Como hemos quedado, querido Arthur, ya tú convertido en un poeta romántico, en cuya voz se deslizaba la progenie de la manicura del intimismo enmascarado hacia una objetividad que, según Schlegel, el mundo se te presentaba como finito y dividido; sin embargo, como hemos dicho, en tus principios como poeta, en buena parte, no pudiste alejarte de determinadas influencias, y éstas llegaron, como un metabolismo de nécoras de las escuelas de París, desde donde tú aprendiste de entrada de las revistas literarias y, posteriormente, de una sabrosa colección de libros que te regaló tu amigo y profesor George Izambard. Me estoy refiriendo, clara, a la impronta que causó en ti la lectura de los poetas parnasianos, con su admiración por la belleza como valor esencial y eterno. Ya hemos quedado antes que en tus primeros poemas tú bailaste entre dos aguas, por una parte, practicaste la destrucción del mito, la poesía sarcástica, la creación de la sátira y la demolición, ridiculizando toda estructura viva y tradicionalista, y por otro lado fuiste fiel al ideario parnasiano con un rigor y una perfección propia de un Gautier o de un Albert Mérat. Así te surgieron poemas como “Ofelia”, “Las réplicas de Nina”, “El aguinaldo de los huérfanos”, “Primera noche”, “Credo in Unam”, que posteriormente se tituló “Sol y Carne”.
Habías, pues, entrado en el mundo del Parnaso, que a pesar de lo que la crítica sentencia en tanto en cuanto nace como oposición al Romanticismo, yo sigo creyendo que los parnasianistas disponían de elementos incluso sólidos no tanto estéticos como conceptuales y metafísicos para pensar que tomaron del poeta romántico su metempsicosis de reverberación profunda. El poeta parnasiano, insisto, por mucho que digan los librepensadores, seguían siendo románticos, aunque desdibujados en otros análisis formales, pero ante los mismos procesos ideológicos y vitales, actitud que tú reunías con toda su crudeza y sus bichitos celulares. El lema “El arte por el arte”, fijación elemental del parnasianismo, hay que tener en cuenta que fue acuñado por el romántico Victor Hugo y, a pesar de que los poetas del Parnaso se enfrentan como soldados del Peloponeso al subjetivismo y se animan ante situaciones de la realidad descriptiva, ese panorama ya estaba descrito, como hemos visto, en el poeta romántico, aunque fuera de manera solapada, en según qué casos.
Los parnasianos, todos los sabemos, se enfrentan al mundo amagando los sentimientos –cruel desprecio al alma romántica de entrada-, sin embargo, si leemos entre líneas la poesía descriptiva de los seguidores de Banville, tienes severas connotaciones de las emociones más profundas y de la intimidad más mesnadera, por mucho que nunca utilicen el Yo como referente para expresar su lirismo distanciado. De ahí que los deudores de Lucrecio preconizaran una poesía despersonalizada, alejada, como un bajel en alta mar o como un alpinista subiendo el Mont Blanc, de la emotividad. Por ello quizá abusaran sobremanera de los temas que tuvieran una cierta relación harto exagerada con el arte, temas de por sí, no lo negaré, sugerentes y pulcros, atractivos en suma, bellos, exóticos, con una marcada, como herradura en caballo, preferencia por la antigüedad clásica, especialmente por la mitología griega y por el lejano Oriente. Estilísticamente, tú lo sabes mejor que yo, pues hiciste uso de ello prácticamente a la perfección, cuidaron en exceso la forma. El significante y el significado, como un matrimonio producido en Nôtre Dame, debían ir a la par, sin sobresaltos ni desnivelaciones. El poema puramente formalista debía adecuarse al sentido del ritmo, de la estrofa y de la rima, hasta quedar hecho una pintura de Millais.
Podemos decir que la nuclearización del parnasianismo parisino se produce en 1871, con motivo de la publicación de tres antologías poéticas bajo el título de “El Parnaso contemporáneo”, donde tú, querido Rimb., intentaste publicar, pero esto te lo cuento más adelante. En esa revista aparecían poetas como Théophile Gautier, Leconte de Lisle, Théodore de Banville, Sully Prudhomme, Catulle Mendès, Albert Mérat, a los que se les agregó poetas que no serían considerados estrictamente parnasianos, como Charles Baudelaire.
El parnasianismo, flor de loto, fue una tendencia de vida efímera y proyectó sus refracciones en las tradiciones de la poesía francesa de los siglos XVI y XVII. Tuvo como característica el poceamiento en otras corrientes literarias del momento, como el Decadentismo o el Simbolismo y fabricaron a toda costa un mundo generalizado en las fragmentaciones idílicas de las líneas puras y equilibradas. Su influencia se vareó posteriormente en los movimientos sudamericanos que tuvieron por nombre Modernismo, con el poeta nicaragüense Rubén Darío a la cabeza y que prácticamente frecuentaba el mismo deporte literario que su padre putativo.
Por aquellos años tú habías compuesto “Credo in Unam” o lo que es lo mismo “Sol y Carne”, exactamente lo escribiste en abril de 1870. Se trataba de un poema al más puro estilo parnasiano, respetando el tipo de poesía objetiva y refinando la perfección formal hasta límites insospechados: “El sol, como un hogar de ternura y vida / Vierte su amor ardiente en la tierra encantada, / Y uno siente en el valle, cuando acostado está / Cuán núbil es la tierra, rebosante de sangre; / Que, henchido por un alma, su inmenso seno es / De amor como el de un dios, de carne cual mujer, / Y que, grávido, encierra, de rayos y de savia, / ¡El inmenso hormigueo de todos los embriones¡” El inmenso hormigueo de todos los embriones. ¡¡Qué maravilloso verso, Arthur¡¡, ya principiabas a encontrar tu lenguaje. “Sol y Carne” es un poema, como te cuento, en el que utilizas todos los recursos más sutiles de la entonces recién inaugurada escuela parisina, donde aparecen gran cantidad de mitos clásicos (Venus, Ninfa, Pan, Cibeles, Astarté, Afrodita, Zeus, Europa, Leda, Teseo, Cipris, Hércules, Endimión, Selene) y grandes aportaciones a la descripción de la Natura idílica, más el amor como redención del Hombre y la idea de Dios como verificación de una propuesta del nuevo Hombre con versos verdaderamente conseguidos: “-Sed de amor tiene el mundo: tú vendrás a saciarlo”, “Yo añoro aquellos tiempos de juventud”, “ Agua del río, sangre rosa de árboles verdes,”, “Sus labios, besando suaves la nítida siringa,”, “¡Levantaban un mundo en las venas de Pan¡”, “Desde que el otro Dios nos ató a su cruz;”, “Carne, Mármol, Flor, Venus, en vosotros yo creo.”, “-¡Pues el Hombre ha muerto, todo lo interpretó¡”, “Que ha sufrido, el Hombre quiere todo saber.”, “Y queremos mirar: -¡la duda nos castiga¡”, “-¡El Amor que redime, amor y redención!
Dadas tus intenciones de alcanzar ya tan temprano la gloria literaria, lo que realizaste con este poema, junto con el “Ofelia”, fue enviárselos a Théodore de Banville, con la siguiente carta:
“Charleville (Ardenas) el 24 de mayo de 1870
Al Señor Théodore de Banville
Querido maestro:
Nos encontramos en el mes del amor y yo tengo casi diecisiete años, la edad de las esperanzas y de las quimeras, como suele decirse, y he aquí, niño tocado por el dedo de la Musa –perdón, si lo que digo es una banalidad-, he decidido contar mis creencias, mis esperanzas y mis sensaciones, toda la sustancia de la poesía, a la que yo doy nombre de primavera.
Y si le envía a usted alguno de esos versos, por mediación de A. Lemerre, el buen editor, ello se debe a que amo a todos los poetas, a todos de la belleza ideal; lo que admiro en usted, muy ingenuamente, es al descendiente de Ronsard, al hermano de nuestros maestros de 1830, a un verdadero romántico, a un verdadero poeta. Ésa es la razón. Es tonto, desde luego, pero, ¿qué le vamos a hacer?…
Dentro de dos años, quizá un año, estaré en París, Anch’io, señores de la prensa, seré parnasiano. No sé lo que tengo…, que quiere salir a la superficie… Le juro, admirado maestro, que siempre admiraré a las dos diosas, la Musa y la Libertad.
No ponga demasiada mala cara al leer estos versos: me volvería loco de alegría y de esperanza si quisiera usted, admirado maestro, encontrar un huequecito para “Credo in Unam” entre los parnasianos. Ese poema sería el Credo de los poetas ¡Oh loca ambición¡
Arthur Rimbaud”
Varias cosas sobre la carta, Rimbe, en primer lugar, mientes, no tenías diecisiete años, sino quince; en segundo lugar, metes la pata al hablarle a Banville de romanticismo, cuando en principio el Parnaso surge como oposición a tal; en tercer lugar, es visible una misiva tan zalamera y exagerada, propia, por supuesto, de un adolescente que intenta abalanzarse camino a la fama. No es extraño que el todopoderoso y huraño Banville te contestara fríamente, aunque, después de una posdata tan directa: “¿Podrían estos versos encontrar un hueco en el “Parnasse Contemporain”?, donde sólo publicaban los consagrados, nunca te editó en la revista. Ésta era la carta del Bien. La próxima carta que le ibas a enviar vendría a conformar una especie de venganza. Ya entraremos en ella.
Cuando aquel año de 1870 terminó el curso escolar, la Academia propuso a los candidatos que compusieran, en versos latinos, una alocución que Sancho Panza hubiera podido dirigir a su asno. Los miembros del tribunal quedaron boquiabiertos ante tu participación. Lógicamente te llevaste el primer premio. En ese mismo tiempo había empezado la guerra franco-prusiana. Hubo por parte de los más radicales, como tu profesor Izambard, que se sentía republicano, bastante indignación, por el comienzo del conflicto y, sobre todo, por la actitud de Luis Napoleón. Ése fue el momento en que escribiste “Los muertos de Valmy”, una verdadera llamada a la subversión. Fue entonces cuando tú te hiciste también republicano. Izambard tuvo que partir y salir de Charleville, ante tu ortopédica desolación y escupidera tristeza: “¿Qué va a ser de mí cuando se vaya el señor Izambard?”, le espetaste a Deverrièrre. “¡Me moriré de hambre sobre un montón de adoquines, pero me escaparé de todas formas¡”, le dijiste a Izambard. “¡Te prohíbo que hagas nada parecido –dijo él-; ten paciencia un año más. ¡No te des de cabeza contra un muro de piedra¡ Todos los premios que vas a recibir dentro de unos días dulcificarán la actitud de tu madre. Tienes que quedarte, acabar los estudios, aprobar el bachillerato.”
El 24 de julio acompañaste a Izambard y a Deverrièrre a la estación y te quedaste a solas en el andén, llorando, como si se hubiera cruzado en tu vida un holocausto de Can Cerberos.
Te quedaste, pues, en aquel verano asfixiante solo en tu ciudad de provincias. Afortunadamente Izambard te había dejado su biblioteca particular para que pudieras seguir usándola. Se trataba de un pequeño apartamento tranquilo entre los árboles del cours d’Orleans. Allí acudías todos los días para seguir soñando con el Parnaso. La carta de Banville la habías archivado en tu habitación de la casa del quai de la Madelaine, desde donde veías el Mosa, y seguías esperando a que tus sueños de grandeza algún día se cumplieran. Te lo sabías todo de los parnasianos. Sabías que a partir de 1830 se distinguieron en Francia, dentro de este movimiento, dos tendencias como antecedentes: la intimista y la pintoresca, ambas de estirpe romántica. La intimista se podía considerar como la más antigua. Entre ella se alienaban “Las Meditaciones” de Lamartine y las “Odas” de Victor Hugo. Se proponían como correlatos subjetivos en los que predominaban las emociones, las inquietudes y todos los matices mayestáticos del alma. En lo referente a la pintoresca, la orientación sobrevino por la obra de Victor Hugo “Las Orientales”, pero la que más orquestación formalista mantuvo como desarrollo fue el esbozo en 1828 de Saint Beuve, aunque fuera por casualidad. Los principios básicos de esta fuente tenían que ver con la libertad en el arte, con el derecho a ornamentar la fantasía, con la magnificencia de los recursos del lenguaje, con la multiplicación de las formas rítmicas, con la explosividad de las imágenes y las metáforas, con la opción de la descripción, del mismo modo que la pintura, con la eficacia de la armonía, tal cual sucedía con la música, con la reaparición de la vieja métrica y la revisión de los ritmos como forma de ideal de belleza.
Sobre esta época que te estoy contando, que ya digo que fue el germen del parnasianismo, en un momento dado se erigió una querella. Martino, en su libro “Parnaso y Simbolismo”, planteó las siguientes cuestiones: ¿Era el arte un fin en sí mismo (teoría del arte por el arte)?, o por el contrario ¿debía mantener una finalidad social y de compromiso? Según los que participaban de esta última idea, el arte debía servir para transformar el mundo, la sociedad y las costumbres en su correlato de libertad dispersa. De tal modo que los clásicos, algunos filósofos, adheridos sobre todo al pensamiento de Saint-Simon y el Romanticismo, se enfrentaron a la idílica fantasía de comprender el arte como una manifestación única, formalista y sin humanismo por delante. De modo que los saintsimonianos declararon la referencia cultural como una tendencia propia para reparar las injusticias, regenerar la humanidad, facilitar el derecho de las clases populares, crear el libre espíritu de asociación, el amor y la fraternidad. Así pensaban creadores como Victor Hugo, Lamartine, Vigny, George Sand. Con tanta fuerza irrumpió este movimiento que la cita del “arte por el arte” fue perseguida y denostada, por su fuerte carga antisocial.
De modo y manera que tú le habías enviado aquellos poemas parnasianos a Banville, que se ajustaban, tú lo sabías mejor que nadie, a los preceptos formales de la escuela de París. Por si fuera poco, aquellos versos, provenientes de un muchacho de quince años (tú decías que tenías diecisiete), podían competir sin ningún género de dudas con los nobles poetas que se reunían en los encopetados cafés del Quartier Latin. No cabe la menor sorpresa que Banville se extrañaría al leer por ejemplo estos versos de “Credo in Unam”: “La mujer, donde el barro así divinizaste, / Para que su alma el Hombre pudiera iluminar / Y así ascender despacio, en un inmenso amor, / De la prisión terrestre a lo bello del día, / ¡La mujer ya no sabe ni siquiera ser Puta¡ / -Bonita farsa ésta, donde el mundo se ríe / ¡Del dulce y sacro nombre de la hermosa gran Venus¡”.
Claro, a Banville no le contabas que tenías a otra Venus, “Venus Anadiomena”, a la que le ulcerabas el ano. Pero tú proseguías con tu estudio sobre el parnasianismo, del cual, ya te digo, te lo sabías todo, por ejemplo, que en su formación el poeta más relevante iba a ser Leconte de Lisle, verdadero jefe de la escuela, quien era de ideas republicanas y anticatólicas y que, en su juventud, se aproximó en demasía a la doctrina socialista de Fourier. Fue poco después cuando buceó en el parnasianismo, atraído por la idea del arte por el arte. Ante la marcha que habían tomado los acontecimientos de la constatación del Romanticismo que te he relatado antes, los defensores de la materia puramente artística no tuvieron más remedio que agruparse y conformar un nuevo origen de desarrollo. De este modo, en 1836 Théophile Gautier escribió una novela, “La señorita Moupin”, cuyo prefacio podía considerarse como un auténtico manifiesto. En 1858, Gautier, en un poema titulado “El arte”, escribe lo siguiente: “El artista debe ser un buen obrero, conocedor de todos los recursos de la lengua y del verso. Para hacer su habilidad técnica, debe elegir la forma difícil, la materia dura, cincelar su sueño en el bloque resistente: sólo la forma queda, más fuerte que el tiempo y que la muerte”. Por otro lado “Esmaltes y Camafeos” son cortas estancias octosilábicas de asuntos sin interés (ya sabemos que el contenido para los parnasianos es lo que menos importaba), a propósito de resaltar la habilidad de la ejecución, con imágenes pintorescas, con sensaciones plásticas (siempre el interés por la pintura en el Parnaso), con armonía de líneas y sinfonías de colores.
Resulta evidente que en los poemas que enviaste a Banville estaban batalladas las características del parnasianismo, algo parecido a, de entrada, tomar como palo de cuchara la impasibilidad del poeta, eliminando todo contenido emocional a diferencia de la oscilación romántica. A su vez, verter en todas sus referencias la plasticidad, ofreciendo una manera de la poesía visual, insisto: la poesía parnasiana tenía gran fijación con la pintura, sobre todo con la pintura objetiva, descriptiva, fantástica, voladora; no obstante, no hubo pocos poetas que dedicaron sus creaciones a la plasmación de cuadros célebres. Buscaron la imagen nítida, el diseño preciso, de este modo la emoción estética nos arriba por la mirada sujeta a los colores, relieves y formas. Sin embargo, preconiza una diferencia entre la pintura que realizaba un parnasiano y la que proponía un clásico, dado que en éste la imagen visual venía dada en movimiento. Por otro lado, en cuanto a la caracterología parnasiana, los héroes homéricos eran diseñados en función de lo narrativo, desde un tratamiento en acción, no como mera descripción. En cambio, la pintura parnasiana buscó eternizar el instante, describiendo una actitud plástica e inmovilizada.
Como ya te he contado, los parnasianos dieron muy poca importancia al contenido de las cosas, pues su nuclearización del poema era, como ya sabes, estrictamente formal, para ello eran capaces de tratar temas insignificantes, casi sin sentido, a los que ornamentaban de manera sublime, en una perfecta ejecución técnica. Entendía el parnasianismo el arte como una tarea consciente y difícil: el poema no debía ser creado en un estado de inspiración, a la manera romántica, sino desde el cincel, trabajando, labrando, repujando. El poeta debía ser el más severo crítico de su obra y rehacer todo aquello que supusiera imperfecto. En el Parnaso se muestra especial interés por la rima, rica y sonora, el ritmo, cada vez más firme, porque para los parnasianos el verso no debe ser lánguido, como lo realizaron alguno de los maestros de la escuela simbolista.
Desde esta perspectiva estaría bien que supieras que la historia de la poesía francesa, a partir de Baudelaire y hasta final del siglo XIX –Mallarmé muere en 1898 atragantado-, es especialmente compleja, no únicamente porque haya veinte o treinta nombres que se puedan salvar de la hoguera literaria, en un proceso inquisitorial de la crítica más moderna, de los cuales tres o cuatro son absolutamente necesarios. Ocurría a su vez que la direccionalidad de las escuelas y los estilos –la moda, “La Vogue”, como se tituló una famosa revista literaria-, ejecutada básicamente por la sucesión parnasianismo-decadentismo-simbolismo-, no orienta en pulcritud la obra de los que fueron realmente grandes. Por otro lado, no nos basta aquí mencionar a los poetas, dado que la estética que se va a erigir bajo la mampara del simbolismo puso su desayuno en la narrativa y en la dramaturgia, además de la crítica de arte, la cual, para más inciso, algunos críticos reconocibles pasarían luego a formar parte de la historia literaria –así el caso de Bourget y Anatole France- Y otra preocupación más puede considerarse que todavía florecerá, ya entrando el siglo XX, otra generación de poetas –Valéry como estandarte-, innegablemente simbolista, pero desde la piscina de un simbolismo irónico digamos que ya anacrónico. Me gusta este verso de Valéry, por eso te lo escribo: “El viento se levanta: / Hay que vivir”.
Hubo, pues, una primera promoción parnasiana/simbolista, aquella en la que en principio pareció formar parte Baudelaire, aunque éste, ya en 1852, había repudiado el neoclasicismo ornamental de sus coetáneos, saturándolos con el título de “Escuela Pagana”. Gautier, Leconte de Lisle y Banville no tardaron en ilustrar el ideal de la “impasibilidad”, como ya te he contado anteriormente, y del “arte por el arte”, los cuales acostumbraban a imbricarse con el más puro parnasianismo, con decorado de ninfas y mármoles clásicos, las mismas ninfas que tú utilizaste en tus primeros poemas adjuntos al Parnaso. Pero debo resaltar que aquí se abre una lenta discusión: digamos que “El Parnaso Contemporáneo” se erigió como una publicación en fascículos encuadernables que apareció en tres ocasiones: 1866, 1869 –ésta no en volumen hasta 1871 por causa de la guerra franco-prusiana- y 1876, desde distintos directorios, ofreciendo un catálogo de poeta de muy diversa procedencia, sin predominio de lo que podríamos imaginar como dentro del paraguas del “Parnaso”. Por otro lado, el imaginario de belleza más acuosa y evidente, forzando un purismo fuera de toda duda, no iba a irrumpir en dichas publicaciones en el entorno de la Grecia toldada de sueños. Fue el propio Verlaine, quien, dándose cuenta de la situación, exclamó: “(¿Está en mármol, o no, la Venus de Milo?)”. Pero hay que tener en cuenta que en la propia poesía verlainiana hay pocas estampas clasicistas y muy poco “impasibilidad”, aunque, todo hay que decirlo, desarrolló casi a la perfección el ideal parnasiano en su prólogo a los “Poemas Saturnianos” y, para más consideración, en el epílogo de este mismo libro escribe: “(a los que cincelamos las palabras como copas / y que hacemos versos conmovidos muy fríamente)”. Como comprenderás, Arthur, tu futura virgen loca, en estos dos versos reconcentra casi como un método teórico las características del parnasianismo.
Charles Marie René Leconte de Lisle, he de decirte, publicó en 1852 sus “Poemas Antiguos”, texto que en su prefacio se declaraba celestialmente impasible y estetizante, tiburón contra el romanticismo, como colección de estudios y como repaso de formas desatendidas, donde “las emociones personales han dejado pocas huellas: las pasiones y los hechos contemporáneos no aparecen en absoluto. Aunque el arte pueda dar, en cierta medida, un carácter de generalidad a todo lo que toca, hay, en la confesión pública de las angustias del corazón y de sus voluptuosidades no menos amargas, una vanidad y una profanación gratuitas”. A todo esto, Leconte de Lisle y sus “Poemas Antiguos” se ganaron el duelo versicular por parte de Máxime du Camp, redundando en la temática de la civilización contemporánea, incluida la palabra “gaz”, inédita hasta entonces, palabra que Lebon acababa de crear para su recién inventado gas del alumbrado.
Leconte tradujo a Homero, a Hesíodo y a Platón, pero posteriormente se aproximó a una mitología distinta, muy cercana a la justificación romántica, la nórdica en “Poemas Bárbaros”; por otra parte, él, que había insinuado, en el prefacio que te he comentado, que la acción y la política eran indiferentes a la poesía y que lo Bello no era servil a lo Verdadero, apareció redactando, en 1870 a 1872 un “Catecismo popular republicano”, una “Historia popular de la Revolución Francesa” y una “Historia popular del cristianismo”, obras, como ves, de carácter eminentemente ideológico, de raigambre progresistas, con contenidos de balbuceos pesimistas –con especial reproche al cristianismo por haber traicionado su génesis volviéndose contra el pueblo y la revolución-. De este modo se confirma que la famosa “impasibilidad”, es decir, ningún compromiso social y político, no era tal para el poeta iniciador del parnasianismo. Para más descabello todo ello queda refrendado en sus “Poemas Trágicos” y en sus “Últimos Poemas” (publicados un año después de su muerte, en 1895). Lo que se manifiesta en esta inatacable contradicción de Leconte es que al menos queda su inicial manifiesto que propugna el rehuir de lo individual, lo subjetivo, aunque aceptando las grandes causas morales y la reflexión sobre el sentido del mundo y la existencia, aunque de manera curiosa el esteticismo demuestra así que puede ser el origen edénico a la poesía comprometida, e incluso “social”, al dejar en segundo plano el Yo.
Si te fijas bien, querido Arthur, de alguna manera eso era lo que estabas haciendo tú con tan sólo quince años, es decir, la mixtura del compromiso y el esteticismo, a la manera de Leconte, por supuesto sin haberte dado cuenta que el parnasiano Leconte ya lo estaba realizando, porque las fechas en que eso ocurre son posteriores a tus primeros poemas.
Para que te des cuenta que en París, el París que tú soñabas en tus paseos solitarios por las calles brujas de Charleville, no se dio un parnasianismo puro, ahí tenemos el caso de tu querido Banville, largo tiempo poeta decorativo, virtuoso en “Odas Funambulescas”, sujetado a formalismos tradicionalistas en “Treinta y seis baladas alegres” y codificador técnico en “Pequeño tratado de poesía francesa”, tratado célebre en especial por el breve capítulo dedicado a las “licencias poéticas”, donde Banville argumenta simplemente que esa situación no existe, que es un error imperdonable. Sin embargo, en la década de los ochenta, el entumecimiento formalista del poeta empieza a alternarse con pensamientos morales e incluso con estigmas de protesta social, entre los cuales destaca una imagen de los obreros hambrientos –así “Populus”, de 1886.
Quiero que sepas que esta referencia que acabo de realizar sobre Leconte y Banville puede resultar beneficiosa para comprender la velocidad común de aquellos colaboradores del primer “Parnaso Contemporáneo” de 1866, los cuales más bien contribuyeron a la originalidad clasicista del parnasianismo. Así Sully Prudhomme, el cubano-francés José María de Hérédia, Catulle Mendès y François Coppée, quien más tarde violaría la virginidad de esta estética llamándola “ideal de estreñimiento”, para dedicarse, como un traidor divino a la agricultura del realismo costumbrista no del todo conseguido. También se estrenó en este grupo Paul Verlaine, pero tardaría veinte años en ser reconocido. En conjunto aquella labrantía dispensaba correctamente su oficio y la mayoría pertenecían a una mediocre biografía de funcionarios o rentistas que iban despegando de la “torre de marfil” para inaugurarse en el camino de la lírica meditativa, eso sí, sin perder la serenidad ni aun cuando los temas les salían vorazmente baudelairianos. Ahí está el soneto “La duda”, de Prudhomme, que acaba: “¿Y debo en el horror mecerme sin fin?”. Fue Hérédia el más impasible, publicando un único libro, “Los Trofeos”, sonetos con una cierta ornamentación sobre modelos históricos, el que se mostró más parnasiano.
No fue al cabo de un año después de tu primera carta a Banville en que decidiste enviarle una segunda, pero ésta en otros muy distintos términos. Si la primera había surgido de tu admiración por el maestro, como hemos visto, y por el respeto por la escuela parnasiana, envainando las más ilustres palabras y venerando el Parnaso como luminaria y espesa armonía en la que tú sin duda participabas y vanagloriabas, comentando todo tipo de glorias a la Musa y a la Libertad y refrendando la escuela de París como un punto sin límites en el que te sentías reflejado como un mito clásico resucitado de la vieja Grecia, dándole a entender a tu admirado Banville que te sentías uno de ellos con todas sus ninfas, Venus, “pies caprinos”, Natura, himnos de amor, flores carnales perfumadas, primeras bellezas, cuerpos Olímpicos, Carne, Mármol, Flor, en definitiva, con todos los anuncios formalistas y la impasibilidad propios de un Leconte de Lisle o un Gautier, en esta segunda carta, fechada el 15 de agosto de 1871, iba a ocurrir todo lo contrario:
Se iba a tratar de la destrucción eléctrica de la escuela parnasiana, una carta (acompañada de un poema) en la que ibas a perforar la estética empleada por los discípulos de Banville sin ningún tipo de pudor, en un confesionalismo en el que te ibas a destapar como enemigo acérrimo de los seguidores de Zeus y Afrodita, las flores de loto y la plasticidad. No tuviste clemencia. Demostraste una vez más tu terrorismo literario, desolando sin compasión el alcance del esteticismo y del arte por el arte. Yo creo que se trató de un acto puramente de venganza por no haberte publicado en su momento Banville en vuestro primer encuentro por correo tus poemas en “El Parnaso Contemporáneo”, habiéndotelo negado implícitamente en su respuesta. Tu férreo orgullo de poeta adolescente no pudo soportar tal afrenta y decidiste pagar con la misma moneda. Por entonces, como te digo, había transcurrido un año y en ese tiempo te habían sucedido quizá demasiadas cosas: la más importante era que habías abandonado las influencias y habías encontrado por fin tu voz personal en el poema, tu propio lenguaje, tu método, tu metrópoli literaria, tu latido verbal, tu videncia; habías ya escrito tus famosas cartas del vidente a Demeny y a Izambard donde prometías desarrollar un estilo en el que la novedad y el individualismo iban a partir de ahí formar parte de tu forma de entender la creatividad; por otro lado, habías ya iniciado tus particulares huidas, a París sobre todo, donde estarías o no estarías en la Comuna del 71; tu carácter se había agriado como el vino malo de las malas tabernas de los callejones de Montmartre; en definitiva, amor, habías cambiado como cambian los presidentes de los gobiernos de las Repúblicas o como cambiaban los colores de los cuadros impresionistas cuando eran superpuestos.
En aquella segunda carta a Banville, que fue la carta del Mal, te resarciste como una tragedia clásica. Esto es lo que escribiste:
“Charleville, Ardenas, 15 de Agosto de 1871
Al Sr. Theodore de Banville
Señor y querido maestro.
¿Se acuerda de haber recibido en junio de 1870, cien o ciento cincuenta hexámetros mitológicos titulados “Credo in Unam”? ¡Fue tan generoso al responder¡
Es el mismo imbécil el que envía los versos de aquí encima, firmados como Alcide Bava, -perdóneme,
Tengo dieciocho años. Y siempre me gustarían los versos de Banville.
¡El año pasado no tenía más que diecisiete años¡
¡He progresado¡
A.R
S.R. Charles Bretagne.
Avenue de Mézières, en Charleville
Para
Arthur Rimbaud”
Vuelves a mentir, pues no tenías dieciocho años, sino dieciséis, y la carta en sí no puede mantener más ironía, pues, por ejemplo, el pseudónimo con el que firmas, Alcide Bava, está compuesto por Bava, palabra por la que sientes predilección por esa época, y Alcide, uno de los nombres de Hércules, el semidiós que limpió los establos de Augias, de la misma manera que tú, malo niño de mal enfant, te proponías purificar la literatura.
En la carta iba adjunto el poema “Lo que dicen al poeta sobre las flores”, dedicado al Sr. Théodore de Banville, y es ahí precisamente donde se organiza el acto de destrucción, pues se trata de un texto donde la burla canalla y cruel se entremezcla con la calidad de la creatividad del poema. Dices cosas como: “Querido, siempre que te bañas, / Tu camisa en esas rubias axilas / Se infla con las brisas de la mañana / ¡Sobre miosotis inmundos¡”, y sigues: “Aunque BANVILLE las haga nevar, / sanguinolentas, giratorias, / Amoratando el ojo loco del extraño / ¡De lecturas tan mal intencionadas¡” No cabe duda de que la poesía descriptiva y pictórica estaba siendo atacada desde el más dañino exabrupto que el mismo Banville pudiera esperar. Prosigues: “La Oda Açoka va bien con la estrofa / De la ventana de dama galante; / Destellos de pesadas mariposas / Defecando sobre la Margarita”. Mayores insultos en quien creía que la poesía era el mármol de la técnica y la cisura de la belleza, a pesar de que el autor de “Populus”, con el tiempo, cayera en profundas contradicciones en tanto en cuanto a la teoría de la poesía contemporánea, como ya hemos visto, no cabía esperar. Sin duda tu poema a propósito de las flores era un puñal en el mismo corazón de la vanguardia parisina, una muerte lenta, un fuego ardiente en donde todas esas flores ardían en el Parnaso más idílico y más mitológico. Te estabas creando enemigos, aunque a esos propios enemigos con el tiempo te los encontrarías y con quien compartirías mesa y mantel en el París de Verlaine. Las Lilas serían la cita que curtirían tu complexión de poeta maldito, al fin y al cabo, de poeta rabiosamente moderno.
Seguimos mañana. En el próximo capítulo de esta serie sobre tu Masacre, Match, Matinée, Máuser, Mein y Microlentillas.