Escribí hace unos meses un artículo en el que, ocupándome de la exhumación del cadáver de Dalí y el vergonzoso circo mediático que se había creado a su alrededor, llegaba a la conclusión de que España es un país incapaz de escapar de la anécdota. Nuestros móviles necesitan una broma diaria: la impresora de Rufián, el pelo de Puigdemont, la detención de Marichalar, cualquier cosa nos sirve. No transcurren veinticuatro horas sin que se nos ofrezca una de estas infranoticias entre humorística e irrelevante con la que jugar. El nuevo periodismo, al menos en España, funciona así: la mayor parte de la gente muestra más interés por lo anecdótico que por lo verdaderamente informativo. Nuestros móviles son ese gallinero perfecto en el que solamente conseguimos estar íntimamente desinformados. Los políticos se están dando cuenta de este cambio, claro, y por eso parecen tener desde hace un tiempo un departamento de la memez que nos ofrezca la anécdota chusca de cada día, convencidos de que con ello nos entretienen como al niño al que se da un juguete para que esté calladito.

Los terribles, cruciales sucesos que han ocurrido y ocurren en Cataluña han vuelto a enfrentarnos a este problema del acento en la infranoticia que atenaza a nuestros medios de comunicación, una enfermedad que está ya tan extendida que corremos el riesgo de ni siquiera reconocer. La crisis en la que los periódicos llevan sumidos largo tiempo ha traído consigo que abran sus puertas a noticias de la prensa rosa, amarilla o de simple irrelevancia. Prestan atención a auténticas bobadas que no ocuparían una sola línea de un rotativo hace veinte años. Pocos son ya los medios que no han tomado la anécdota como comida rápida de la información verdadera, como sustituto inane de la verdadera información.

En la cobertura de tantos y tantos momentos críticos de la escalada independentista de Cataluña siempre acabábamos fijándonos más en una serie de símbolos, gestos y anécdotas que parecían mover nuestra opinión tanto o más que los discursos que unos y otros ofrecían. Lo más grave de todo es que lo que el ciudadano retenía al acabar la jornada no era el argumento de uno y otro extremo, que con frecuencia ni siquiera existía, sino la penúltima gracieta que se había viralizado. Si abrimos la galería de imágenes de whatssapp de nuestro móvil, obtenemos una línea histórica bastante definida de este viaje de España por la anécdota: los ojos de Junqueras, las urnas-tupper, el barco de Piolín, la cabra de la legión, el DNI roto, las pintas de la CUP…

España lleva ya demasiado tiempo dividida entre lo que yo llamo hechizados y horrorizados: gente cuyo pensamiento viene mecido por el viento de la dieta de la información mínima que propician las nuevas tecnologías o personas que se sienten sepultadas bajo una especie de matrix todopoderoso que huye de la cultura verdadera y anula toda capacidad de pensamiento. Una versión hispana de aquel brillante discurso de apocalípticos e integrados que creó el simpar Umberto Eco. Políticamente, se está funcionando de una manera muy parecida: los horrorizados serían esa especie de monolito conservador y los hechizados los revolucionarios de salón que aspiran a poner el país bocabajo armados con consignas trasnochadas y un puñado de clichés. Cataluña también responde a ese patrón de hechizado y horrorizado, conteniendo de un lado la marea ciega e hipnotizada del independentismo y de otro quienes lo rechazan con franca repulsión.

En otros países el flujo de la información no funciona así, lo creamos o no. Recuerdo especialmente una conversación con un amigo que lleva veinte años viviendo en Francia acerca de estas diferencias en el tratamiento de la noticia entre un país y otro, porque me encantó el ejemplo que ofreció. Me dijo muy serio: “Rafael, tomemos un mismo hecho; por ejemplo que un muchacho agrede a otro muchacho en la calle de una manera cruel y sangrienta. En España, la televisión entrevistaría a la vecina que espió detrás de una cortina, o el vecino que desde el portal quiso ver algo o al menos afirma que vio algo. En la televisión francesa, por el contrario, sentarían en cómodas butacas a un puñado de profesores de universidad que pasarían la noche debatiendo sobre el origen de la violencia en los jóvenes franceses. España busca la anécdota, y Francia la esencia. Los dos intentos son inútiles. Lo primero no sirve para nada, nunca, y lo segundo no sirve para nada, ahora.”