«Ocurrió en Antón Martín»

Es temprano, afuera llueve como si el demonio se hubiera puesto a llorar y no tengo ganas de levantarme de la cama. Así que os contaré una historia…

Ocurrió hace años en Antón Martín. En un bar de mala muerte y peor vida; de los de orujo, pacharán y escupir el hueso de aceituna haciendo canutillo con los dedos. Yo estaba completamente borracho. Llevaba casi un día sin pasar por casa y no quería volver a encerrarme en ese castillo de cartas desolado. Así que paré en una fonda de esquina sin nombre ni cartel y entré. No podía recordar dónde había dejado a mis amigos, dónde había perdido mi chupa de cuero y por qué tenía un arañazo en el muslo. Pero entré de todos modos.

La tasca estaba a oscuras. El camarero, frío y alto como un poste eléctrico, sacaba lustre a una jarra que estaba pidiendo a gritos descanso y jubilación. Me miró, descubrió mi estado con el ojo clínico del limpiabarras que ya va a cumplir los sesenta, y esperó a que pidiera. 

Veréis… Cuando tengo que decidir entre una opción mala y una peor, yo elijo por instinto, magia y casi alquimia una tercera vía, una opción que es aún más dañina y desacertada que las dos anteriores. De ese modo, aunque mi hígado se hubiera retirado de la batalla un par de horas antes, abrí mis labios resecos, puse a funcionar mi lengua de trapo y dije de forma automática: “Jefe, un brugal cola… y dos churritos”. El camarero, que lo había visto todo, me sirvió el pedido con eficiencia y la dosis justa de apatía y repulsión. Cogí mi rico desayuno y me acerqué a una mesa apartada al fondo del bar. 

Estaba a punto de llegar el peligroso momento del amanecer en que reflexiono sobre qué cojones estoy haciendo con mi vida cuando descubrí que no estaba solo. Una anciana con pamela y profundos pliegues en su piel estaba sentada en una mesa cercana, su silueta recortada sobre un vano sucio que daba a unos servicios intuyo más sucios. Removía su café con una pequeña cucharilla. Sus movimientos eran despistados, lentos. Sin embargo (y a pesar de ello), el tintineo del metal con el borde de la taza parecía tener un ritmo, un sentido. Tic… Tic… Tic… El golpe de la cucharilla con la cerámica creaba una sinfonía involuntaria que por algún motivo me trajo algo de paz, una dosis de sobriedad. Miré a la señora. 

La anciana llevaba un vestido de flores perfectamente planchado, su mirada de venas rotas se perdía más allá de las paredes de la fonda y sonreía. Parecía feliz, como si todos los problemas de la vida hubieran pasado como un huracán y ella hubiera resistido en pie, con sus miembros huesudos y consumidos, con su chepa y su bastón. Aguantó el temporal, no habían logrado tumbarla. Con su cuerpecito de pajarillo resistió los envites de una existencia que siempre entra a matar. 

El camarero, frío y alto como un poste eléctrico, se dio cuenta de la dirección de mi mirada y me dijo que no era el primer fantasma que venía a tomarse un café a su bar. Doña Rosario había muerto hacía seis horas de un infarto y su cuerpo yacía ahora pálido y rígido en el tanatorio de la M-40. “A veces vienen aquí los fantasmas y se sientan”, dijo el camarero, “no molestan ni pagan pero hacen compañía. Barrio viejo, muchas muertes”.

Volví a mirar entonces a la anciana. No era el primer fantasma que veía en mi vida ni sería el último. Pero este era distinto. El fantasma de Doña Rosario sonreía. La curvatura de sus labios arrugados parecía decir: “Llevo luchando toda mi vida por esta sonrisa y la voy a disfrutar”. 

Bebí de un trago mi brugal cola, me comí los dos churros y pagué.

Me fui a dormir.

 

«Generación»

La abuela Jacinta murió como vivió; sin dar ruido. Y al morir, vio la clásica luz al final del túnel. Resulta que era verdad. Vaya luz hermosa y deslumbrante. Como un rubí de los buenos. La vieja caminó hacia el mágico resplandor muy despacito, paso a paso, bien agarrada a su bastón. Llegó al final del túnel. 

Y entonces apagó la Luz.

“Qué manera tonta de hacer gasto, coño”. 

Jacinta se perdió entonces más allá de la oscuridad, estando en paz.

Era de una generación a la que no le gustaba derrochar.

Dedicado a todos los que se han ido.

 

«Él y ella»

Los dos únicos supervivientes del Apocalipsis, Él y Ella, salieron a la calle vestidos con sus trajes antirradiación y sus máscaras antigás.

Se amaban. 

Llevaban meses encerrados bajo tierra en aquel búnker y habían aprendido a quererse como se quieren los seres solitarios. Él puso su canción preferida en una vieja gramola y la voz rasgada, sentida, excesiva, de un cantante italiano rompió el silencio entonces de aquella calle desierta, de aquella ciudad vacía desde hacía semanas.

Las notas tristes de la balada se filtraron entre los cristales rotos de los coches, entre los carritos de bebé abandonados, se perdían en las cuencas vacías de los cadáveres. 

Ella, al escuchar la música, sonrió bajo su máscara. Él le tendió la mano… Y bailaron. Y siguieron bailando. Y una tenue lluvia ácida comenzó a caer sobre sus trajes. Pero ellos bailaron y bailaron. 

En el mundo solo estaban los dos.

No necesitaban a nadie más.

 

«Canción de cuna»

Ella partió de su aldea con su bebé en brazos buscando al mejor músico del mundo. Quería que le escribieran una canción de cuna. Una canción especial que no debía dormir al niño sino despertarlo. Hacer que respirara. 

¿Cómo es una nana para un bebé que nació muerto?

 

«Plato combinado número 5»

Mercedes sentía que el plato combinado número cinco había empezado a odiarla. Llevaba dos años seguidos pidiéndolo en el restaurante que había en la esquina de la calle, junto a su oficina. Eran dos huevos, chuleta de Sajonia, pimientos y patatas. Mercedes se dio cuenta de que el plato combinado empezó a odiarla porque la recibía con frialdad. Al principio pensó que sería cosa del cocinero, de las comandas, de los camareros. Después se dio cuenta de que era algo entre el plato combinado número cinco y ella. Esa frialdad fue solo el principio. Después vino el desdén: A veces el plato no traía las veintiocho patatas que solía, o los pimientos estaban poco hechos, o la yema de los huevos ya estaba estallada, quitándole a Mercedes ese placer secreto de reventar y mojar que siempre la había animado. Un día Mercedes vio que su compañera de trabajo pedía también el plato combinado número cinco. Su amado plato combinado. Más bello que nunca, las patatas más radiantes, los pimientos sonrientes, la chuleta de sajonia brillando como un lucero. Cuando Mercedes vio cómo su compañera se llevaba los huevos fritos a la boca sintió celos. 

Fue la primera persona a la que envenenó. La primera de muchas. Nadie comería su plato combinado número cinco. Nadie estropearía su amor.