Estoy temblando a pesar de ser verano. Es curioso, yo que no temo al frío porque nací un inmisericorde invierno en Kiev. Estoy llorando. No sé si de rabia e impotencia o de dolor y miedo. Porque la lucidez duele en tiempos de descomposición, más que nunca. Envidio a los necios, a los confiados, a los ignorantes, a los inocentes, a aquellos que se aferran a la mentira o aquellos que tienen esperanza.
«Desde hace unos días no cesan de llegar cadáveres anunciados a Auschwitz. Algunos no lo saben, creen que están vivos cuando todos sabemos que están muertos»
Desde hace unos días no cesan de llegar cadáveres anunciados a Auschwitz. Algunos no lo saben, creen que están vivos cuando todos sabemos que están muertos. Hombres, mujeres, niños, ancianos…cogidos de las manos, gritando, llorando, rezando, en silencio. Llegan de todos los lados. Muchos, todavía perplejos, sin entender el porqué. No comprenden por qué sus vecinos, sus amigos, sus tenderos con los que durante años han establecido los lazos de la cotidianidad y del afecto los han abandonado, los han señalado. Sé lo que sienten. He buscado en vano las miradas huidizas, la sonrisa ante unos labios fruncidos, ante el peso del silencio. Vienen a mi cabeza rostros y nombres. No puedo evitar recordar a Bernard Grasset, él fue mi primer editor; publicó en 1929 David Golder. Yo era entonces tan joven. Ni siquiera la envié firmada. Creía que no le interesaría a nadie. Bernard me buscó incansable, puso anuncios en prensa. Luego las cosas cambiaron. A veces las personas se separan, a veces los afectos se trasmutan, a veces se convierten en traición.
Solo tengo una certeza, no quiero morir. No soporto estar separada de Michel y de las niñas. No lo soporto. Lo intentamos todo. Creía que no sería difícil obtener la nacionalidad francesa. Los franceses aman mis libros. En el fondo sabía que era algo más que una forma de salvación. Amo a Francia. Escribo en francés. Adoro esa lengua de fonemas susurrantes, la lengua de mi amado Maupassant. En realidad, podría hacerlo en ruso, yiddish, polaco, inglés…Desde niña me he acostumbrado a ser extranjera. He deambulado por muchos lugares: Finlandia, Suecia…siempre huyendo, siempre tratando de encontrar un auténtico hogar en donde vivir en paz, en donde escribir en paz. Tampoco las creencias fueron para mí un problema. Respeto la religión de mis antepasados. Nací judía, pero cuando todo parecía derrumbarse comprendí que Dios solo es uno y que debía escoger el credo que mejor nos protegiera. No me importó abrazar la fe católica. No me importó. Ya hace tres años y parece un siglo, en ese momento en el que la inquietud se apodera de tu vida, se entreteje en tus pensamientos.
«Quizá cuando se ve de cerca la muerte se siente más cerca la infancia. Una infancia con la que no me he reconciliado, o sí. Ahora acude a mí insistente»
Quizá cuando se ve de cerca la muerte se siente más cerca la infancia. Una infancia con la que no me he reconciliado, o sí. Ahora acude a mí insistente. Tuvimos que salir de Kiev. San Petersburgo nos recibió deslumbrante. Odio pensar en 1917. Solo era una adolescente de catorce años, pero el recuerdo es nítido. Fue un tiempo de pérdidas en el que tuve la sensación de que todo lo que amaba parecía esfumarse. Al año siguiente mi padre nos dijo que debíamos marchar a Moscú. Fue la primera vez en la que sentí algo parecido a este temblor; ahora le puedo poner nombre, simplemente miedo. La ciudad no era un lugar seguro para ricos, judíos y protegidos del Zar. Allí me refugié en la lectura, en esa casa de cristales sucios. Leía, y releía. Me pasaba el día entero leyendo un librito fascinante: el Retrato de Dorian Gray, ese joven obsesionado por su belleza y el miedo al paso del tiempo, capaz de vender su alma al diablo; quizá me recordaba a ella. También a mi madre le aterraba envejecer. Cada vez que me miraba, veía en mí la prueba irrefutable de su madurez, de su decrepitud. Me obligaba a vestir ropas de niña para ocultar a la adolescente que emergía sin piedad ante sus asustados ojos. Yo era su terrible espejo, su particular maldición. Yo quería ser amada por mi madre.
Ahora que estoy esperando en la antesala del final, necesito aferrarme a momentos felices. Cierro los ojos y me veo en París. Caí rendida como solo se hace con el primer amor. Fueron años de fiesta, de descubrimiento, de lecturas. Adoraba asistir a mis clases en la Sorbona, leía incansable, charlaba sobre lo que más amaba, libros y libros. Fue entonces cuando conocí a Michel, Michel Epstein, el joven ingeniero con el que en seguida congenié. Supe que era él. Ahora es posible que quizá no vuelva a verlo. Resulta extraño no ver a alguien con el que has tenido la mayor intimidad, alguien sin el cual no concibes la existencia.
Todavía no hace ni un mes desde el maldito 13 de julio. Cuando me detuvieron tuve la sensación de que ya lo había vivido, quizá por haberlo imaginado tantas veces, por haber permanecido instalada en el miedo. El 17, subí al convoy número 6. Éramos cerca de mil personas. Muchos más hombres que mujeres. Íbamos hacinados. La mayoría eligió cobijarse en sus propios engaños. No los juzgo, el camino se hace así más llevadero. A pesar de todo, me consuela haber sido yo la que monté en el atroz vagón y no Michel o las niñas. Cuántas veces había rogado que, si llegaba, fuese yo.
«Ya no tengo siquiera la evasión de la escritura. Durante estos años he llenado cientos de cuadernos y he podido ajustar cuentas. Dicen que mi escritura es sutil, elegante, intensa»
Ya no tengo siquiera la evasión de la escritura. Durante estos años he llenado cientos de cuadernos y he podido ajustar cuentas. Dicen que mi escritura es sutil, elegante, intensa. De lo que estoy segura es de que de mi sufrimiento más profundo e íntimo ha sido capaz de surgir la belleza. Todo el mundo alaba El baile. En realidad, es una obra cruel. Creo que fascinan sus personajes; la pequeña Antoinette, esa adolescente vengativa; la niña a la que no dejan asistir al baile de sus advenedizos padres, fatuos, vulgares, ansiosos de ser aceptados en una sociedad a la que no pertenecen. «Catorce años, senos que ya pujaban bajo el estrecho vestido de colegiala, incomodando al cuerpo endeble, todavía infantil». La señora Kampf, Rosine, tan despreciativa con su hija, tan llena de ambición y vanidad: «¡Ah! Déjame tranquila, ¡eh!, no me molestas; mira que llegas a ser pesada, tú también, y Antoinette nunca volvió a darle otros besos que no fueran los de la mañana y la noche, que padres e hijos intercambian sin pensar, como apretones de manos entre desconocidos». Finalmente, Antoinette materializa su venganza, tras el arrebato, con displicente compasión: «Pobre mamá». No es Rosine, es Fanny. Mi madre vive en la Costa Azul gracias a la fortuna que amasó papá. Pobre papá. Le pedí ayuda a ella, si no para mí, para sus nietas. Quizá mamá me sobreviva, quizá mamá viva cien años y yo muera aquí sin haber llegado a cumplir los cuarenta. Solo he recibido silencio. La imagino indolente, indiferente, mimetizada con la Francia traidora, la que vitorea al invasor, la que mira a otro lado y calla. Ya no creo en la justicia divina, la ley de la compensación es una simple patraña para almas desesperadas. Ella nació Faïga, la hebrea, y se convirtió en la sofisticada Fanny. Si Michel y yo faltamos, espero que cuide de Denise y Elisabeth. Mis pequeñas y dulces niñas. Si no ha sido capaz de amarme a mí, quizá pueda llegar a amar a sus nietas y se redima. O quizá simplemente las ignore, como me ignoró a mí. No conozco el porvenir, pero no me arrepiento de haber ajustado cuentas con ella; también está en Bella Karol de El vino de la soledad; no disimulo mi dolor, mi desprecio, mi ira. Las generaciones venideras juzgarán a Fanny.
Ahora, ni siquiera me importa no haber podido firmar los últimos libros. Creo que Los Perros y Los Lobos será la última novela en la que se podrá leer mi nombre sobre la cubierta. ¡Malditas Leyes antisemitas que nos han arrebatado el nombre y la vida! Soy judía, me acusan de renegar de mi pueblo. Están equivocados. Al hablar de ellos, hablo también de mí. “A los ojos de sus habitantes judíos, la ciudad ucraniana de la que eran originarios los Sinner tenía tres zonas claramente diferenciadas, como las que se ven en ciertas pinturas antiguas: abajo, atrapados entre las tinieblas y las llamas del infierno, los réprobos; en el centro de la tela, iluminados por una luz pálida y serena, los mortales y en lo alto, los elegidos.”
Hasta el último día que me dejaron, estuve escribiendo, como seguiré respirando hasta el último momento. Veo a mis personajes junto a mí. Ahora sé que nunca terminaré Suite Francesa. Guardé mis cuadernos en una maleta. Los atesté con letra diminuta y muy apretada por si se acababa la tinta o el papel. Quizá he sido demasiado ambiciosa. Cinco partes, como una suite. Solo he compuesto dos. Solo dos. Pero los personajes no me daban tregua, me arrastraban en una huida dramática hacia un lugar incierto en el que el drama es el reconocimiento de las propias miserias cotidianas.
Me está subiendo la fiebre aquí echada sobre este camastro como un triste ataúd; en el delirio se cruzan ante mis ojos mis propias criaturas desesperadas, miserables, esperanzadas, solidarias, avariciosas, enamoradas, desengañadas, simples seres humanos que prefieren negar la evidencia porque la verdad resulta insoportable. “Por primera vez desde el comienzo de la guerra habían caído bombas sobre París. Sin embargo, la gente seguía tranquila. Las noticias eran malas, pero no se las creían”.
Yo también marcho junto a ellas en su peregrinar lúcido y desolado. Camino junto a los codiciosos Péricand “gente de orden”; el engreído escritor Gabriel Corte “Según el día, el Señor de los Cielos o un pobre autor aplastado por una tarea dura o inútil”; Los Michaud “ella tenía el pelo gris, pero su delgado rostro todavía conservaba parte de su belleza. Él era de estatura baja y tenía aspecto cansado y descuidado, pero, a veces, cuando se volvía hacia ella, la miraba y le sonreía, una llama burlona y tierna iluminaba los ojos de su mujer, la misma, pensaba él, sí, casi la misma de antaño” …
Camino, fundida como un fantasma junto a todos ellos, desolada hacia la nada, hacia ningún sitio, o quizá, sin saberlo, hacia la eternidad.