Estás aún en el mundo, como una manifestación antiglobalización, como una ciudadanía que se vierte a la calle con sus ropas de noviembre y su hedonismo en avanzadilla para situar los parlamentos, porque vives entre multitudes de jóvenes que, en vez de tener el póster de Charlize Theron tienen la fotografía que te realizó Carjat, antes de que le sacaras el bastón-espada en la cena de los parnasianos en Les Villes Bonshommes, porque fuiste único en tu unidad de poeta, cuando hiciste de la videncia una urología de todos los sentidos y estuviste muy atento a la ebriedad, porque de esa pasta, de ese cuarzo eliminaste de un corte en el cuello del cisne la poesía de la Escuela de París y así Banville, Hérédia, Coppée, Mérat, Leconte de Lisle y los otros tuvieron que vender sus sombreros para poder competir contigo. Fue Verlaine, al que enviaste a la cárcel, el que te sacó del olvido. Para ti entonces la literatura era un hilo de mierda en el ano de Venus Anadiomena, porque creaste al mito después de conseguir antuviar la poesía en su linealiedad más moderna. Fuiste el mejor poeta del siglo XIX. Y aún te diré más, sigues siendo uno de los poetas que mejor han tejido el ardor poético a lo largo de los siglos; lo eres y lo seguirás siendo, porque fuiste un misterio que supo descubrir el lenguaje universal, desnudar lo conocido por lo desconocido, realizar un idioma desde el alma hacia el alma y encima hallarlo, como nunca nadie lo había hallado, ni siquiera Baudelaire, tu gran maestro, ni siquiera Mallarmé, que sólo poseía la forma, pero no la revolución, una untura de significados que tú urdiste desde tu más tierna adolescencia, porque para ser poeta no hace falta tener veintidós años, tú lo fuiste desde niño, con aquellos poemas que escribías en latín, en el instituto, y que enviabas al príncipe imperial con motivo de su primera comunión. Así empezó el mito, en la lengua de Cicerón, y no fue, gracias a la llegada de Izambard al colegio, cuando empezaste a tener una intensísima vocación por la lectura y por la literatura. Tu romanticismo, el cual sólo abandonaste durante tu escritura de “Una Temporada en el Infierno” fue constante en tu vida. La similitud de las vidas entre Byron y la tuya lleva a pensar que existió una uñada de tiempo que a ti te hizo poseedor de las más revelantes cervicales de la modernidad, como te he dicho. Tus poemas fueron invento de colores como un cuadro de Van Gogh, un expresionismo de Kirchner que domiciliaba la tendencia hacia el verbo inaudito, el adjetivo terrible, la sintaxis arrebatadora y una iluminación de las textualizaciones que acabaron por llevar el título de uno de tus libros. Fuiste amoral porque el veneno te llevó a la noche de los infiernos.
«Tu romanticismo, el cual sólo abandonaste durante tu escritura de “Una Temporada en el Infierno” fue constante en tu vida. La similitud de las vidas entre Byron y la tuya lleva a pensar que existió una uñada de tiempo que a ti te hizo poseedor de las más revelantes cervicales de la modernidad»
Tu bohemia fue celebrante y acelerada y de ahí surgió buena parte de tu obra; los poemas sueltos que ibas escribiendo rodeado de naturaleza o en las buhardillas de París, donde acostumbrabas a consumir hachís y carnalidad con Paul Verlaine, quien descubrió tu poesía y quien formó parte de tu vida hasta entrar en la universidad atlética que distinguía el proceso que existe entre el Bien y el Mal. Fuiste un poeta maldito, eso dicen tus biógrafos, pero yo considero que más que maldito fue el Mal quien se apoderó del poeta, por su desplazamiento hasta los límites de la tensión y las quimeras. Yo te empecé a leer cuando tenía dieciséis años, la edad en que tú empezaste a escribir en serio, y desde ese mismo momento me di cuenta que estaba ante un joven que había entendido a la perfección que la poesía es convulsa, como diría Breton, revolucionaria, puro ataque a lo alquimista, al juego verbal, a la estructura del ritmo, al lenguaje por el lenguaje mismo, al invento de las palabras, porque las palabras es lo mejor que le ha pasado a un hombre, sin palabras no hay mundo, no hay Historia, no hay política, no hay justicia, no hay amor, no hay universo, no hay nada. El hombre, desde el estructuralismo de Barthes, es pura forma, no significados latentes ni biografía, aunque, como veremos más adelante, yo no esté de acuerdo en eso, pues considero que tan importante fue tu obra como tu vida. Tu existencia fue un dejarse caer bajo el trote de los caballos, desde donde surgió el tiempo de los asesinos.
Sin ti el siglo XX no hubiera sido lo que fue, pues anunciaste la buena nueva a todos aquellos poetas que quisieron ver en ti el profeta de la literatura mágica y vanguardista, la torcedura de todo tradicionalismo, la velocidad del automóvil, un Marinetti con pinturas de Carrà o Balla, un Breton que hizo del surrealismo tu proceso de adivinación, un Desnos que te amó como se amaron Bonnie & Clyde, un Apollinaire que introdujo la vanguardia con su “mi boca tendrá ardores de averno”, tu propio averno, el que visitaste entre alucinaciones de hachís y tabernas de la absinthe, un T. S. Eliot y su “La tierra baldía”, un Vicente Huidobro y su creacionismo de metáforas e imágenes que tú habías pulmonado entre las vísceras de “el otro”. El siglo XX fue tu zapato puesto en la antorcha de la estatua de La Libertad, pues la contracultura americana fue seducida por ti por cuestiones de orfandad, y así los beats hicieron el camino en la carretera como tú lo habías hecho por toda Europa, Patti Smith llevó al punk todo el empuje de la música caliente y poética, como Jim Morrison, que buscó en las drogas lo que quizá también tú buscaste, el resumen de todo, perfumes, sonidos, colores, pensamiento que se aferra al pensamiento y tira de él; el movimiento hippie, como una alternativa al establisment, con sus melenas de marihuana y su alternativa de colectivismo y el amor libre tal y como tú habías proclamado: “hay que reinventar el amor”.
El caso Rimbaud, tu caso, es y será una cuestión de reorganización de la Historia, pero a ésta ya la tienes tendida en los alambres de las casas de la literatura universal. Pocos como tú han llegado a describir tan originalmente cómo es el mundo, de qué carece, por qué sucede, quién lo hizo, qué es lo que molesta. El mundo y tú fuiste la estrella Zifar, un único resplandor para la eternidad de las pipas de fumar. Fuiste un iniciado, un hijo pródigo de la metáfora, un chamán de las palabras, en un chamanismo que luciste en París, pero París no te quiso, porque era indócil y demonio, porque no aguantabas la cursilería, aquellos cenáculos de los parnasianos que escribían un poema “A la Absenta” como si escribieran una carta de amor a su mujer. París no te amó hasta el final, cuando ya te estabas en África y Bourde te avisó que tus libros estaban triunfando entre los jóvenes parisinos. Fue así cuando Verlaine publicó tus “Iluminaciones” y en poco tiempo salieron tus obras completas, pero tú ya habías ido al cementerio solo, en compañía de tu hermana Isabelle y tu madre, la Bouche d’Ombre, nadie más te acompañó el día de tu entierro.
«El caso Rimbaud es y será una cuestión de reorganización de la Historia, pero a ésta ya la tienes tendida en los alambres de las casas de la literatura universal. Pocos como tú han llegado a describir tan originalmente cómo es el mundo, de qué carece, por qué sucede, quién lo hizo, qué es lo que molesta»
Hoy en día son millares las personas que visitan tu tumba en Charleville y depositan flores, poemas, citas, cosas, porque tú transformaste la manera de entender la poesía y dominaste el idioma como quien domina a un león en un circo, lugar, por cierto, donde trabajaste durante un breve periodo de tu tiempo. ¿Cuántos trabajos empleastes para ganarte unos francos en tu prolongada bohemia? Infinitos, y eso que habías dicho en tu obra: “No trabajaré jamás”. Acabaste en Abisinia como traficante de armas y de esclavos y en África dispusiste de la esquizofrenia de la felicidad y la desesperación. Buscabas oro, el triunfo de la riqueza y llegaste a acumular una importante suma de dinero. África para ti fue el primitivismo cruzado con el ladrido de los perros. Llegaste a ser una bestia, como habías vaticinado en “Una Temporada en el Infierno” y tras la estancia en Marsella, amputada la pierna, con el carcinoma o el tumor extendiéndose como se extienden los paisajes de Irkutsk, deseabas a toda costa regresar a Harar, donde te esperaba Djami, tu algo más que criado, su cuerpo, su efebismo, su delicadeza. Tu bisexualidad era el choque entre dos trenes donde pone la palabra amor.
Llevabas la sangre pagana dentro y el ojo azul de tus antepasados, habías hecho un pacto con Satanás para que te librara de la amenaza de los hombres. Odiabas al mundo por su articulación de injusticias, de municipalismos, de emperadores, de tiranías. El hombre no era bueno, ni noble, ni sagrado, como luego diría Lorca, quien a su vez te leyó con todo el Nueva York de cerdos cercenados. El hombre, esa ontología que se nutre de modelos de sumisión, nunca entendió tu hedonismo, pues tú fuiste un Epicuro que llegó hasta el reino de Melenik. Nunca entendiste qué hacías en esta vida, pues, según tú, había que cambiarla, al estilo más marxista.
Nunca te encontraste cómodo entre la multitud, porque la multitud ya no es un poema, sino la novela de costumbres y eso se lo dejabas para Balzac o para el Naturalismo de Zola. Siempre fuiste un solitario, porque en la soledad acostumbrabas a aquietarte con “el otro”, que eras tú en tu tiempo de silencio o de visitación al Hades Tenebroso. La vida te ofrendó dolor, un dolor que venía de Occidente, como una purga medicinal o como un batallón de Luis Bonaparte. El dolor es una costumbre que aquilata los estados de ánimo hasta que uno se encierra en un establo y se pone a escribir un libro: Roche, “Una Temporada en el Infierno” julio-agosto 1873. Y a partir de ahí abandonaste la literatura, porque, creo yo, aparte de que los círculos literarios parisinos te ignoraban como se ignora la verdad del Big Bang, con ese texto por fin habías resuelto tu pasado, todos tus infiernos interiores, tus locuras, tus alucinaciones, tus vagabundeos y guerras vagas. Dejaste de escribir, porque la literatura no daba para mucho, y tú querías hacerte inmensamente rico, por eso elegiste Oriente, donde el café, el caucho, el almizcle, las armas y los esclavos daban más francos que un poema escrito con todo el llanto de los herreros.
«Nunca te encontraste cómodo entre la multitud, porque la multitud ya no es un poema, sino la novela de costumbres y eso se lo dejabas para Balzac o para el Naturalismo de Zola»
Ah, amor, cuánto siento que no siguieras escribiendo. ¡Cuánta literatura perdida¡ ¡Cuánta modernidad aún más dentro de la modernidad¡ Pero tú lo preferiste así, y de ese modo la aventura sustituyó a la palabra y tu voz se apagó igual que una vela cuando entra el viento por las ventanas. El romanticismo nos enseñó que el hombre es angustiante por naturaleza: yo te pregunto: ¿por qué no resististe la angustia y la desarrollaste entre tus folios? La mano que escribe vale lo mismo que la mano que ara. Y tú araste África, ya digo, entre la dicha y el desencanto. Allí también sufriste lo indecible, las enfermedades te acuciaban a cada momento, los negocios se torcían día sí día también, pero tu fortaleza de antepasados escandinavos te hizo resistir y finalmente triunfar, a no ser por aquella roca que pisaste en malas condiciones y que te hirió la pierna. A partir de ahí todo lo demás: un recorrido de meses hasta que te llegó la muerte en el Hospital de la Concepción de Marsella.
Por lo demás, ahora estoy preparado para contarte, para pronunciar tu vida y tu obra en beneficio de los que, como yo, te aman, porque el amor por la poesía es como una hora nocturna en que te evades de la realidad o en todo caso penetras en ella. Hoy es viernes y los taxis de mi ciudad tienen la radio encendida. A lo mejor algún locutor recita un poema tuyo.