Cuando repaso la descendencia de Cadmo, fundador de Tebas con los cinco Espartos —los brotados de los dientes de la sierpe—, se calcula que allá por el siglo XVI a. C., me encuentro con que lo infausto es el signo distintivo de toda la estirpe; y, entonces, me asalta esta pregunta: ¿fueron realmente tan desdichados y por ello se guardó memoria de sus nombres entre los helenos, o más bien los sucesivos aedos les adjudicaron este funesto rasgo familiar —hoy llamado “trágico”— para que, al cantar sus vidas, el auditorio de guerreros dorios, convocado alrededor de la hoguera, se conmoviera hasta las lágrimas y, por tanto, aquellos poetas vagabundos obtuviesen una más golosa recompensa por sus interpretaciones? Pues sabido es que, cuanto más se llora al escucharlo, mayor aceptación tiene un relato; de hecho, en Grecia, los certámenes de tragedias los ganaban las trilogías que más lágrimas arrancaban en la grada.

Y mientras voy exponiéndoles esta disyuntiva, más me voy decantando por la argucia poética, pues intuyo algo premeditadamente excesivo al echarle un vistazo a aquel linaje real, fundado por el fenicio Cadmo cuando llegó hasta el lugar donde levantaría Tebas, guiado por una vaca, al que sucedieron en el trono de la ciudad su hijo Polidoro, sus nietos Penteo y Lábdaco —quien dará el apelativo más común a la familia: los labdácidas—, y luego su bisnieto, Layo, y su muy popular y freudiano tataranieto, Edipo; y tras estos, los ya netamente “trágicos” hijos de Edipo: Etéocles y Polinices. Y cuando se hubo consumado el fratricidio entre esta pareja y Antígona armó aquel tiberio por el funeral de su hermano, el descastado Polinices, abriendo de paso el camino hacia el trono a un nuevo labdácida: su sobrino Tersandro, de quien, al morir durante una correría troyana, lo heredó su retoño Tisámeno, que por ser apenas un niño no acompañó a los héroes homéricos durante la Iliada para vengar a su padre y con quien concluyó el gobierno de los labdácidas sobre Tebas; pues su hijo y sucesor, Autesión, sabedor por el oráculo de Delfos que sufriría grandes quebrantos si continuaba como monarca tebano, ni se lo pensó dos veces: abdicó de inmediato y salió por piernas para la muy lejana Esparta. Y ya ningún labdácida posterior tuvo ni la más leve tentación de reinar sobre la acrópolis beocia; con ocho generaciones sufriendo la tortura de aquel funesto trono les había bastado.

Pero ocho generaciones se me antojan la desmesura propia de una artificiosa fabulación, como también me lo parecen uno a uno los siniestros que padecieron: el despedazamiento de Penteo por su madre y el resto de las bacantes hasta convertir su cabeza en el mascarón del tirso; o la persecución y exilio del joven Layo a Pisa, donde precipitará la muerte de su amado Crisipo y de su anfitrión Pélope; o el parricidio e incesto de Edipo; o el mutuo fratricidio de Etéocles y Polinices; o la muerte de Tersandro, perdido por la lejana Misia, a manos de Télefo, para no resultarme una concatenación de desgracias demasiado aparatosa, y claro, urdida deliberadamente por aquellos poetas errantes para mantener compungido y boquiabierto al círculo de guerreros que les escuchaba cantar la saga de Cadmo tras la cena, alrededor de la ceremonial hoguera, en aquella época arcaica, cuando las ciudades griegas no eran sino peñascosos e hirsutos fortines en lo alto de una colina, y a la preclara filosofía o a el deslumbrante arte aún le quedaban tres o cuatro siglos para despuntar. Y entonces, ¿qué hay de cierto tras los mitos de esta familia?

Ah, es una pregunta intrigante que la Arqueología nos va desvelando de tanto en tanto. No obstante, de la leyenda me permito inferir algunos acontecimientos: Tebas, sobre el s. XVI a. C., se convirtió en una prospera metrópoli —todo lo metrópoli que se podía ser en las postrimerías de la Edad del Bronce, en el centro de la Beocia— con la llegada de Cadmo, quien le impuso un distinguido aire fenicio y egipcio —es decir, minoico. No se olvide que Cadmo era el tío del cretense rey Minos—. Tanto es así que fue conducido hasta allí por una muy significativa vaca —y recuerden que en vaca blanca fue convertida su tatarabuela Io o por un toro, también blanco, fue raptada su hermana Europa de las playas cananeas, como relaté en las dos entregas anteriores—, cuando los bóvidos eran el símbolo de la fortaleza y de la majestad para púnicos y minoicos. Y por si nos cabía alguna duda, Cadmo impuso el culto a Astarté —diosa fenicia del amor— cuyo único ropaje y, por tanto, símbolo, es el collar celestial; asunto expuesto en el mito griego con el collar que regala Afrodita —diosa helénica del amor— a Harmonía, durante su boda con Cadmo. Además, añadiré que, contra lo que pudiera suponer este cúmulo de improntas semitas, en principio tan molestas para los olímpicos dorios, su veneración por Cadmo era enorme; pues le atribuían la enseñanza de dos saberes imprescindibles: el alfabeto y la metalurgia; algo, por otra parte, verosímil, pues las grafías helénicas provienen de Fenicia y, de sus vecinos los hititas, el dominio del hierro; entonces, ¿qué movió a los aedos adjudicar a sus descendientes tamaña retahíla de escarnios salvo la necesidad de impresionar a sus oyentes y, por supuesto, de convertir en más memorable a cada personaje señalándolo con un hecho escalofriante?

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En 1996 decidió dejarlo todo para dedicarse a la escritura. Entre 2004 y 2006 publicó un par de crónicas sobre guerras africanas y otra de asunto local, y en 2011, el ensayo Gaudí o el clamor de la piedra, que resultaría seleccionado como lectura recomendada en los cursos de doctorado de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, mientras mantenía el blog Los cuadernos de un amante ocioso, publicado íntegro en 2015. Títulos a los que se debería añadir las novelas Stopper (2008), que sería distinguida como lectura imprescindible por el Dpto. de Lenguas Modernas de la Universidad Estatal de California; Las cuentas pendientes (2015), Un crimen de Estado (2017) y, por fin, Las calicatas por la Santa Librada (2018), que había resultado finalista absoluta del XXIII Premio Azorín, en 1999.