En octubre de 1991 una enorme y profunda depresión, una borrasca extratropical, se dirigía desde los EEUU hacia el Océano Atlántico. Un ciclón tropical, que llegó a ser huracán y recibir el nombre de Grace, realizó un brusco cambio de sentido, cruzándose con ella. De su fusión nació la llamada Tormenta Perfecta, un organismo que generó vientos arrolladores y olas que alcanzaron los 30 metros de altura.
La enorme y profunda depresión de la sanidad pública española se fue conformando, poco a poco, amasada por cuanto político alcanzaba a poner sus manos sobre ella. A principios de siglo, el boom del ladrillo sanitario, las privatizaciones -más o menos encubiertas- y los recortes campaban a sus anchas por la red asistencial. En paralelo, las comisiones del 1, 3 o 5% -de sobra conocidas pero bien calladas- tomaban carta de naturaleza y la corrupción hacía desaparecer el dinero de todos en locales de alterne y prostíbulos, en mítines electorales o en bancos andorranos. Desde Andalucía a Cataluña, pasando por Madrid, Valencia y demás Comunidades, la sanidad menguaba mientras la casta política engordaba con sus logros. La crisis de 2008, el hachazo que recibió el sistema con los recortes del Gobierno entre 2012 y 2017, la explosión de las mareas blancas…, todo eso es historia, pero recordarlo sitúa el momento actual en su marco correcto.
En 2006, España tenía de media 329 camas hospitalarias/100.000 habitantes. En 2016 el número había bajado hasta 297.
Por referenciar alguna comunidad de las más depauperadas, Madrid tenía 340 camas/100.000 en 2001, bajando a 310 en 2006 y a 277 en 2019.
https://www.smandaluz.com/noticia/2292/andaluca-a-la-cola-en-nmero-de-camas-hospitalarias-por-habitante. Peor aún Andalucía, que contaba con 217 camas en 2019. Por debajo solo Ceuta y Melilla, esta última con el triste récord de 189 camas.
Respecto a las UCIs, en 2005 se computaban 4.975 camas de Medicina Intensiva, en 2013 eran 4.738 y 4.404, incluida sanidad privada, a primeros de este año.
Debilitada y todo, la sanidad pública seguía siendo ejemplar. Ganas, formación, compromiso y esfuerzo personal hacían que, aun cuando el tejido asistencial tuviese las costuras siempre a punto de estallar, la sanidad aguantase. Y con clase.
Entonces, a la depresión sanitaria se unió un segundo fenómeno: el Gobierno y su postura ante la pandemia por COVID 2019.
Se ha dicho que el coronavirus era algo nuevo, que no había datos, que no se sabía….
Se sabía. Sí se sabía. Que era muy contagioso. Que su difusión era exponencial. Que había que sacar a los pacientes de los hospitales generales. Que había que cortar la transmisión en las calles.
La experiencia de la provincia china de Hubei o la Lombardía y el Véneto italianos ya nos habían contado cómo era. Los modelos matemáticos avisaban. La cancelación del Mobile World Congress, en febrero, fue toda una llamada de atención.
La Organización Médica Colegial emitía un comunicado, el 1 de marzo, en el que desaconseja a los médicos «la participación y la promoción de congresos, reuniones y eventos científicos, incluyendo sesiones clínicas…”
El propio gobierno daba, el 3 de marzo, órdenes a los funcionarios para aplicar el aislamiento social, solo 24 horas después de que la Unión Europea, a través del Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades, recomendase «evitar concentraciones masivas» como herramienta útil para «reducir la transmisión del virus».
Pero se decidió esperar y rezar para ver si este cáliz pasaba de largo sobre uno de los mejores sistemas sanitarios del planeta, sobre uno de los más maltratados sistemas sanitarios del planeta. El Gobierno antepuso su doctrinario y, para evitar pánico y críticas, rebajó el riesgo. Y no nos preparamos.
¿Que luego se han tomado decisiones adecuadas? ¡Qué duda cabe! Pero… pero mientras la televisión pública se convertía en púlpito para sermones exculpatorios y las comparativas con el modo de actuar de otros países se esgrimían como el mal de muchos -y consuelo de tontos-, España enfilaba, con paso de Dolorosa, el callejón de los 20.000 muertos oficiales.
En retrospectiva es fácil deducir que había una fecha clave en el calendario: el 9 de marzo, víspera de Consejo de Ministras y Ministros del martes 10. Porque el domingo 8 de marzo debía transcurrir como estaba previsto.
La normalidad social era básica dado que los dos pilares religiosos del gobierno, el feminismo sacramental y la ultraderecha mística, celebraban liturgia ese día. Debían oficiarse tanto las procesiones teñidas de nazareno, y encabezadas por miembros del Gobierno, como la exaltación de Vox, en el palacio de Vistalegre, entre jaculatorias, toses y abrazos cargados de testosterona.
Y, dado que había que permitir eso, lo previsto las semanas previas -las múltiples manifestaciones de finales de febrero y primeros de marzo, los eventos deportivos, los ritos piadosos, las ferias de IFEMA y más- también se debía consentir. Todo debía ser normal.
El 9 fue día puente, día para hablar de lo acaecido, para señalar las diferencias entre los unos y los otros, para presumir, unas y otras, de movilización, de músculo, de ideales, de ¿ves la diferencia?, aderezado todo con cara de responsabilidad.
El 10 de marzo, 40 días después del primer positivo por coronavirus, comienzan a tomarse medidas de algún calado. 40 días desde que el 31 de enero saltara la alarma en La Gomera y se confirmara el primer caso en España. El 18 de febrero eran 33 casos. El 6 de marzo 128. El 11 de marzo 2.002 y 47 fallecidos.
Para cuando se decreta el estado de alarma mediante el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, ya es tarde. Porque el virus siempre ha ido 1-2 semanas por delante de nosotros. Esa era la lectura que se debería haber hecho de lo ocurrido en Italia. La lectura que no se hizo.
Se demoró la toma de decisiones; no se actuó con margen para preparar material de todo tipo, respuestas inmediatas por si la enfermedad se desbocaba, implementación precoz de mascarillas para todos, planes de contingencia ante la previsible falta de camas. Nada. Se hablaba del montaje del hospital de Wuhan como si fuera una anécdota noticiable, pero no se traducía su significado en nuestras acciones. ¿Por qué pensaba la política que Wuhan montaba un hospital específico para COVID? ¿Para lucir capacidades arquitectónicas?
Si la sanidad pública no hubiese estado dañada por los tijeretazos practicados, durante años, por dirigentes autonómicos de toda índole, tal vez habría sido diferente. Si el Gobierno central hubiese reaccionado antes y mejor; si sus decisiones no las hubiesen tomado los hacedores de carteles electorales; si el mando único…; si….
No fue así. La depresión sanitaria estaba ahí. La gestión del ejecutivo fue la última gota, fue nuestro huracán Grace. Y la Tormenta Perfecta estalló sobre nosotros con vientos de muerte y olas de dolor.
El COVID 2019 llegó para quedarse y golpearnos mientras, desde las pantallas de televisión, se nos animaba a salir a la calle y celebrar y saltar y besar hasta ungirnos, hermanos todos, con un beso viral en la mejilla.
Volveremos a renacer, lo sé. Estoy seguro. Básicamente porque no somos un pueblo resignado. Nunca lo hemos sido.
Pero la pena, la rabia y las muertes nadie podrá borrarlas. Es más, no consintamos que nadie las borre. No olvidemos. Porque, si lo hacemos, estaremos permitiendo que, mañana, la casta genere una nueva tormenta perfecta sobre la cabeza de nuestras hijas y nuestros hijos.
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En memoria de Pilar, Juan, Antonio, Manuela, Encarna, Ramón, Luis, Emilio, Joaquín…. De su mirada, del temblor de sus manos y su fiebre. De sus ganas de curarse mientras fracasaban sus pulmones.
En memoria de todos los que, como ellas y ellos, han muerto sin la mano de la pareja, del hijo, de la amiga, del padre, de la nieta.
En memoria de mis compañeras y compañeros. Vivos y muertos. Esos que, casi sin conocer, son quienes pueden tomar la mano de otros para no dejar morir en soledad. Esas que cada día, pese a todo, levantan cabeza y siguen estando en su lugar.
En memoria de todas las lágrimas que hemos derramado. De todas las lágrimas que nos quedan por derramar.