Vivimos días de odio, de ira, de violencia, de desprecio al otro, solo por ser eso, el otro, el que no es de los nuestros, el que piensa, siente, mira o ama diferente a nosotros. Y solo por eso, por ser diferente a lo que nosotros consideramos que debe ser, nos sentimos legitimados para atacarle, maltratarle, vilipendiarle y con ello demostrar qué poco nos aplicamos a nosotros mismos los buenos y nobles sentimientos que decimos defender.
Hace unos días, en Zaragoza, un “antisistema” le abrió el cráneo con una barra de hierro y luego lo pateó en el suelo, a un “falangista” porque le vio llevando unos tirantes de la bandera de España, o porque ya se conocían de antes y sabían que defendían posturas opuestas, o vaya usted a saber, que eso aún no se ha dilucidado en los Tribunales.
En los últimos meses hemos conocido ataques de ultraderechistas a independentistas en manifestaciones en Valencia y ataques de independentistas a jóvenes de Sociedad Civil en Cataluña, unos y otros en defensa de sus “ideales”, de su modelo de España, de su sentimiento patrio, sin reconocer que el otro, también piensa y siente.
A diario, se registran ataques por homofobia, al grito de maricón, se agrede a quien se permite el lujo de demostrar en público que piensa y siente diferente al “estándar” de algunos. A diario, también, cientos de mujeres son agredidas por sus parejas o exparejas, algunas de ellas hasta la muerte. Violencia, violencia y odio donde quiera que posemos la vista.
Pero quiero poner el acento, no en los que se comportan violentamente, que merecen todo el reproche social y penal, sino en aquellos que antes de condenar un acto tan despreciable, preguntan quién era la víctima y quién el agresor, para, dependiendo de si es “de los suyos” o es “de los otros”, condenar, callar o, incluso justificar lo injustificable.
Nada más alejado de mi pensamiento político, claramente socialdemócrata, que el fascismo, la ultra derecha, pero por muy reprochable que me pareciera la manera de pensar de la víctima mortal de Zaragoza, jamás, jamás, jamás, podría empatizar con quien decide destrozarle el cráneo con una barra de hierro y rematarlo cuando cae casi muerto al suelo. Por ello, no entiendo esta nueva izquierda, estos de la gente, la casta y los unicornios rosas, que pretenden convencernos de que, por ser falangista, uno merece que lo maten a palos.
Del mismo modo, antipatizando profundamente con el movimiento “okupa”, con estos grupos antisistema que han decidido vivir renegando de boquilla del establishment, pero que al mismo tiempo se benefician de todas las ventajas que les ofrecen sus afines en los llamados ayuntamientos del cambio, jamás, jamás, jamás, podría justificar que un grupo de nazis los pateen en la calle porque están defendiendo que no se sienten españoles o se sienten catalanes o como les de la gana de sentirse.
No entiendo este mal vicio moderno de preguntarse: quiénes son los míos, antes de tomar partido, en lugar de fijarse en qué lugar está la decencia, la dignidad, la razón, la justicia. Soy socialista, lo he sido siempre y creo que siempre lo seré, pero eso no me inhabilita para darme cuenta cuando los míos se equivocan y, lo que es más importante, la lealtad a los principios y valores que habitan en lo más profundo de mi corazón, no solo no me obligan a callar ante el error, sino que me impulsan a denunciarlo en voz alta, a criticarlo y, si fuera preciso, a combatirlo.
Cuando alguien yace en el suelo sangrando y otro está en pie con un ladrillo, un cuchillo o un puño ensangrentado, no hay tuyos o míos, solo hay víctima y agresor y nuestro lugar está del lado de la víctima, porque es la violencia, estúpidos, y esa hay que combatirla siempre, venga de donde venga y se dirija a quien se dirija. Porque si hoy callamos o, lo que es peor, justificamos la violencia porque tal o cual se lo merecían, mañana seremos nosotros los que merezcamos que nos golpeen, a los ojos de otro.