La crisis del coronavirus es como cuándo de pequeño te dicen si quieres más a papá o a mamá. Los hijos de padres separados sabemos que esa no es la pregunta pertinente. Deja de serlo cuándo tu día a día no se trata de querer más, se trata de vivir con. En el caso del maldito virus, venga de dónde venga, se nos plantea la pregunta de si es más importante la economía o la salud. No se trata de qué te importa más, se trata de qué te hace más falta.
Después de las reformas laborales de la última década, con las que la situación de los trabajadores precarios en todo el país ha sido machacada hasta convertirla en algo tan fino como una hostia con la que comulgar sí o sí –no vayas a ser tachado de hereje- muchos trabajadores han visto como algo normal llevar con heroísmo sus enfermedades y sus problemas personales y familiares mientras acudían religiosamente a su puesto de trabajo. Así lo hicieron nuestros abuelos en la posguerra, así lo hacemos nosotros; la época que vivieron nuestros padres nunca volverá, como cantaba El Sueño de Morfeo, porque nunca ha estado allí. No era más que una ilusión temporal en el devenir histórico del trabajo.
Ahora, después de que muchas familias y muchas personas hubieran desestimado poder compaginar su vida social y familiar con la vida laboral. Ahora que los trabajadores vivimos en un continúo videojuego en el que no hay opción de guardar partida para descansar. Ahora que, en el caso de los autónomos, si no trabajas no tienes nada; y, en el caso de los asalariados precarios, si no hay ventas te vas a la calle, nos piden que nos quedemos en casa. No nos lo pedían cuándo teníamos gripe hace dos inviernos, tampoco cuándo nuestros familiares acababan de salir de una operación delicada. Si te pasabas de la raya o, incluso, si te ceñías al Estatuto de los Trabajadores o al Convenio Colectivo, estabas fuera. Porque si no no comías. Porque si no tus hijos no podían ir a fútbol en el equipo del barrio.
El coronavirus ha puesto a la sociedad neoliberal que salió de la última crisis en una encrucijada que nos obliga a mirarnos al espejo por primera vez en mucho tiempo. Tenemos las ojeras propias del adicto. La salud mental herida por no permitirnos descansar desde hace mucho tiempo. En esta situación es cuándo se nos sirve en caliente la pregunta economía o salud, dinero o barbarie. Si de muchos dependiera, seguiríamos los pasos de Boris Johnson en el Reino Unido.
La guerra informativa que lleva a la desinformación, que nos sepulta en un mar-montaña de etiquetas como a Paris Hilton después de una tarde de compras, ha hecho que veamos a Boris Johnson como un populista de derechas, ha hecho que veamos el populismo como un mal del que huir a toda costa, sin nada bueno que ofrecernos. Ni siquiera como el diablo, que tienta con un pharmakon que es placentero y destructivo al mismo tiempo.
Ahora, con la situación actual, muchos pobres, muchos precarios, muchos autónomos, mucha gente, que no lee a la maltrecha prensa que nos ha dejado el nuevo sistema, escuchará que uno de los malos, que uno de los supuestos miembros del club de los villanos, está priorizando que la gente pueda llevar comida a casa. Cuándo los exiguos ahorros de los precarios se terminen, como se termina todo, se verán, nos veremos, tentados de salir a la calle a hacer dinero. Si los gobiernos de la UE amparados por el establishment no toman medidas representativas de su condición para ayudar a quien más lo necesita a nivel económico, en este mundo en el que solo el vil metal parece que tiene valor, se mirará con otros ojos a aquellos que, hasta hace poco, eran tildados de maniacos y de socavar las democracias ilustradas. También a quienes los medios han equiparado con ellos, en todos los países. Y el diablo volverá a tentar: “Todo este dominio y su gloria te daré; pues a mí me ha sido entregado, y a quien quiero se lo doy”. No sé si todos seremos capaces de resistirlo, después de cuarenta días en el desierto económico. Coincidencias. Tiempo de cuaresma.