Este fin de semana he ido al cine a ver la última película de Alex de la Iglesia, Perfectos desconocidos, cuya trama gira en torno a una cena donde los protagonistas ponen sus móviles en el centro de la mesa y se comprometen a leer y enseñar al resto todo lo que llegue a través de sus redes sociales, Whatsapp, mensajes y llamadas durante el tiempo que dure la cena.

No voy a destriparles la película, sufridos lectores, no haré eso que toda la vida ha sido destripar la película pero que hoy llamamos con un anglicismo “spoiler”, solo me serviré de esta muleta para poner de manifiesto cómo responsabilizamos a las nuevas tecnologías de la comunicación: internet, las redes sociales, las aplicaciones colaborativas, de todos los males que nos suceden, olvidando que detrás de todas y cada una de ellas estamos nosotros, las personas.

El Whatsapp no tiene amantes con los que engañar a sus parejas, somos nosotros, que nos valemos de esa herramienta para dar rienda suelta a nuestros más bajos instintos, nuestros deseos más íntimos, a ese egoísmo intrínseco al ser humano desde que el mundo es mundo. Que las nuevas formas de comunicación, como esta herramienta de mensajería inmediata nos facilitan sentirnos más cerca, intercambiar besos, fotografías, palabras de amor, etc., algo que sería imposible a través de correo postal, es indiscutible, pero que este intercambio erótico, amoroso, clandestino, lo sea con quien no es nuestra pareja, de eso no tiene culpa la maquinita.

El Twitter o el Facebook no se diseñó para que hordas de odiadores anónimos vertieran su bilis contra aquellos que no piensan como ellos, que tienen vidas plenas que no se ajustan a sus estándares morales o sociales, que apoyan a otra fuerza política o incluso otro equipo de fútbol. Pero lo cierto es que estas redes sociales están llenas de personas que insultan, amenazan, denigran, ridiculizan… a otras personas. La pregunta es ¿son responsables las redes sociales de esta enfermedad, de esta sociopatía, de esta falta de empatía hacia el otro? La respuesta clara es no, solo han servido para que se visibilicen masivamente, pero esta gente ya insultaba en los estadios, destilaba odio en sus lugares de trabajo, masticaba rencor en los bares y vertía su miseria a solas frente al televisor.

Cuando sucede un accidente, una catástrofe, incluso un atentado terrorista, surgen en minutos chistes de mal gusto, eso que llaman humor negro, gente que brinda por la muerte del que considera un enemigo político o de clase, grupos de fans de un programa de televisión que se lamentan de quedarse si su show favorito porque se dedican esas horas a la actualidad. Pero, nuevamente, esto no es responsabilidad de estas herramientas que nos permiten demostrar cuan miserables somos al mundo entero y de manera inmediata, sino de lo negro de nuestra propia alma, de la incapacidad de sentir como propia la desgracia ajena, del egoísmo del querer disfrutar de nuestro placer diario del que no estamos dispuestos a renunciar por el bien común.

A menudo, los expertos de la Policía, los psicólogos o pedagogos, nos conminan a vigilar qué es lo que hacen nuestros hijos en las redes sociales, a controlar el tiempo que dedican a las nuevas tecnologías, por los enormes peligros que se encuentran en ellas, pero de nuevo me pregunto ¿es que antes de las redes no había pederastas, exhibicionistas, gente que abusaba de nuestros niños? Claro que los había, se abrían las gabardinas en los parques como ahora lo hacen en los mensajes privados de Facebook, ofrecían caramelos a la puerta de los colegios como ahora ofrecen regalos en cualquier red social.

esta gente ya insultaba en los estadios, destilaba odio en sus lugares de trabajo, masticaba rencor en los bares y vertía su miseria a solas frente al televisor.

La clave de todo lo anterior es la educación, o, mejor dicho, la falta de educación en valores. Vivimos en la sociedad de la inmediatez, donde cualquier deseo puede cumplirse, casi al instante en una aplicación de compras de internet, con un clic de nuestro ratón. Una sociedad que te permite ponerle una peli de dibujos animados a tu niño en la tablet mientras tú le ignoras para disfrutar tranquilamente de una cena con amigos en un restaurante. Una sociedad en la que todo parece rápido, fácil y gratis, o al menos esto piensan nuestros hijos y quizás, hasta nosotros mismos. Pero, como diría mi abuela, nadie da duros a tres pesetas y es un alto precio el que pagamos por vivir en este mundo hiperconectado.

Es importante pasar tiempo con nuestros hijos, con nuestros padres y abuelos, con los nuestros de sangre o de corazón. Es vital que este tiempo sea de calidad, con intercambio de ideas y de afectos, lejos de la artificiosidad de la red. Que recordemos que la piel tiene un tacto que jamás tendrá una tecla por muchas emociones que se escondan detrás de algunas teclas. No podemos dimitir de nuestra obligación de enseñar a los que vienen detrás de nosotros que este mundo no es nuestro, que estamos de prestado y que tenemos que dejarlo mejor que lo encontramos. Porque si nos convencemos de que la culpa de todo la tienen internet y las redes sociales, nos sentiremos libres para dejar salir lo peor de cada uno de nosotros sin culpa ni remordimiento.