Fotografías Maite López
En su anterior libro, El amor del revés (Anagrama), Luisgé Martín nos contó cómo, tras ser una cucaracha avergonzada de su condición homosexual, se transformó en persona, a la inversa que Gregorio Samsa. Para decirnos ahora, en este, El mundo feliz (Anagrama, noviembre 2018), que “la vida (la de cualquiera de nosotros) es un sumidero de mierda o un acto ridículo”, en el mejor de los casos.
Según Camus, no hay más que un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Luisgé trata de convencernos de que si reformulamos está cuestión empleando un sujeto colectivo y no un sujeto individual, llegaremos a preguntarnos si no es el suicidio social el único problema político realmente serio. Acabar con la especie humana tal y como la hemos concebido a lo largo de la historia y como la seguimos concibiendo.
Como reza en el subtítulo, Una apología de la vida falsa, Luisgé plantea como solución la felicidad artificial que nos proporcionarán los avances tecnológicos y la robótica; el transhumanismo como posibilidad de una vida eterna. En definitiva, el soma de Huxley o el Matrix de las hermanas Wachowski.
Me cito con él, por mera comodidad logística, a las 11:30 h. en la estación de Atocha, frente a la escultura del viajero. Mientras le espero y mi compañera Maite hace pruebas de luz para las recurrentes fotos, me pregunto si precisamente una estación no será una buena metáfora de ese sumidero donde confluyen nuestras insustanciales vidas.
Conocí a Luisgé con La misma ciudad y desde entonces le he leído de una manera desordenada (quizá la manera correcta de leer), saltando de adelante a atrás en su bibliografía, pero con la sensación de que parte de sus obras las podía haber firmado yo mismo, no por la calidad de mi prosa, sino por la parte de argumentario compartido. Mi admiración por él, por lo tanto, queda confesada.
Cuando llega nos abrazamos de manera contenida —me pregunto si esa contención no es un residuo de su época de cucaracha— y le propongo tomar una caña en una de esas cafeterías de paso que hay en cualquier estación. Se anticipa a pagar con unas monedas que saca del bolsillo que ya tenía preparadas. Le agradezco el detalle y nos sentamos en unos sillones más cómodos de lo que aparentaban.
Luisgé es un tipo de escucha atenta, inteligencia rápida e ingenio vivo y sutil. Oculta y descubre sus ojos agudos con unas gafas que se quita y se pone sin que parezca responder a un criterio óptico, sino más bien a mera coquetería instrumental.
Se siente a gusto en la pelea dialéctica. Disfruta con ella. Se reconoce en ocasiones “un broncas” del debate intelectual. Aparentemente se muestra seguro de sus ideas, aunque afirma que la duda cartesiana le acompaña permanentemente a la hora de pensar.
Damos un sorbo a las cañas, nos preguntamos de manera cortés y obligada por “nuestras cosas” —hacía un año que no coincidíamos— y enciendo la grabadora.
–Tu anterior libro, El amor del revés, un libro autobiográfico; este último, El mundo feliz, un ensayo. No sé si has dejado de creer en la ficción como método de conocimiento, como escritor y como lector.
—No, no he dejado de creer en ella, pero sí responde a dos cosas. Por un lado, al espíritu de los tiempos. Ahora cada vez la no ficción, en toda su dimensión, está cobrando más vigor: la crónica, el libro memorialístico, el ensayo, etc., etc. Y por otro, hay una cierta razón de edad. Llega un momento, lo he hablado con otros escritores que hemos publicado este tipo de libros en los últimos años, y coincidíamos en que existe una cierta perplejidad ante la idea de crear ficción: ¿Para qué?, si yo puedo tirar de mis propias fuentes.
En todo caso, El mundo feliz era una deuda pendiente conmigo mismo. Nunca había escrito ensayo y quería hacerlo desde hace años, aunque siempre se me habían ido superponiendo otros proyectos.
—¿Y te ha resultado más difícil, más gratificante…?
—Mucho más complicado, sin duda. Como todo en la vida, tiene unos resortes y una maquinaria que aprendes a construir. Existe una cocina que yo desconocía. Aunque había escrito una especie de seudoensayo, el Premio Llanes, era algo mucho más autobiográfico con la libertad que eso implica, incluso la de la invención. También he escrito artículos, pero en el mejor de los casos, son mil palabras.
Este es el libro en el que desde el primer borrador hasta el resultado final ha habido más modificaciones.
—¿De estructura o de contenido?
—No, de contenido no. Pero sí añadidos. Sí, en el fondo de estructuras. De pulir, de añadir, de apuntalar afirmaciones que yo me daba cuenta de que estaban mal sostenidas y era necesario reforzar.
—Agradeces el libro tanto a tus charlas gastronómicas, y sobre todo a los comensales que han participado de ellas, donde se ha fraguado tus ideas, como a los autores de los que has mamado. En ese sentido, Comte decía que dejó de leer para no contaminarse de las ideas ajenas y averiguar cuál era su propio pensamiento. ¿Cuánto le debe Luisgé a esos autores que ha leído, si es que esto importa, a lo largo de su vida en su manera de pensar?
—Tengo la sensación de que a partir de una determinada edad uno no imita, ni siquiera involuntariamente, sino que ha metabolizado. A no ser que sea un gilipollas, claro. Es evidente que aquí hay lecturas expresamente citadas y autores lo suficientemente importantes para que mi pensamiento esté construido a través de ellos. Pero con todo eso Luisgé hace una termomix en su cabeza y sale un pensamiento adecuado a uno mismo.
El ensayo responde tanto a mi voluntad provocadora, como a mi voluntad de duda metódica cartesiana, que es de las pocas cosas que aprendí en el primer curso de filosofía de bachillerato y que es algo que me ha servido para todo: la discusión política y la discusión intelectual. Y está ahí también la voluntad de ir a contrapié de algunas cosas que creo que son falsas.
—Aun estando de acuerdo con tu ensayo en lo sustancial, ¿no parte de la falsa afirmación de que todo el mundo llega, más tarde o más temprano, a la conclusión de que la vida es ese sumidero de mierda o ese acto ridículo, como tú la catalogas? ¿Crees que el 90% de las personas se cree infeliz? ¿Incluso las personas que no se plantean la felicidad desde esa altura intelectual que tú lo haces?
—Absolutamente. Incluso creo que son más infelices en un balance final y en un período largo de su vida.
A poco que uno observe a su alrededor la vida de gente que no tiene inquietudes intelectuales, que no se pregunta cosas, que vive más epidérmicamente o que simplemente se deja llevar, ve que gasta todo el tiempo en trabajos que no le interesan nada o que tienen unas vidas carentes de emociones. El uso de pastillas y tranquilizantes desde hace años va en aumento. Las rupturas amorosas o la desolación es continua.
Yo creo que la gente no es feliz. Si yo creyera que la gente es fundamentalmente feliz y que yo no lo soy porque he leído mucho o me he cuestionado cosas, desde luego habría escrito otro ensayo o buscaría la solución para mí.
—Pero no es una cuestión de buscar soluciones para uno mismo, sino de si la inteligencia es una condena, como decía Unamuno. Tú dices, algunos llegamos antes, yo creo que algunos ni siquiera llegan. Viven en su propio Matrix, al que tú aludes todo el tiempo y, como tú dices, si alguien se cree feliz (una apología de la vida falsa), aunque sea de manera falsa, es que lo es.
—Insisto, yo creo que no lo son. Mi madre ha sido probablemente la persona que he tenido cerca que más encajaría con ese perfil de un rol preestablecido. Lo ha hecho bien, ha criado tres hijos…, lo ha hecho de puta madre. Ha tenido momentos mejores y peores, pero básicamente una vida satisfactoria. Y, de un tiempo a esta parte, sin ningún tipo de procesamiento intelectual, llega a reflexiones muy parecidas a las que puedo llegar yo. Es decir, a esa perplejidad (incluso a pesar de ser creyente) de que se va a morir y no quiere irse. Está descubriendo, aunque no lo verbaliza de esa manera, que la vida no tiene sentido. Vive con una angustia reducida en el tiempo, claro, porque uno no puede vivir diariamente con esa angustia. Pero sí es consciente de ella.
Por lo tanto, cualquier persona que estamos caracterizando con este perfil más epidérmico, creo que lo pasa peor. A mí la literatura, el arte, la sublimación de ciertas cosas, me ha salvado la vida. Ahí gente que no tiene ni siquiera eso y se le acaba su mundo cuando se deteriora físicamente, cuando ya no folla, cuando sus hijos se han ido de casa…
«Yo creo que la gente no es feliz. Si yo creyera que la gente es fundamentalmente feliz y que yo no lo soy porque he leído mucho, desde luego habría escrito otro ensayo o buscaría la solución para mí»
—Sin embargo, yo no creo que la literatura, o el arte, nos convierta en mejores personas o nos salve especialmente de nada.
—Completamente de acuerdo, yo tampoco lo creo. Lo que pasa es que para algunas personas sí es una salvación y has de reconocerme que, a los que nos gusta leer, gozamos de una ventaja respecto a los que no les gusta leer, el concepto de aburrimiento desaparece. Yo jamás he tenido la sensación de aburrirme.
Pero yo lo decía más bien en el sentido de que el arte, o la literatura, lo que sí que hace es entrenarte el músculo de la duda y probablemente sí, como tú decías antes, te predispone más a ser infeliz porque te cuestionas cosas que si vivieras más epidérmicamente no te cuestionarías.
—Eres una persona que te reconoces vehemente, que te metes en todo tipo de charcos discusivos, que te expones con tus ideas. Sin embargo, es un libro absolutamente nihilista. A pesar de que uno no tiene por qué predicar con el ejemplo de lo que escribe, ¿para qué escribir, para qué opinar, qué importa que mañana gane Vox las elecciones, si, según El mundo feliz, la moral, la justicia, etc., son valores inventados? ¿Por qué empeñarse constantemente en defenderlos entonces?
—Aquí hay dos niveles de discusión. Uno el mundo en el que vivimos, o en el que vivo yo y en el que sé que voy a vivir (probablemente no mi sobrina de cinco años). Y en ese mundo sí que hay cosas que afectan a la felicidad de las personas, llamemos felicidad a lo que lo llamemos…
—Sí, pero, según usted mismo expone (o más o menos) en su ensayo, es intrascendente comparado con la eternidad de la nada…
Sí, eso es verdad. Pero nadie, ni Ciorán ni Camus, ni ninguno de los nihilistas, ha renunciado nunca a defender la irracionalidad de la propia vida. Una cosa es que tú llegues a esas conclusiones y otra cosa es que al final uno participe de esa ridiculez que es la vida.
—Según Camus el único debate serio es el suicidio. Tal y como tú lo expones, casi diría que ni siquiera existe ese debate, sino que es la única opción posible.
—Bueno en el libro lo que planteo es llevar ese suicidio individual al colectivo. No en el sentido literal (aunque me parecería válido porque cada vez entiendo menos para qué estamos aquí como especie), pero sí en el sentido de algunas renuncias épicas o correcciones. Deberíamos aceptar algunos parámetros de avance social, que significarían en cierta medida un suicidio y, sin embargo, son buenos.
Pero yo mañana me voy a Dubai y no tengo ninguna necesidad de suicidarme. Si yo me lo paso bien. (Risas).
Aunque soy una persona con una cierta propensión a la melancolía y al pesimismo. Ayer estaba buscando frases para un cuadernito que estoy escribiendo y había una de Raymond Aron que decía algo así como que lo que pasa por optimismo siempre parte de un error intelectual. Creo que es verdad.
Al final esa disociación entre cómo pensamos y cómo vivimos es la pura supervivencia de las células, de lo biológico.
Yo disfruto mucho de las cosas que hago (bueno de algunas menos): de la lectura, de un vino, de viajar, de estar con amigos, de hacer una entrevista… Pero soy consciente de que eso es una gota de nada, dentro de una nada.
«Raymond Aron decía algo así como que lo que pasa por optimismo siempre parte de un error intelectual. Creo que es verdad»
—Hablas de los avances tecnológicos como una solución casi para obtener la eternidad. No te imaginaba tan amante de la robótica y la tecnología, pese a que tampoco te tenía por un romántico. (Risas). Parece que hay una cercanía a esa eternidad tecnológica que tú planteas, incluso algunos científicos la fechan alrededor del 2050. Sin embargo, la moral parece estar más lejana.
—Por supuesto, somos terriblemente pacatos. Date cuenta de que hasta hace poco se decía que si te masturbabas te quedabas ciego.
¿Cuál es el problema de que a dos bebes se les haya manipulado genéticamente para que no puedan contraer el VIH? Y todavía voy más allá, seguramente si a dos corredores se le implantase lo que sea para que en vez de correr en 10 segundos lo hiciesen en 8, nos parecería mal. ¿Por qué? Necesitamos esa búsqueda de la épica constante. Mi teoría es la contraria, más vale una felicidad falsa que una vida auténtica llena de épica, pero desgraciada, carente…
—El capitalismo paradójicamente nos llevará al comunismo y a la liberación del trabajo, o algo parecido asegura en su ensayo, ¿esta idea la hubiese firmado el mismísimo Albert Rivera?
(Risas).
—Yo soy optimista en ese sentido, no lo voy a ver seguramente, pero sí que creo que todo lo que tiene que ver con la robotización va a liberar al mundo del trabajo, que es, desde mi punto de vista, una condena bíblica (el autor del génesis mejor no lo ha podido hacer). A mí mismo cuando he tenido que escribir por encargo, me ha parecido terrible. Las cosas que uno hace para ganar dinero, para sobrevivir, por obligación, son el infierno. Yo creo que la robotización, los avances tecnológicos van a construir un mundo laboral completamente distinto al que hemos conocido.
El único problema va a estar en el reparto de la riqueza. Tengo la intuición de que durante un periodo de transición sí que va a haber sangre. Va a haber gente que va a sufrir, que lo va a pasar mal. Pero la propia lógica dice que se llegará a un momento en que los robots trabajarán y nosotros nos dedicaremos a lo que realmente queramos.
—¿Pero no crees que parte de la felicidad humana se basa en que el otro no lo sea? ¿Tú crees que se permitirá que todo el mundo acceda a ese nuevo orden tecnológico, si quieres llamarlo así? ¿No crees que cuando todo el mundo es feliz dejamos de percibir nuestra propia felicidad?
No, no lo creo. A pesar de no ser una especie especialmente defendible y bondadosa: somos celosos, envidiosos, etc., como yo mismo sostengo. Pero yo no creo que la felicidad sea un producto en escasez. Si se reconstruye de esa manera la sociedad, Cristiano Ronaldo, por ejemplo, seguirá siendo exactamente igual, porque tú podrás ir a cenar a un sitio de lujo una vez y él todos los días, pero a ti te dará igual.
—Pero en el mundo virtual que usted dibuja en el libro, en esa especie de Matrix, todos podemos ir a cenar a Dubai todos los días, aunque sea virtualmente. Ya nadie podrá presumir de ello. Era como cuando eras adolescente y lo importante no solo era practicar sexo, sino contarlo…
—Ah, sí, sí, ahora te entiendo. ¿Pero a ti esto te sigue pasando?
—A mí nunca me pasó, entre otras cosas porque apenas ligaba. (Risas). Pero ¿no crees que como sociedad estamos todavía en la adolescencia?
Yo creo que en ese tipo de sociedad esa percepción cambiaría porque ese valor habría perdido su sentido. Sin entrar en otras cosas (como que para la envidia también se podrán tomar pastillas que la curen), en esa sociedad lo que uno valorará será más su propia satisfacción sobre la posibilidad de presumir de esa satisfacción.
—¿No crees también que en parte la felicidad depende de la infelicidad? Es decir, que tú te sabes feliz porque también conoces la infelicidad.
—Yo llamo felicidad a una sensación de paz, no de júbilo. Hay veces que entendemos la felicidad en contraste, como dices, a la normalidad o la infelicidad (por simplificar esos tres grados en los que vivimos), pero yo cuando hablo del mundo feliz hablo de esa sensación que podemos tener en esas burbujas de tiempo, por ejemplo, durante esas vacaciones donde no te ocurren cosas memorables, pero están llenas de esa pequeñez que es la felicidad: tener tiempo para ti, compartirlo con amigos, tu pareja o tu amante… Esa es la felicidad. Y eso no tendría por qué ser modificado si no existiera la infelicidad. Pero incluso yo estoy yendo mucho más allá; estamos hablando del soma de Huxley. Estamos hablando de drogas.
Estamos hablando de cómo construir la ilusión que no podemos construir con la realidad.
—Parece que hay una cercanía a esa eternidad tecnológica que usted plantea, como le decía algunos la fechan alrededor del 2050. ¿No le da pena poder rozarlo con los dedos y no disfrutarlo finalmente?
—La respuesta es categóricamente sí. (Risas).
Lo llevo diciendo mucho tiempo: estoy jodido porque creo que he nacido 20 años antes de lo que debería haber nacido. Tengo ahora mismo 56, quizá pueda vivir 30 más, ya viejito. Yo creo que en el dos mil cuarenta y pico muchas de estas cosas las voy a ver. Otra cosa es que sean inaccesibles para mí porque llegaré ya con el cuerpo completamente desgastado. Con lo cual esa sensación de “me cago en la hostia” será mayor, claro.
—¿Qué hay en un ensayo y en este en concreto, como comentabas, de provocación, de vanagloria intelectual, y que parte de opinión real mantenida al 100%?
—Yo soy provocador en todos los ámbitos de mi vida, para bien o para mal, incluso conmigo mismo. Como digo en los agradecimientos, soy un broncas en las cenas, soy capaz de defender, a veces, una cosa y su contraria. No por actitud sofista, sino porque creo que hay algunos ángulos que depende con quien los estés discutiendo pueden ponerte en el lado contrario y haber miradas verdaderas. Pero cuando yo me siento a escribir lo que está ahí, con algunas partes de las que yo mismo dudo (pero creo que también lo reconozco), es lo que pienso. Y de vanagloria intelectual, ninguna. Tenía más miedo que otra cosa.
«Estoy jodido porque creo que he nacido 20 años antes de lo que debería haber nacido. Tengo ahora mismo»
—¿Miedo? Con una carrera literaria sólida a las espaldas, ¿todavía tiene esa inseguridad?
—Sí, claro, siempre, y mucho más cuando estás escribiendo un ensayo y poniendo ideas que son cuanto menos extravagantes.
Hace mucho tiempo, esto lo da la edad, una crítica negativa me amarga la tarde, ya no. Pero sí, la inseguridad, hasta recibir un feedback de los lectores, existe.
—Eres agente literario, además de escritor. Decía Bértolo, en un tweet reciente, que los escritores no producen hoy en día literatura, sino que es la maquinaria/literatura la que produce escritores. ¿Está de acuerdo?
—No estoy de acuerdo con Constantino casi nunca, porque tiene las gafas marxistas de mirar el mundo y no son mis gafas. Lo que pasa es que Constantino sí que apunta hacia algo en lo que yo sí que estoy de acuerdo y es que eso que llamamos la literatura de autor antes conseguía meter cinco libros entre los diez más vendidos y ahora ninguno. Sí que la maquinaria, pero no de los grandes grupos (que también existían antes) ha devorado la clase media literaria. Pero yo todos los años sigo descubriendo autores.
Me interesan muchísimo todo lo que se está haciendo en Latinoamérica. Durante este tiempo que he dirigido Eñe he descubierto cosas estupendas y, por supuesto, también en España y en todo el mundo.
La mayor parte de esos 15000 lectores nucleares que vamos a las librerías seguimos leyendo otro tipo de libros que no son los bestsellers.
—No crees que hay un cierto ensalzamiento hacia la novela autobiográfica, que últimamente copa las mesas de novedades. Sus ventas no se basan más en el morbo que en una calidad literaria real.
—Yo creo que es una polémica falsa, de verdad. Alimentada por las redes. No entiendo por qué hay que clasificar, catalogar o poner límites. ¿Hay mierdas dentro de eso que llamamos “las novelas autobiográficas”? Por supuesto. ¿Hay mierdas en la ficción? Probablemente más porque hay más ficción.
¿Tiene que acabar ya la literatura autobiográfica? ¿Por qué? Si hay una serie de libros válidos que tocan a través de su vida la conciencia del lector, ¿cuál es el problema?
Insisto, tengo la sensación de que es una polémica creada, que no se atiene a la realidad. A mí me parece bien que los escritores que usen el yo como punto de partida. Luego se hará bien o se hará mal.
Hay gente que solo es capaz de mirar desde su yo y gente que es totalmente incapaz. Las dos posiciones son absolutamente válidas.
El otro día escuchaba en una mesa redonda en la que participé “porque yo creo que la gente que escribe desde el yo lo que hace al final es disfrazarse más”. No hagamos categoría ni dogmas de algunas cosas que no la tienen y que no son impostadas e innecesarias. Luego que haya gente que se apunte a una moda, pues bueno…, eso siempre ha sucedido.
La crítica solamente responde a otro de los efectos perversos de las redes sociales. A mí me parece bien la gente que solo escribe novela inventada de ciencia ficción y la gente que hace de todo.
Después de una hora de entrevista, Maite nos reclama para las inevitables fotos. Las cañas se han consumido hace rato y yo tengo la sensación de que, a pesar de toca que poner punto final a la conversación, esta acaba de comenzar.
Nos levantamos y mientras él sufre el rigor del flash y se finge natural, como corresponde, seguimos conversando de literatura y de nuevos autores que a ambos nos interesan.
Me confiesa de camino su intención de volver a la ficción con una novela acerca de la infidelidad.
Nos deseamos suerte y no despedimos con otro abrazo contenido.
De camino a casa me doy cuenta de que, como un mal groupie, se me ha olvidado pedirle que me firme mi ejemplar.
Una buena excusa para otro reencuentro.