se enfrentarán a esa senda de espinas.
«Muy al estilo europeo, la narración y los planos son sencillos, llevaderos e intensos cuando la historia lo requiere; además no es pretenciosa y expresa de forma excelente la personalidad de los protagonistas»
La película está filmada de un modo similar a sus trabajos anteriores, entre lo cotidiano y lo subjetivo, que acerca al espectador a la situación de estos dos estudiantes y hace ameno el visionado. Muy al estilo europeo, la narración y los planos son sencillos, llevaderos e intensos cuando la historia lo requiere; además no es pretenciosa y expresa de forma excelente la personalidad de los protagonistas, Benjamin Sitbon y Antoine Verdier, interpretados por William Lebghil y Vincent Lacoste, respectivamente. Ambos se hacen amigos desde el comienzo y representan dos personalidades arquetípicas entre los aspirantes a médicos: Benjamin, hijo de médico, empieza a estudiar medicina por herencia familiar, como ya hizo su padre, y él sigue sus pasos sin importarle aparentemente el futuro. Además, no parece costarle ningún esfuerzo adicional aprobar las asignaturas y sacar el curso; Antonie, sin embargo, hace la carrera debido a que su mayor ilusión es ejercer la profesión, pero le cuesta más y lleva muchos años intentándolo sin obtener los resultados esperados. Ambos reflejan dos polos opuestos que, no obstante, se compenetran: la duda y la seguridad, la aptitud y la actitud, la obligación y la vocación, etc.
«La película está filmada de un modo similar a sus trabajos anteriores, entre lo cotidiano y lo subjetivo, que acerca al espectador a la situación de estos dos estudiantes y hace ameno el visionado»
Narrándonos la amistad que forjan, el director muestra también los distintos estados de ánimo y las fases por las que pasan antes de hacer el examen que decidirá su futuro. Supongo que los estudiantes de medicina se sentirán muy identificados con la historia, ya que el esfuerzo y el sacrificio que supone conseguir un buen puesto es angustioso y puede conducir a la locura, sin mencionar la alienación a la que están sometidos, cosa muy difícil de sobrellevar si no cambias el “chip” ni tienes reflejos reptilianos, porque como bien dice Benjamin en un momento de sinceridad, “los mejores, los que al final serán médicos, se parecen más a los réptiles que al ser humano.” Su tarea no solo deshumaniza, sino que también “reptiliza”.
El agobio que inspira la misión de los personajes principales se entremezcla con toques de humor y momentos enternecedores que dotan a la película del humanismo que parece estar ausente en los momentos de mayor intensidad. Esto la enriquece, hace que los estudiantes dejen de ser números y posiciones de mayor a menor en una tabla de Excel, y da la opción de mantener la esperanza y soltar una sonrisa de vez en cuando. Los valores de la amistad, de la empatía y de la solidaridad se subliman en un entorno en el que predomina lo contrario, lo que se agradece y hace que el espectador se inmiscuya de modos distintos en la trama.
La sensación que deja es satisfactoria, a pesar de mostrar la crueldad de un sistema educativo que te aplasta para poder conseguir un puesto de trabajo digno. Parece que hay luz al final del túnel; una luz que se apaga momentáneamente por las dificultades de una carrera marcada por la competitividad y que, nos obstante, consigue volver a encenderse gracias a la amistad y a la inocencia de dos estudiantes brillantes a su manera.