En abril de 1953, Ava Gardner, entonces casada con Frank Sinatra, aprovecha un receso en el rodaje de Mogambo para disfrutar de unos días de vacaciones en España y conoce a Luis Miguel. Se inicia entonces un romance entre la actriz y el matador de toros que se prolongaría hasta finales de 1954 y que dejó una anécdota para los anales de la historia de los conquistadores y caballeros españoles portagonizada por el padre Miguel Bosé. Nada más terminar de hacer el amor, Luis Miguel Dominguín se levanta de la cama y se acicala para salir. Ava Gardner le pregunta: “¿A dónde vas?” Y él responde mientras abre la puerta: “Pues dónde voy a ir. ¡A contarlo!”
En 2017 todos los usuarios de las redes sociales tenemos la necesidad imperiosa de hacer un Dominguín por cosas más prosaicas y menos glamurosas. Contamos al minuto una comida de amigos, el primer baño que nos damos en la playa en verano (y el segundo y el tercero y el cuarto…) Ponemos una puesta de sol detrás de otra… Contamos al minuto lo que estamos haciendo en una epidemia de lo que se denomina ‘postureo’, en la que lo selfies, otrora autofotos o autorretratos, dominan, especialmente esas que se disparan a los espejos a ver que modelito llevamos puesto para salir. O para entrar.
Los smarphones, esas cámaras de fotos con las que puedes hacer llamadas y mandar mensajes por Whatsapp, generan adicción y ansiedad en sí mismos. Cuando te hacen la foto con uno de estos teléfonos inteligentes que no es el tuyo, el agobio al que sometemos al dueño del móvil que ha hecho la foto que queremos usar ya es insufrible. “¡Mándame la foto, mándame la foto!” Espetamos. Y en cuanto la recibimos va todos nuestros grupos del Whatsapp y la publicamos en Instagram y Facebook (Twitter está de capa caída) a toda velocidad. Si te haces la foto con tu propio teléfono el aislamiento se produce desde que la cuelgas en las redes hasta que vas viendo cuantos ‘me gustan’ te van poniendo y haciendo el repaso de quien es el que te ha puesto el ‘like’. Vivimos una vida paralela buscando a quien le mola lo que estamos haciendo sin disfrutar lo que estamos viviendo. Planificamos las fotos que podemos hacer, los vídeos que podemos grabar para ofrecérselos al mundo entero.
Luis Miguel Dominguín no podía esperar ni un minuto para contar que se acababa de acostar con “el animal más bello del mundo” igual que ahora no podemos esperar a contar que estamos viendo actuar a nuestro grupo favorito o que estamos viendo a nuestro equipo de fútbol. ¿Cómo hacíamos antes para contar que nos lo habíamos pasado chachi en las vacaciones? ¿Y cómo detallábamos que nos habíamos bronceado en esta o aquella playa, qué habíamos comido en este o en aquel restaurante, qué habíamos ido a aquella fiesta, a este conciertazo, a esa discoteca? ¿Cómo lo hacíamos si no había móvil ni mensajería instantánea ni grupos de colegas, de amigos, de madres y padres del cole, de amigos de la casa de la sierra, de compañeros del cole y del insti, de familia, de primos, de familia política, de excompañeros del equipo de fútbol…?
Ahora con la inmediatez que nos dan las redes sociales vamos contando lo que vamos viviendo y vivimos para contarlo rápidamente. Tengamos cien o cincuenta mil seguidores nos creemos que nos sigue toda la humanidad y que la vida está en esa red social, cuando la vida es lo que está sucediendo mientras estamos obsesionados en compartir el vídeo mientras interpretas engolado y hasta con un bailecito esa canción que tanto te gusta y tan mal cantas.
No es cuestión de añorar los sofás de Cuéntame. Ni la series de antes. Ni los dibujos de antes. No se trata de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor porque la facilidad que dan las redes sociales a toda la humanidad para relacionarse es positiva. Y no vamos a entrar en los tonto-debates, insultos canallas y vejaciones de los haters y trollers, provocadores patosos y mala gente que siempre la hubo y siempre la habrá. Pero somos más los buenos. Eso da para otro articulín. No se trata de denostar las nuevas tecnologías. No es mi intención. Al contario. Sólo intento hacer una reflexión porque no me acuerdo bien como podía soportar estar en un concierto de Rosendo y luego verle en el camerino y no poder compartir mi foto con él a todo el universo nada más hacérmela. Ni estar en su suite del Ritz con Pelé y poner la foto nada más salir. O estar con Pirlo y no tirarme el pisto al minuto. No entiendo cómo era capaz de pasar veranos maravillosos y no contárselo a mis amigos hasta la vuelta al cole en septiembre. ¡Cuánto había que esperar!
Tampoco me acuerdo de cuando no había GPS y tenías que tirar de la Guía Campsa para llegar al destino. El caso es que llegábamos. Igual que también contábamos nuestros veranos, nuestras cenas, nuestras quedabas, nuestros atardeceres y cómo iban creciendo nuestros niños a los que nos quisieran escuchar, generalmente amigos de carne y hueso, como los que nos respondían al portero automático y les decías: “¡Bajas!”. Esos con los que no quedabas y te encontrabas cada tarde en la plazoleta o en el parque, un día sí y otro también. Allí estaban sin ponerlo en ningún grupo.
Llevábamos fotos en la cartera. Y las pegábamos en el corcho de la habitación. Y revelábamos las fotos de las vacaciones y las enseñábamos igual de orgullosos que las mandamos ahora al grupo de Whatsapp. Porque realmente siempre nos ha gustado el postureo. Que nos vieran lo bien que nos quedaba el 501 y las zapas esas tan guapas. Y esa camiseta. Y aquel peinado (cuando podía peinarme, que no siempre fui calvo, ¡leches!). O aquella chupa acojonante que valía un pastón y me compró mi padre por aprobar la selectividad. A todos, o a muchos, nos molaba exhibirnos. Porque todos, o muchos, llevamos un Dominguín dentro aunque no hayamos visto de cerca los ojos felinos de Ava Gadrner (¡casi mejor porque era meterse en un lío con Sinatra!). Bueno, no voy a ser cínico. La verdad es que me hubiera encantado hacerme con Ava Gardner un selfie de esos con orejitas y morritos de perro, sacando esa lengua larga, con los filtros esos de Snapchat que ha copiado Instagram (todo lo copian, hasta las Stories), de esos que te cambian la voz y te sale un habla tan graciosa. Hubiera estado genial, ahí los dos, recostados en la almohada inmortalizándonos con ojitos de gato y orejitas de oso, oyes, justo antes de vestirme e irme a toda mecha a contárselo a toda la humanidad, primero a la Gentuza del Barrio, por supuesto… (Nini hablamos de 1954, ¡eh! ¡Tranquilidad!)

Pues eso. Que eso estoy deseando que se publique ya esta charla que os he escrito en The Citizen. Para compartirla en Twitter, en Facebook, en Instagram (¡menuda faena que no funcionen los links!), en Vippter (pues sí, yo tengo Vippter, oyes), en Snapchat (no me entero muy bien cómo va, ahí me ganan los millennials, que me caen dabuten, por cierto, esos chavalitos), en WeChat, en Telegram, en Line, y, por supuesto, en Whatsapp. Estoy deseando compartirlo. En la mayoría soy @matallanas, por si me quieren seguir, oigan.