El New York Times, siempre tan a la vanguardia en cuanto a noticias escalofriantes se refiere, ofreció hace ya un par de años un simpático test en el que los lectores eran invitados a leer varios textos y adivinar cuáles habían sido escritos de manera autónoma por un ordenador y cuáles por un ser humano. Ya han imaginado cuál fue el resultado del experimento, ¿verdad? Efectivamente: los lectores equivocaron de manera catastrófica qué había sido redactado por una inteligencia humana y qué por un escritor. Yo mismo hice el test y adjudiqué equivocadamente cuatro de cada diez textos mecánicos. Formar parte del experimento me trajo la reflexión sombría de que, en un futuro no muy lejano, el escritor medio y bajo puede ser más que prescindible –probablemente el verdaderamente artista siempre logre situarse lejos del producto de una máquina, o al menos prefiero pensar eso–, convirtiéndose en un oficio tan relegado y condenado al olvido como el de telegrafista.

Resulta sencillo encontrar en internet ejemplos de robots que pintan, esculpen o fotografían con el gusto de un maestro. Ya hemos conocido engendros mecánicos que juegan al ajedrez mejor que cualquier campeón (¿recuerdan al ordenador Deep Blue humillando a Kasparov?). El último prodigo en derrotas a la inteligencia humana se llamó AlphaGo, dejando en la cuneta sin esforzarse demasiado a los campeones de ese juego asiático milenario llamado Go. Cuando se comparte con los expertos nuestro miedo al poder de la inteligencia artificial, intentan tranquilizarnos asegurando que por ahora  el límite se encuentra en que el ordenador es capaz de ser mejor que nosotros en una cuestión concreta, pero todavía no hay una máquina que pueda responder adecuadamente a todo lo que nosotros hacemos. Es decir, el cerebro humano, comparado con el artificial, es mediocre en muchísimas más tareas, por lo que al final vence por cantidad y adaptabilidad. No sé a ustedes, pero a mí la cuestión no me tranquiliza nada.

No resulta difícil pensar que, según la inteligencia artificial gane cualidades, los humanos podemos perderlas. Confiar en las máquinas y en lo que ellas pueden hacer por nosotros inevitablemente lleva a que les transfiramos habilidades que antes nos eran necesarias. Intenten recordar cuántos números de teléfono realmente mantienen en su cabeza. Muy pocos, ¿verdad? Casi ninguno. Quizá ni siquiera sepan de memoria el número móvil de sus padres, de su pareja, de sus hijos. Probablemente sólo recuerdan aquel que ya conocían antes de que el móvil entrara en nuestras vidas. Les viene a la memoria ese teléfono fijo del domicilio de sus abuelos, de sus tíos, el de su propia casa. Aquel que tenía una rueda que debíamos girar y que ahora nos parece un artículo tan de otro tiempo como un arco y unas flechas.

Ya he oído a más de un profesor que, con la pretensión de hacerse el moderno, anuncia a sus alumnos que pronto no habrá que aprender nada de memoria porque todo estará en internet. Eso es como decir a un agricultor que no hay que coger naranjas porque están en el árbol. Las personas que piensan que internet es conocimiento olvidan la premisa más importante de cualquier proceso cultural: que la inteligencia no se encuentra en la respuesta, sino en la pregunta. Quien no sabe nada no buscará nada.  Aprovechan internet las personas que son conscientes de lo que les puede ofrecer. Si eres una masa humana sin gustos profundos y careces de la educación sentimental y cultural apropiada, te bastará con la primera canción que te ofrezca youtube y los chistes que te manda tu colega por el móvil. No buscarás más porque no tendrás otros intereses que satisfacer. Todo lo que he dicho hasta ahora puede resumirse en la afirmación de que el futuro al que nos acercamos estará poblado de máquinas cada vez más inteligentes y humanos cada vez más estúpidos.

La confianza en las máquinas nos va a debilitar mentalmente, no me cabe duda de ello. Nos va a convertir en seres tremendamente perezosos a la hora de recordar algo, porque siempre tendremos algún aparato cerca que lo pueda hacer por nosotros. Las mismas personas que antes miraban al cielo para adivinar si llovería al día siguiente, y buscaban señales de lo que podría ocurrir según el viento, el color de las nubes, la humedad y todos esos parámetros que anuncian la meteorología, hoy no pasan de asumir lo que les cuente la pantalla de su móvil.

Yo no me preocuparía de si en el futuro las máquinas podrán pasar el test de Turing. Ya saben, esa prueba de habilidades que pretende demostrar si nos encontramos ante una máquina o una inteligencia humana. Si recuerdan la película Blade Runner original, Harrison Ford somete a un androide al test de Voight-Kampff, recreación ficticia inventada por Philip K. Dick del test de Turing. Lo que me preocupa en el futuro no es si alguna vez las máquinas serán capaces de superar esa serie de preguntas y supuestos, sino si los humanos serán capaces de realizarlo con éxito.

Ahora miren este texto. Léanlo bien. Vuelvan a leerlo y decidan si están seguros de que esto que acaban de leer lo ha escrito un señor que se llama Ruiz Pleguezuelos o una serie de circuitos conectados que balbucean en la simpleza de su lenguaje de números uno y cero.