Poco después de la marcha de George Izambard a Douai tras las vacaciones del curso escolar en que te quedaste solo como una balada sin voz, en que, como ya te he contado, te prestó su apartamento para que hicieras uso de su biblioteca, empezaste a rumiar el amianto de la huida. Charleville te ahogaba como a un preso la soga. El 28 de agosto de 1870, tres días después de escribir a Izambard, cuando paseabas con tu madre y tu hermana y hermano por los prados junto al Mosa, los abandonaste con la excusa de regresar a casa a por un libro. Pero lo que hiciste fue dirigirte directamente a la estación de tren, desde donde te marchaste a París. Llevabas meses soñando con esa oportunidad, París, el círculo de la vida literaria, tu futuro como poeta, donde la gloria te esperaba. Subiste al tren sin dinero. Al llegar a la capital -antes ya te pegaron una patada por no llevar billete y te arrojaron sobre un andén desnudo y sin nadie ni nada: nuevo paso hacia tu bohemia- te detuvieron y te trasladaron a una comisaría de policía. El 5 de septiembre escribiste a Izambard explicándole la situación. Como carecías de documentación y te negaste a dar tu nombre y dirección, te trasladaron a la prisión de Mazas. Después de una semana en la cárcel, volviste a escribir a Izambard para que mediara en tu rescate. Éste escribió al fiscal imperial para explicar la realidad del asunto, envió dinero y rogó al director de Mazas que te devolviera a Charleville o, si no era posible a causa de la guerra, que te enviara a Douai. Finalmente te dieron la libertad y hacia la casa de tu profesor te trasladaste. Allí contaste con todo lujo de detalles tus aventuras y relatos. Las tías de Izambard te despiojaron. De ahí surgió tu poema “Las buscadoras de piojos”, escrito en París al año siguiente.

Finalmente, Izambard te acompañó de camino de vuelta a Charleville, donde te esperaba tu madre hecha un militar de rango en plena batalla. Te llevaste las magulladuras a las que ya estabas acostumbrado e Izambard algunos insultos. Pero pronto volviste a escaparte, esta vez a Fumay, donde vivía Léon Billuart, tu condiscípulo; de ahí te dirigiste a Charleroi en busca de Des Essarts, cuyo padre era propietario del periódico local, con la intención de que te ofreciera trabajo. Izambard volvió a seguirte los pasos, pero, cuando llegó a Charleroi, tú ya te habías machado hacia Bruselas. Tu aspecto era el de un vagabundo, exhausto por la fatiga y el hambre. En una carta a Billuart explicaste que, en la noche, la única cena había sido los deliciosos olores de las cocinas de Charleroi. En Bruselas te hospedaste en casa de uno de tus amigos, con la ropa convertida en harapos y los zapatos destrozados. Nuevamente en aquellos días de viaje sin rumbo fijo te dirigiste a Douia, donde Izambard finalmente te encontró sentado cómodamente en uno de los sillones del salón de la casa, rodeado de sus tías, copiando los poemas con buena letra que habías escrito por el camino.

A pesar del hambre, de la miseria, del vagabundeo como un pordiosero despojado de los parabienes de la divinidad –“Yo nací un día / que dios estuvo enfermo”, diría años más tarde César Vallejo, otro parisino con el hambre del pan- fueron aquellos unos días en que fuiste inmensamente feliz; probablemente esas dos semanas constituyeron el periodo más hermoso de tu vida, pues en los poemas que escribiste en aquellos caminos no hay resquicio de amargura ni curso de dolor, ni tampoco tiempo para la emisora de la tristeza o el desbarro. El poema que mejor expresa esos momentos de dicha, como un atril de nuevas nubes, es “Mi bohemia”: “Me largaba, las manos en mis bolsillos rotos; / mi paletó también se volvía ideal; / bajo el cielo iba, Musa, y yo era tu vasallo; / ¡cuántos maravillosos amores he soñado¡ / //Mi único pantalón tenía un siete enorme. / -Soñador Pulgarcito, desmigajaba rimas / en mi camino-, Era la Osa Mayor mi albergue, / y mis estrellas en el cielo hacían un fru-frú dulce; / // y yo las escuchaba, sentado en las cunetas, / en esas noches de septiembre en que la frente sentía las gotas / de rocío como un vinillo reconstituyente; / // o en que rimando en medio de las sombras fantásticas, / como cuerdas de liras, yo tiraba de los cordones / de mis malheridos zapatos con un pie cerca del corazón”.

Este poema, luz del quinto vivir, salió de tu propia experiencia de andador de caminos, que es como mejor salen los poemas burgueses y revolucionarios. No olvidemos que la Revolución ésa de la teta de Delacroix guiando al pueblo de 1789 acabó siendo burguesa y hete aquí su fracaso. El tema del vagabundaje es tan clásico como el opio o las guerras entre tribus. Dice Iván Parro Fernández: “Para empezar, cabe subrayar que el interés por la pobreza y la miseria es antiguo y rico en testimonios. Es a partir del siglo XVII cuando hay un mayor auge de escritos en los que aparece el vagabundo, considerado siempre una figura oscura y malintencionada. Mitos, leyendas y tradiciones orales han sido los que han caracterizado al vagabundo. Desde los clásicos “caballeros de la noche” hasta la actual “príncipes y princesas del asfalto”, la imaginería popular nos ha donado incontables retratos”.

Los poemas que escribiste por entonces, mi Rimb., en ese estado de reencuentro con una arcadia feliz, tenían mucho que ver con el estilo de la escuela flamenca de pintura, algo similar a su vez con los que escribirán tiempo después de 1880 los más destacados componentes del Renacimiento belga. De ese modo surgieron creaciones como “Los pasmados”, “La malina”, “En la taberna verde”, “El armario”. Otros poemas surgen en su variante política, pues todo en ti, hasta aquellas flores unas del bien y otras del mal dedicadas a Banville y que en anterior capítulo ya te he comentado, fue política, compromiso, y esa gilipollez que ya es refranero y que cita “libertad, igualdad y fraternidad”, lo cual que algunos -créeme, amor-, en este siglo desde el que te escribo, continúan usando sin tener la más remota idea de dónde surgió esa tríade fantasmagórica. He ahí, pues otros poemas de tu pordiosería: “El dolor”, “Rabietas imperiales”, “La brillante victoria de Sarrebruck” y “El durmiente del valle”, además de los deliciosos versos de “Soñado con vistas al invierno”.

Izambard escribió a tu madre para organizar tu regreso, pero ésta no quiso saber nada de ti y solicitó que te entregaran a la policía. Así lo hizo tu amigo y profesor. En la comisaría de Douai, tras despedirte de las bonancibles hermanas Gindre, fue la última vez que viste a George Izambard, a quien, sin embargo, continuarías enviando larguísimas cartas.

Debido a la guerra, el instituto aquel otoño permaneció cerrado, puesto que la mayoría de los profesores se encontraban en el frente, alistados según el Gobierno de Defensa Nacional. Tú también quisiste alistarte, como soldado, pero, como no aparentabas tus dieciséis años, no te lo permitieron. Aquel tiempo de impasse fueron unos días de tedio y aburrimiento. Delahaye y tú os pasabais las horas entre el bosque de Saint-Julien y el parque de Le Bois d’Amour. Hablabais de literatura y tú llevabas libros que leías en voz alta a tu compañero del alma, compañero, amor tuyo o no, ¿quién sabe? De momento sabemos que, en 1888, le dedicaste este poema: “Amour”.

En aquellos tiempos en que “El Cura ha distinguido, entre los niños de la Catequesis / congregados de los Arrabales o de los Los Barrios Ricos” –Las primeras comuniones -julio 1871-, por entonces habías descubierto a un nuevo poeta: Paul Verlaine, de quien conocías sus “Poemas Saturnianos” y sus “Fiestas Galantes”. Lo empezaste a admirar. Ni siquiera intuías entonces todo ese Rubicón que se os venía encima a los dos poetas, uno imberbe y otro barbón. Creo que aquí se alerta la metáfora del hecho en cuestión, que no es otra que la que sucedió en la medianoche del 11 al 12 de enero del 49 a. C. cuando Cayo Julio César, aun siendo alertado por las visiones seguramente producto de sus neurosis, decidió con consecuencias de todos conocidas atravesar al galope con sus caballos y sus ejércitos aquella frontera establecida por los romanos entre Italia y la Galia Cisalpina.

Muy pronto decidiste de nuevo regresar a París, esta vez para luchar por tu país en la defensa por la Libertad. El año anterior, durante tu estancia en Douai, habías ingresado en la Guardia Nacional y ahora te proponías realizar lo mismo en la capital de Francia. A todo esto, el instituto había vuelto a abrir las puertas, pero tú te negaste ya para siempre a ser un alumno más, eras un poeta y como tal habías decidido vivir. Te alojaste a tu llegada a París en el estudio del caricaturista André Gill, sin pedir permiso. Éste te prestó algo de dinero y en los días posteriores vagabundeaste por la ciudad en busca de trabajo, con la intención de colaborar en la defensa de Francia. Trataste de entrevistarte con el dirigente revolucionario Vermmesch, que por entonces residía en el antiguo piso de Baudelaire en la Île Saint-Louis, pero no lo hallaste. Te quedaste quince días viviendo en feroz pobreza y miseria. Comías de los restos que quedaban de los cubos de basura, aquellos mendrugos de pan que encontrabas por las calles o simplemente pedías limosna. Todo esto posteriormente lo escribirías en “Una Temporada en el Infierno”, tu libro capital.

Cuando la acción revolucionaria tomaba un desbordamiento frecuencial decidiste volver a Charleville. Eran los tiempos de la Comuna de 1871. Es difícil de comprender cómo para lo que habías ido a París en el momento cenital te redujo el entusiasmo y la vitalidad. Sin embargo, hay parte de la crítica que propone que, efectivamente, tú estuviste presente en las barricadas revolucionarias del 71, que regresaste más tarde de nuevo a París. Delahaye afirma categóricamente que tú estuviste en la ciudad durante la Comuna, en abril, que te uniste al ejército insurgente hasta que las tropas de Versalles tomaron las barricadas. Por otro lado, tú nunca mencionaste tu participación en aquella revolución. De modo que tu participación o no en la Comuna de 1871 sigue siendo uno de los misterios todavía por esclarecer por los que vengan detrás, si así lo decidieren, pues biografía hay para largo. En la de Enid Starkie, que es la que uso yo para sublevarme contra ella en algunos aspectos, todo esto no se detalla. Sólo tú lo sabes, supongo que algún día me lo contarás.

Pero he de narrarte ahora aquí un episodio que te sucedió en París de suma importancia, un acontecimiento que cambiaría el rumbo de tu vida, un incidente que de alguna manera te destrenzaría, persistentemente, la adolescencia, ya para siempre. Y esto no sale en la monumental biografía de la tal Enid Starkie. En aquellos días revolucionarios en que te encontrabas en París, en tu vagabundeo alambrante y ceremonial, pasaste una noche en uno de los cuarteles de la Guardia Nacional, exactamente en el cuartel de la rue Babylone. Allí se produjo el hecho, la herida, tu infierno; sufriste por varios de aquellos soldados ebrios y sedientos de sangre puberceste una violación sexual brutal y dramática, que te produjo honda huella física y moral, y que probablemente fue la causa de tu decisión de regresar a Charleville. Desde entonces ya no fuiste el mismo. Aquella experiencia te espantó para siempre la inocencia y la ternura. A partir de ahí se despertó en ti un hombre huraño y brusco. Fue la meditada, aconsejada por ti hacia ti mismo e intensa rebeldía la que en toda tu vida te acompañaría como elemento de todos tus actos. Regresaste a tu ciudad convertido en una persona distinta, completamente destrozado y desde esos momentos empezaste a desarrollar diferentes desequilibrios psíquicos y sufrimientos como pesadillas envueltas en la humedad de todos los continentes. Sólo después de esa cruel experiencia nació en ti la indiferencia por la vida, la incomunicación con los demás desde el punto de vista de la normalidad, el deseo de escapar de la realidad, tu obsesión por el pasado infantil, el regreso a la inocencia y a la pureza, donde no había vicio ni pecado, o hacia un mundo asistente de la creación, donde no existía más que la belleza. En una carta a Izambard a la que acompaña una segunda versión del poema El corazón robado, versos que compusiste poco después del atroz acontecimiento sexual, escribiste: “Queme, porque así lo deseo, y espero que respete usted mi voluntad como la de un muerto, todos los versos que cometí la estupidez de entregarle durante mi estancia en Douai”. El corazón robado expresaba todo tu intenso dolor: “Mi triste corazón babea a popa / Mi corazón está repleto de tabaco; / Lanzan en él chorros de sopa, / Mi triste corazón babea en popa: / Bajo las burlas de la soldadesca / que suelta risotada general, / Mi triste corazón babea en popa, / Mi corazón está repleto de tabaco. /     /Itifálicos y militarescos, / Sus insultos lo han depravado. / Pintaron frescos en la víspera / Itifálicos y militarescos. / Oleadas de abracadabra, / Tomad mi corazón, salvadlo. / Itifálicos y militarescos, / ¡Sus insultos lo han depravado¡ /      / Cuando hayan terminado de mascar, / Oh, corazón robado, ¿cómo obrar? / Cuando hayan terminado de escupir, / Se oirán báquicos estribillos, / Tendré sobresaltos estomacales, / ¡Si desprecian mi triste corazón¡ / Cuando hayan terminado de escupir, / Cómo actuar ¿oh corazón robado?”

Parece justo pensar que la repetición de los versos y la reiteración de las justas palabras, amargas en sí mismas, en clara referencia al ejercicio militar y al acto sexual en el escenario de la brutalidad (depravación, insultos, escupitajos, sobresaltos estomacales, etc.) son fiel al ritmo adquirido de una violación que yo sé, querido Rimbe, fue sorteada a las cartas del juego del vino y las babas del odio por más de cuatro rufianes vestidos de guardias nacionales. Para tu incomodidad, te digo que hoy mismo -febrero de 2019- sigue pasando lo mismo.

Izambard recibió este poema como una broma y juzgó los versos poco menos como repugnantes. Demostró una total falta de sensibilidad hacia tus orgánicos y espirituales sufrimientos. “Como ves decir cosas absurdas está al alcance de todo el mundo”, te respondió. Te desmoronaste. En quien tanto habías confiado, quien nunca hasta ahora te había fallado, justo en el momento en que más lo necesitabas, se deshacía como las aguas del río Luznice. Aquella amistad que se había iniciado en el instituto de Charleville se rompía como las mujeres de los antiguos pintores. Una violación sexual -ejecutada por sacerdotes, guardias nacionales, dementes lúcidos o simplemente porque la vida, como diría Lorca años más tarde “no es noble, ni buena, ni sagrada”, querido Alcide Bava, acostumbra a registrarse en el mal y tú bien sabes que el mal es el caos y la desorganización estrechándose por ende en contra del orden natural de las cosas, porque ese caos, que también es parte de la naturaleza, a su vez posee un orden en sí mismo. El caos es una fuerza destructiva que está también en la psique de todos cuando perdemos el sentido de la vida; y es ahí cuando se pierde la blancura de la razón, con sus escaleras de a pie y con sus valles hacia el cielo, dando rienda suelta a los instintos, que suelen llevar al verdadero peligro, como fue tu caso.

Quiero que sepas que el hombre, en su condición salvaje, es el único en la escala zoológica que puede postergar sus instintos, ya que tiene la condición todavía de reflexionar, es decir, que tiene la capacidad de pensar antes de actuar. Sin embargo, aquellos soldados de la Guardia Nacional atentaron contra tu intimidad y orillaron el pensamiento reflexivo sin dejar rastro del auténtico sentido que nos capacita como centro manifiesto de pertenecer a una graneada humanidad. La razón de aquellos soldados y sus conductas está en el pasado, en su pasado, no el presente. Seguramente aprendieron a ser forzados violentamente como ellos hicieron contigo. Freud decía que existe una capacidad humana que permite canalizar la energía sexual hacia un nuevo fin no sexual relacionado a objetos socialmente aceptables, como la actividad artística y la investigación intelectual. A este mecanismo psíquico que permite cambiar el objetivo sexual originario por otro que ya no es sexual lo denomina “sublimación”. Si bien la sublimación no consume toda la energía sexual de una persona, se logra la posibilidad de transformar una gran parte de las pulsiones sexuales hacia actividades valoradas socialmente, facilitando el control del resto.  No creo que fuera esto lo que ocurriera con tus denigradores, pues aquellos brutos proseguirían, en sus báquicas funciones de gusanos lívidos, con sus atropellos robando corazones, como tú muy bien expresaste en tu poema. “Aunque sea horrible verte descubierta; / aunque nunca se ha hecho de una ciudad / úlcera tan hedionda a la Naturaleza / verdes, el poeta dice: ‘¡tu Belleza es Espléndida¡’”, de La orgía parisina o París se repuebla.

Este razonamiento -disculpa sie me voy por los cerros de Úbeda- lleva a Freud a afirmar que la cultura proviene en gran parte de la represión de los elementos perversos de la excitación sexual, entendiendo como perverso todo acto sexual desviado. Esta capacidad de transformar la energía, Freud la extiende también a los impulsos agresivos. Melanie Klein ve en la sublimación el deseo de reparar el objeto bueno construido por las pulsiones destructivas. Entonces, una forma de recuperar no sólo a los bestias sino también a los que cometen delitos violentos sería dándoles la oportunidad de canalizar sus instintos perversos desarrollando su intelecto y elevando su espíritu, como no es el caso de aquella soldadesca, que con su guerra y sus botellas de aguardiente ya tendrían bastante para ver salir el sol cada día.

El pensamiento de Jung fue, a su vez, como escisión en el interior de la escuela freudiana, una aportación muy novedosa para la psicología a la hora de transcender el caso que aquí comentamos. Introdujo, como un nuevo mobiliario en la casa del pobre, los conceptos de extraversión e introversión y el de arquetipo, que fue una contribución innegable para la asimilación del funcionamiento psicológico del ser humano. El inconsciente, para Jung, no es un mero reservorio de los deseos reprimidos, aquellos que llevaron a aquellas bestias a tu fatal incidente, sino un universo más real e infinitamente más rico para un individuo que su propia conciencia. El lenguaje del inconsciente, de este modo, suele ser conducido, como un carruaje tirado por diez caballos, por los símbolos y el medio para comunicarlo, según el pupilo de Freud, que no es otro que el de los sueños. El inconsciente es el político de la consciencia. La interpretación de los sueños, típicamente freudiana, y de los símbolos depende en su mayoría de las circunstancias individuales del que sueña y del estado de su psique. Los sueños sirven de compensación y con frecuencia revelan elementos que no son individuales y que no se derivan de la experiencia personal del soñante. Estos elementos son los arquetipos o imágenes primordiales, formas mentales que no se pueden adjudicar a la vida del sujeto y que parecen innatas, heredadas por la mente humana. Para la interpretación de los sueños el hombre que trabaja con ellos debe conocer la mitología en su más amplio sentido, ya que sin esos conocimientos no se pueden hallar analogías importantes. Un arquetipo es una representación de un motivo que puede variar sin perder su significado básico y se manifiesta en impulsos tan espontáneamente como estos mismos. Y aquí es donde entra el impulso agresivo, que es lo que te ocurrió a ti, querido Rimbe, es decir, tú fuiste una consecuencia de las teorías freudianas y jungianas, en su más baja frecuencia, en el más pura esencialidad del inconsciente y sus pedregosas esencialidades, forzadas por el caos y los demonios, por la mitología y por una socialización desestructurada que origina un individuo capaz de cometer las más extensas atrocidades hasta dejar rastros de su paso por el mundo con el corazón de un adolescente repleto de tabaco y con “oleadas de abracadabra”. Perdón, de nuevo, amor, por esta reflexión tocho psicoanalítica, pero es que es que es la moda de nuevo en este mundo del XXI, la concha de mi madre, sobre todo en los EEUU -la puso en vigor un tal Woody Allen, un cómico al que te hubiera gustado conocer-.

Aquel acontecimiento sangrante que te dejó con el triste corazón babeando en popa, lanzando en él chorros de sopa, te derrumbó como se estaba derrumbando el Imperio en aquella guerra franco-prusiana. Tú, en aquel vagabundeo por Bruselas, por vez primera viste a un muerto durmiendo en un valle. Y escribiste “El durmiente del valle”, que es un poema político de crítica contra la irracionalidad de los conflictos: “Un rincón de verdor donde un arroyo canta / a lo loco colgando plateados jirones en las hierbas; / donde reluce el sol desde la altiva montaña: / un vallecillo que hace espuma radiante. /     /Un soldadito boquiabierto y descubierto duerme / con la nuca bañada por los berros azules y frescos; / extendido en la hierba bajo las nubes, / pálido en su lecho verdoso, donde llueve la luz. /     /Con los pies en los lirios duerme, sonriendo como / un niño enfermo sonreiría; está echando un sueño: / acúnale cálidamente, Naturaleza: tiene frío. /      /Los perfumes no estremecen ya su olfato, / tranquilamente duerme al sol, sobre su pecho tiene una mano. / Tiene dos orificios rojos en el lado derecho”.

Tu carácter, después de aquella experiencia tan devastadora, forjó una mutación en ti como mutan los árboles en primavera. De entrada, como ya te he dicho, no quisiste regresar a las aulas, aun a pesar de la insistencia inquisitiva de Vitalie Cuif, tu madre. Conseguiste un pequeño empleo en un periódico local, “Le Progrès des Ardennes”, y con eso calmaste a “La Bouche d’Ombre”, que era como tú llamabas a tu madre, tomado del plúmbeo poema metafísico de Victor Hugo. Pero el periódico repentinamente fue prohibido y nuevamente te quedaste sin empleo. Pasabas la mayoría de tu tiempo en los cafés, esperando a que alguien te invitara, con la ropa sucia y tu pipa de fumar y un sombrero que conseguía amagar tus larguísimos cabellos. Te volviste cínico y obsceno y en aquellas tabernas eras capaz de mostrar tus diversas formas de invectivas blasfemas, con un lenguaje arrabalero propio de la gente más ruin y sin estudios, como un marinero recién llegado a puerto que sólo busca alcohol y mujeres. Tu lengua era la propia de un adolescente que se dejaba llevar por el aguardiente y por las palabras contra más soeces mejor, divirtiendo a los parroquianos que veían en ti a un ángel convertido en demonio.

Te aficionaste, como unos Juegos Olímpicos en Grecia, a la bebida, cosa que experimentarías con avidez en París junto a tu pareja Paul Verlaine, y sobre la cual desarrollarías toda una teoría en tus famosas cartas del vidente, manifestando un “racional desarreglo de todos los sentidos”, aunque éste tuviera que ver más con el arbolamiento de la creatividad literaria. Más adelante escribirías todo un canto a la embriaguez, lo titularías “Comedia de la seda”: “I Los Parientes /    /Nosotros somos tus abuelos, / ¡Los Grandes¡ / De fríos sudores cubiertos / De luna y de las verduras. / ¡Tenían corazón los vinos secos¡ / Al sol sin impostura / Beber es lo que hace falta al hombre/ (…) /YO.- Ir donde las vacas abrevan /    / Nosotros somos tus abuelos; / Ten, toma / Licores en nuestros armarios / El Té y el Café, tan escasos, / Hirviendo en las marmitas. /      /-Mira las flores, las imágenes. / Regresemos del cementerio. /      / YO.- ¡Ah¡ ¡agotar todas las urnas¡ / (…)  / YO.- No, ya basta de esas bebidas puras, / Flores de agua para los vasos; / Ni leyendas ni figuras / Sacian mi sed; / (…) / Ven, los Vinos van a las playas, / ¡Como olas por millones¡ / Mira ese Bitter salvaje / ¡Rodando de las montañas¡ / Alcancemos, prudentes peregrinos / La Absenta de pilares verdes… / YO.- Ya no más esos paisajes. / Amigos, ¿qué es la embriaguez?…”

El alcohol, a partir de ahí, ya formó parte de tu vida como un movimiento barroco en los lánguidos abedules. Tu embriaguez fue lumínica, locuaz, aberrante, urbana, moderna y con fanfarrias luciferinas. “Lo mejor es dormir bien borracho sobre la arena”, dirías más adelante en “Una Temporada en el Infierno”. A la Absenta la convertiste en tu bebida preferida, como los pintores malditos del siglo XIX, entre la bohemia, la desidia y la genialidad. La Absenta, con sus propiedades alucinógenas, era, por ejemplo, la que había marcado el ritmo pictórico y vital del sufriente Van Gogh, así, como te digo, de buena parte de la tropa cultural y parisina de los años en que tú te estabas originando, antes y después. Te convertiste, por culpa del alcohol, en un poeta vago y brutal, desbordante, pagano, pulmonar, triturador de almas cándidas, incendiador de inocentes, pues no eran pocas las veces en que te acercabas por el instituto para burlarte desde los ventanales de aquellos que habían sido tus amigos como queriendo demostrar tu libertad de hereje y apátrida de las Academias. Lo único que hacías, eso sí, era visitar la biblioteca y sentarte allí durante horas, leyendo libros que te produjeran la acidificación suficiente para el marchamo de una cultura que iba ancheándose como los países en sus colonizaciones. Cuando visitabas para burlarte de los estudiantes el instituto, las autoridades académicas recordaban cómo en tus tiempos tú ganabas todos los premios y cómo ahora ningún alumno era capaz de imitar tus habilidades y llevarse todos los laureles. Pero, ya te digo, que tu vida se resumía al mundo de las tabernas y a la embriaguez. Así se lo contabas a Izambard en una carta: “Vivo cínicamente a costa de otros y me aprovecho de los antiguos y estúpidos amigos del instituto que me encuentro. Todo lo sucio y feo que me ocurre, en palabras y en acciones, se lo ofrezco, y ellos me pagan ‘en bocks et en filles’”.

La mayoría de los críticos han interpretado mal estas palabras, pensando que tú te gastaban todo el dinero en el uso de la prostitución, pero hay que tener en cuenta que la palabra “fille” en aquel entonces se usaba para denominar una medida de aguardiente, que era lo que a ti verdaderamente te interesaba, el alcohol, como un proceso de construcción y de autodestrucción, como una defensa contra tu timidez, pero también como un fondo público para el satanismo, para el Mal, que era donde tú ya estabas situado, como una ciudad invadida por los bárbaros, como un bosque incendiado, como Luis XVI guillotinado, “Satán entre los doctores”, te llamarían en París.

Tu rebeldía era una brisa espesa de Bagdad con iluminaciones obscenas, un camino intenso presionado por el cargamento de los animales, una máscara del teatro de Molière en su actitud de la risa, una tormenta romántica entre el lampatán de lord Byron y las aguas de Venecia. Aprendiste muy joven el sistema de la rebelión y ni siquiera Dios te amparó, pues hacía tiempo se había desclavado de la cruz. Sin duda habías leído en Proudhom aquello de que “Dios es el Mal” y esa frase empezó a formar parte de tu método como un sistema de signos que sólo tú sabías descifrar.

Llegó el día en que fuiste capaz de escribir en uno de los bancos de un parque de Charleville “Mierda a Dios”, porque ya intuías que sabías cortar el árbol entre el bien y el mal y derrocar de esa manera toda la genealogía agónica que todavía perduraba con el cristianismo. Leonardo Da Vinci dijo que “la rebeldía es hija de la experiencia”. Sin duda tú esa experiencia la tenías marcada con marcas de fuego, por culpa de unos soldados de la Guardia Nacional y por tu vagabundaje por las tierras de los dioses. A tus dieciséis años habías vivido más mundo que muchos a sus cuarenta. La vida era acción –luego lo comprenderías incluso mucho mejor- y tu terror al aburrimiento y a la vida familiar te llevaron a preparar el camino de la huida, como lo harías más tarde, cuando marcharías a París definitivamente, junto a Verlaine, de modo que la huida es experiencia y la experiencia, según Da Vinci, es rebeldía, una transgresión que tú angurriabas constantemente, entre la punta de tus zapatos y el humo que salía de tu pipa de fumar. “Un verdadero espíritu de rebeldía es aquel que busca la felicidad en esta vida”, dijo Henrik Johan Ibsen. Y a mí no me cabe la menor duda de que, en el fondo, lo que tú intentabas era encontrar tu lugar en este mundo, un lugar donde expandir tus deseos de satisfacción, de libertad, de predestinación, desde una estrategia muy estudiada en relación con los conocimientos adquiridos y la creatividad voluptuosa que formaba parte de ti como un efecto de leyenda, como un solo de piano de Schubert, como una condecoración del ejército brasileño que consiguió su independencia entre los años 1821-1823, frente a una Portugal de Juan VI.

Tu felicidad residía en tu poesía y, por entonces, en el triunfo, en la gloria literaria. Lo intentaste y no faltaría mucho para ello. De momento eras feliz artificialmente, a lo Baudelaire, y te contentabas con ello. Cada uno busca donde puede su autorización a la física, ya que el espíritu está destrozado como un Waterloo de Napoleón. En tu poema “Novela” palpita una dicha alrededor de una naturaleza que sin duda ya era tuya: “¡Qué bien huelen los tilos en las buenas noches de junio¡ / A veces es tan dulce el aire, que cerramos los párpados; / el viento cargados de sonidos –la ciudad está lejos- / trae perfumes de viña, perfumes de cerveza…”. Sin duda siempre fuiste más feliz entre los pájaros que entre las viejas calles de las ciudades, por eso aparece tan abundantemente la natura en tu literatura. Dice Clive Staples Lewis: “Si los rebeldes pudieran triunfar descubrirían que se habían destruido a sí mismos”.

La destrucción del triunfo te llegó momentáneamente, por eso pronto te cansaste de todo aquello, porque en seguida te diste cuenta que el Arte con letras mayúsculas no significaba nada para ti, tú sólo eras un rebelde, contra todo, contra la Academia, contra la Escuela, contra el Poder, contra la Vida, contra ti mismo y esa situación de autodestrucción, según Lewis, fue la que te llevó a pensar en la gran huida, en el gran viaje, en la gran aventura: África, tu dolor convertido en un sol que curtiera tu piel y quemara tus pulmones, “Nadar, triturar la hierba, cazar, fumar sobre todo; beber licores fuertes como el metal hirviente, -como hacían esos queridos antepasados alrededor de las hogueras. (…). Ahora estoy maldito. La patria me horroriza.”

Esta libranza de destrucción se produjo en ti tras el arrecife de las amargas experiencias, ya te lo he dicho, y al ver que tus quimeras no se iban cumpliendo decidiste visitar el Infierno de Dante y chamuscarte en él, con todas sus sociedades paganas o religiosas. Tu relación con el cristianismo era de pulverizar lo que había creado El emperador romano Constantino en el año 313, con su famoso Edicto de Milán, donde permitió el libre culto a los cristianos, por entonces perseguidos y defenestrados. Había nacido oficialmente la fe del Salvador. Lo que no cuenta la historia cristiana es que inmediatamente después de esto existió una venganza encarnizada y sangrienta contra el paganismo y el ateísmo con miles de muertos que conformó un exterminio propio del Terror y de las más iluminadas bestias. ¿Para eso Jesús había muerto como acto de salvación de todos los hombres? ¿Quién salvaba al pagano? ¿Quién te hubiera salvado a ti, Arthur, si en esos momentos te hubieras encontrado en Constantinopla?

En el poema “Las primeras comuniones” -ya comentado- expresas con claridad de lágrima de ninfa tu carmenador hacia la rebelión, exactamente tu emporcamiento contra la religión cristiana y las castas ideas religiosas, que consiguen que una niña inocente comulgue con la idea de Jesús y pierda de este modo todo vínculo de pureza. Se trata una de tus obras más blasfematorias y más obscenas descontroladas por tu imaginación transgresora y limante. “En verdad, son estúpidas esas iglesias de los pueblos / en que quince feos monigotes, sobando los pilares, / escuchan a un grotesco de negro, al que el calzado / le fermenta, gangueando las chácharas divinas. / Pero el sol despabila, a través del follaje, / los antiguos colores de las irregulares vidrieras. / (…) / El Cura ha distinguido, entre los niños de la Catequesis / congregados de los Arrabales o de los Barrios Ricos, / a esta niña desconocida de ojos tristes, de frente amarillenta. / Sus padres parecen dulces porteros. / ‘En el Día señalado por siempre entre los catecúmenos / Dios hará nevar sus pilas de agua bendita sobre su frente’ / (…) / Y, cuando habiendo reprimido todos sus nudos de histeria, / ella vea, bajo las penas de la dicha, a su amante soñando / en el blanco millón de las Marías, por la mañana / de la noche de amor, con dolor ha de decir: /      / ¿No sabes que yo te he hecho morir? He tomado tu boca, / tu corazón y todo, todo lo que tenéis, lo que tú tienes; / y yo me encuentro mal: ¡oh¡ ¡quiero que me acuesten / entre los Muertos empapados por las nocturnas aguas¡ /     / ‘Yo era muy joven y Cristo mancilló mis hálitos. / Me hartó, a más no poder, de ascos. / Tú besabas mis profundas guedejas… y me dejaba hacer… / ¡Vaya¡: ¡que es bueno para vosotros, /      / hombres, que no os dais cuenta que la más enamorada es, / por debajo de su conciencia repleta de terrores innobles,  / la más prostituida y la más dolorosa, / y que nuestros impulsos hacia vosotros son errores siempre¡ / ‘Puesto que mi Primera Comunión hace ya mucho tiempo, / es imposible que yo haya conocido tus besos: / y mi carne y mi corazón por tu carne abrazados / llenos están del beso pútrido de Jesús.’ /       / Y, así, el alma podrida y el alma desolada / sentirán tus maldiciones. / -Ellas se habrán rendido sobre tu Odio inviolado, / libradas, por la muerte, de las justas pasiones, /       / Cristo, ¡oh, Cristo¡, ladrón de energías, / Dios que desde hace dos mil años consagras a tu palidez / las frentes de las mujeres clavadas en el suelo de la vergüenza, / y por las cefalalgias retorcidas, las frentes de las hembras dolorosas.”.

Este poema pagano que escribiste en el fondo quiere demostrar la castración sexual a la que es sometida la mujer en cuanto entra en contacto con la Iglesia, desapareciendo de ella el brillo de la carne y los alrededores de los besos, porque, aunque no estemos seguros, Cristo sigue siendo un ladrón de energías.

Aunque tú no lo sepas, Alejandra Pizarnik diría: “la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”. Tu pulverización sobrevino sobre todas las cosas: la religión, la sociedad, el Estado, el Parnaso, el mundo en su consistencia de decadencia, los hombres como anchura del Poder, la Realeza, las rosas podridas, el misterio desvelado, las guerras como avaricia de las naciones, la hipocresía de los sabios, la Gran Puta de París, el estamento de una burguesía elemental y en crisis, el provincianismo con sus pasmados, sus acuclillados y sus bibliotecarios. Tu rosa era real y disidente, atormentada entre un Cielo y una Tierra que jamás entendiste del todo, quizá porque buscaste demasiado, tal vez porque fuiste la Gran Interrogación del territorio y las lagunas. El dolor era excesivamente intenso para mostrarte cordial y demasiado humano, formabas parte de otra raza, de otras fábulas y lentamente te fuiste convirtiendo en el heredero de Satán, el mensajero/ángel que Yahveh envió para impedir que Balaam maldijera al pueblo de Israel. Disponías de toda su etimología: “impedir”, “hostigar”, “oponerse”, “enemigo”, “adversario”. No eras Satán, sino Ha-shatán, del término bíblico hebreo y tus jardines de ayer, aquella inocencia de ojos azules se había transmutado en el ser oscuro de Semyazza o Azazel, en la rosa danzante contra el vientre puro de Dios, tu rosa pulverizada, según la poeta Pizarnik.

Quiero hacerte saber ahora que, desde esa rebeldía tan pulida y tan villoniana, lo que ocurrió en tu vida en el periodo que va desde tu regreso de París y el “acontecimiento” a mediados de marzo de 1871 hasta el otoño de ese mismo año se inclina como uno de los más fecundos de toda tu carrera literaria. Durante aquellos primeros meses escribiste un importante número de poemas obscenos y de gran violencia sin duda como consecuencia del estado de ánimo en que te encontrabas dada la perturbación con que te marcó aquel encuentro sexual con la soldadesca de la Guardia Nacional. En abril y mayo compusiste “Los sentados”, “El corazón robado”, “París se repuebla”, “Canto de guerra parisiense”; en julio “Las primeras comuniones”, “Lo que dicen al poeta sobre las flores”, el poema, te recuerdo, que enviaste a Banville; y en septiembre “El Barco Ebrio”, con el cual darías un vuelco vital y definitivo a tu manera de escribir, con este poema encontrarías, como La Reina de Saba y Salomón, la cuchillería intacta de las palabras, el cuévano arcádico de un lenguaje que, a la postre, sería el que te dirigiría, como un buque de guerra, hacia la modernidad. “Hay que ser absolutamente moderno”, escribirás. Ya estabas preparado para la cábala y para la iluminación, sólo te faltaba la Navidad sobre la Tierra.