La mañana del 19 de diciembre de 1916 encontraron un bulto flotando entre el hielo del río Neva, bajo el puente del Gran Petrovsky de Petrogrado. Cuando lo izaron descubrieron que era el hombre más famoso de Rusia: con los brazos levantados en aparente gesto de lucha agónica y las rodillas medio encogidas, su cadáver congelado aparecía agujereado por las balas en el pecho, la espalda y la cabeza. Los ojos, entrecerrados, mostraban sin embargo un postrero indicio de resignación feroz. A primera vista su aspecto era el de quien ha sido arrojado todavía vivo al agua helada. Atado con cuerdas por los pies y semidesnudo, tumbado sobre un trineo, el cuerpo resolvía el misterio que agitaba la delirante Petrogrado del segundo año de la guerra mundial: tras dos días sin que se supiera nada de él, Rasputín, por fin, había aparecido. En cuanto se lo llevaron de allí, la gente se lanzó al río como loca para llevarse a su casa algo del agua que había visto morir al terrible hombre místico. Rusia entraba en una fase nueva y definitiva de su larga descomposición.
«La mañana del 19 de diciembre de 1916 encontraron un bulto flotando entre el hielo del río Neva. Rasputín, por fin, había aparecido. En cuanto se lo llevaron de allí, la gente se lanzó al río como loca para llevarse a su casa algo del agua que había visto morir al terrible hombre místico»
Así terminaba la vida de un personaje genuinamente ruso cuya naturaleza parecía el compendio genial de todas las extravagantes figuras humanas descritas por los grandes maestros de la literatura de aquel país. Su figura había acaparado la propaganda antizarista dentro y fuera del imperio ruso; caricaturizado como un satánico macho cabrío que gobernaba Rusia sodomizando a la zarina, toda la furia de los enemigos políticos de la autocracia se canalizaba a través de la mofa y escarnio de Rasputín, de su presencia y mano en palacio. Le faltaba poco para cumplir 47 años. El Neva vomitó su cadáver, que era el producto de lo que podría llamarse un golpe de mano palaciego peligrosamente próximo a un coup d´Etat; el crimen materializaba violentamente el enfrentamiento entre casi toda la corte petersburguesa, incluida gran parte de la propia familia Romanov, y la zarina Alejandra Fiodorovna. No en vano, a los asesinos de Rasputín había que buscarlos entre lo más selecto de la aristocracia rusa. Pero, ¿cómo era posible que un greñudo y cateto botarate venido de las profundidades del imperio concitara la atención de las más altas personalidades del Estado, hasta el punto de implicarlos en un complot contra la corona en un momento histórico, además, tan delicado, estando Rusia contra las cuerdas en el frente oriental de la peor guerra jamás vista en Europa? Porque eso era Rasputín: un sencillo y miserable campesino siberiano a cuya suerte no obstante los últimos zares de Rusia creyeron ligado, durante la última parte de sus vidas, el mismo destino de la autocracia: poco más de dos meses después del asesinato de Rasputín, Nicolás II abdicó en su hermano Miguel, quien a su vez rechazó la corona, terminándose formalmente tres siglos de reinado de los Romanov.
«Un sencillo y miserable campesino siberiano a cuya suerte no obstante los últimos zares de Rusia creyeron ligado, durante la última parte de sus vidas, el mismo destino de la autocracia…»
La respuesta está en su fabulosa, compleja vida, que vista desde lejos, cien años después de su muerte y del fin del imperio de los zares, parece creada ad hoc para el momento y el lugar en que le tocó vivirla.
El año en que Rasputín conoció a la familia imperial rusa ofrece mucha información, es determinante para empezar a comprender la magnitud de su fenómeno: 1905. Hay quien considera este año como la primera parte de la Revolución Rusa. Un alud de catástrofes se abatieron sobre el país y pusieron bailando sobre el abismo la corona del tímido y dubitativo zar Nicolás: primero, la enfermedad del zarévich recién nacido, que era hemofílico, lo que ensombrecía el futuro del único heredero varón; luego, la degeneración de la guerra contra Japón, que ya se había convertido en un trauma nacional; después, el Domingo Sangriento y sus consecuencias: las rebeliones en el campo, los motines en el ejército, las huelgas revolucionarias en las ciudades y la posterior, obligada e histórica concesión al parlamentarismo en la forma de la Duma. El desgaste de la institución sobre la que se sustentaba un Estado de tres siglos amenazaba con derrumbar todo el edificio. La situación excedía la aptitud de un hombre débil sometido a la voluntad de una zarina despreciada por todos, dentro y fuera de la corte. Los zares necesitaban ayuda inmaterial, ayuda de Dios. Pronto creyeron que Dios se la había enviado.
Nicolás y Alejandra eran dos personas profundamente religiosas y extraordinariamente místicas, fervorosos conocedores de la historia sagrada de Rusia. Hay que tener en cuenta, además, que una ola de superstición y de apocalipticismo rompió contra San Petersburgo en aquel tiempo, inundando los más altos círculos nobiliarios y de poder de extraños personajes y de extrañas prácticas espirituales que se mezclaban promiscuamente con el día a día de la gobernación del imperio. Estaban en boga cosas como el espiritismo y la teosofía, la creencia en la metempsícosis y cosas por el estilo, en franca armonía con lo que también sucedía en la Europa culta e ilustrada que volaba sin frenos a lomos del progreso industrial. La neurastenia, las crisis nerviosas y los remedios milagrosos estaban a la orden del día en las clases medias y altas de Viena, París o Londres. El mundo parecía refugiarse en los misterios insondables ante la inminencia de una catarsis que las tensiones geopolíticas llevaban décadas amagando. Este panorama, esta atmósfera apremiante y agobiante concordaba muy bien con el carácter de los zares, dos personas nerviosas y excitables según los testimonios cuya propia ceremonia de coronación estuvo marcada por una horrorosa carnicería: la muerte de más de mil trescientos de los asistentes al ágape popular, festivo, que tuvo lugar en el campo de Jodynka de Moscú tras el acto en el Kremlin. Los zares no interrumpieron las celebraciones a pesar de que durante días se estuvo contando a los muertos provocados por las avalanchas que la pésima organización y la nula seguridad del acto agravaron sin duda. Este primer baño de sangre pesó desde el principio sobre la temerosa conciencia de la pareja imperial con la fuerza de una premonición. Todo lo que les ocurrió a partir de entonces, así como el pasado personal de ambos príncipes, les condujo a una búsqueda incansable de algún tipo de mediación divina que orilló los márgenes de la fe ortodoxa, de la cual los zares eran desde el principio paladines, defensores y máximos representantes oficiales.
Edvard Radzinsky es un autor, dramaturgo y guionista ruso que en los años 90 tuvo acceso a una fuente documental única: el expediente con el resultado de los trabajos de investigación llevados a cabo desde marzo hasta octubre de 1917 por la Sección decimotercera de la Comisión Extraordinaria de Inspección para la Investigación de Actos Ilegales por parte de los Ministros y Otras Personas Responsables del Régimen Zarista, constituida por el Gobierno Provisional que se hizo cargo del gobierno en Rusia después de que Nicolás II abdicase. Esta Sección decimotercera tenía la misión literal de inspeccionar la actividad de las fuerzas oscuras, es decir, tratar de esclarecer el alcance de la influencia de Rasputín, al que envolvía una leyenda increíble y al que se llamaba incluso Anticristo enviado por Lucifer para destruir al zar y a Rusia. De ese expediente salió un libro en forma de biografía que indaga a fondo en una figura que ya ha pasado al imaginario colectivo de Occidente deformado como un demonio de muchas caras, con atributos sobrehumanos y de poder seductor irresistible: como sinónimo de eminencia gris que maneja los hilos del poder merced susurrando al oído del que manda.
«En realidad, Rasputín fue el último de los magos, santones y estrambóticos chamanes que desfilaron por la corte de San Petersburgo intentando calmar esa ansiedad por lo trascendente que sentían los zares»
En realidad, Rasputín fue el último de los magos, santones y estrambóticos chamanes que desfilaron por la corte de San Petersburgo intentando calmar esa ansiedad por lo trascendente que sentían los zares. El último y el más importante, por supuesto, ya que consiguió, al final de su vida, alcanzar la posición privilegiada de un valido, hasta el disparatado punto, pero cierto, de que aconsejaba, sugería y prácticamente ordenaba al mismísimo zar las acciones militares que le convenían a la estrategia de su ejército en el frente oriental, durante la Primera Guerra Mundial.
Radzinsky subraya en su libro el carácter de mártir de Nicolás II, su resignación ante los que para él eran designios de Dios: toda su vida como hombre, príncipe, padre y zar, estaba determinada por la voluntad divina. Nada podía hacerse sino aceptarla con la humildad de un Job, con quien se comparó según cita el autor un episodio descrito por el embajador de Francia en Rusia en 1914. Su mujer sin embargo estaba hecha de otra pasta. Desde el principio, con ánimo matriarcal, buscó protección esotérica contra la tragedia que no dejaba de presentir, con buen criterio, por cierto, aunque sin excesivo mérito: lea uno lo que lea sobre la Rusia del cambio de siglo y los años que antecedieron a la revolución, estaba muy extendida, además en todas las capas sociales, la idea más o menos vaga, pero perceptible, de que una gran sacudida se aproximaba inevitablemente. El pasado de los Romanov estaba lleno de sangre por todas partes y a su mismo abuelo lo despedazó la bomba de un terrorista en 1881: Nicolás había visto cómo el zar Alejandro II, el emancipador de los siervos, moría desangrado en una cama de palacio, con las piernas destrozadas por una bomba lanzada por un terrorista de la organización Voluntad del Pueblo. Cuando Rasputín accedió a palacio por primera vez en 1905, gracias a la mediación de las grandes duquesas Militsa y Anastasia de Montenegro (las célebres “princesas negras” que durante años acompañaron a la zarina en su acercamiento a la fe ortodoxa popular y a la espiritualidad mística desviada de la doctrina oficial), otros como él habían sido ya “amigos” de los zares. Dice Radzinsky que “las entonces inseparables amigas de Alejandra, las princesas montenegrinas, nacidas en un país pobre donde la aristocracia estaba mucho más cercana a la gente común, aportaron a palacio que la verdad, los milagros y la fuerza están ocultos en el pueblo llano, en la gente común”. La idea del zar como el gran padre y benefactor de todos los campesinos de Rusia, que los gobierna con prudencia y rectitud sobre las turbias injerencias de nobles, funcionarios y las élites burguesas de las ciudades, estaba muy arraigada en la psique popular; para Nicolás y para Alejandra, en constante búsqueda de pureza espiritual y asediados por los sibilinos intereses enfrentados de los odiosos cortesanos, tuvo que resultar muy evocadora la esperanza de entrar en contacto con la honestidad religiosa de los rusos sencillos mediante el trato con uno de los más acabados tipos de rusos del pueblo llano. Desfilaron una serie de santones por Tsarkoie Seló, con mayor o menor fortuna tras encuentros cuidadosamente preparados con los zares hasta que, por fin, llegó Rasputín.
Rasputín aterrizó en un lugar que estaba preparado para él y supo aprovechar su momento porque a pesar de ser un analfabeto, era un tipo muy listo, perspicaz, astuto y, sobre todo, poseía un don para la persuasión en el trato directo que, encarnado en sus ojos, descritos como demoníacos, exprimió a fondo desde que llegó por primera vez a San Petersburgo en 1903. Sus ojos, pero sobre todo su estilo de vida, escandalizó y sedujo a la corte a partes iguales; generó una leyenda en torno a su figura, de fornicador insaciable y borracho depravado, hasta el punto de que todavía hoy resulta imposible distinguir cuánto de su propia naturaleza y cuánto de conducta vinculada a los residuos del paganismo que pervivían en su Siberia natal había en su oscura personalidad.
«Cuando Rasputín llegó a la capital imperial, ya era un jlist. Los jlisti eran miembros de la herejía más famosa de Rusia, una herejía relacionada con la cristianización misma de los vastos espacios siberianos y con la Historia cismática de la iglesia ortodoxa rusa»
Cuando Rasputín llegó a la capital imperial, ya era un jlist. Los jlisti eran miembros de la herejía más famosa de Rusia, una herejía relacionada con la cristianización misma de los vastos espacios siberianos y con la Historia cismática de la iglesia ortodoxa rusa. Había nacido en Pokróvskoie, provincia de Tobol y óblast de Tiumén: una “pequeña colonia situada en plena llanura siberiana a orillas del río Tura, cerca de una inmensa carretera; donde recorriendo cientos de verstas, los cocheros conducían sus diligencias siguiendo el curso del Tura desde Verjoturie, la ciudad de los montes Urales”. Como nota curiosa que redondea el tétrico ambiente de aquella época, los zares pasaron por delante de su casa cuando los bolcheviques los llevaban camino de la muerte en 1918. Fue el único hijo del matrimonio entre los campesinos Efim Yakovlevich Rasputín y la campesina Anna Vasilievna que sobrevivió más allá de la primera infancia. Aunque ha pasado a la Historia por el apodo cariñoso con el que se dirigía a él la zarina, “starets”, la palabra con la que en Rusia se conocía a los ancianos venerables con autoridad religiosa por su condición de anacoretas o por poseer un don que los hacía especiales e imprescindibles en la intercesión con lo divino, Rasputín era un año más joven que Nicolás II. Hacía todo lo posible por aparentar más años de los que tenía y siempre arrojó una sombra de confusión sobre su pasado. Pero no sólo eso lo incomodó en cuanto nació la familiaridad con los zares: también la etimología de su apellido suponía un inconveniente, puesto que Rasputín deriva de la palabra rusa “rasputa”, que significa “persona inmoral, que no sirve para nada, persona disoluta, depravada”. Esto encajaba maravillosamente con la imagen que el mundo tenía de Rasputín, por eso muy pronto pasó a ser, en la correspondencia entre Nicolás y Alejandra, “Nuestro Amigo” o “El Amigo”. También resultó común en esa correspondencia privada entre los zares el apelativo de “Nuestro Segundo Amigo” para distinguirlo de un “Primer Amigo” cuya presencia en la corte entre 1901 y 1904 allanó el camino, en el ánimo de los monarcas, para la posterior llegada de Rasputín: un extraño curandero francés, Philippe Nizier-Vachod, llamado familiarmente en la corte monsieur Philippe. Este hombre se convirtió en un apoyo imprescindible para Nicolás y Alejandra en el tiempo en el que ambos buscaban con desesperación piadosa que Alejandra concibiera un último hijo, el tan deseado varón. A su muerte, Philippe, al parecer, profetizó que regresaría encarnado en otra persona: Rasputín, por tanto, cazó al vuelo con su astucia innata las hondas implicaciones que palpitaban en el ánimo de los monarcas en sus primeras apariciones en palacio. La intimidad entre Rasputín y los zares, por supuesto, selló el aislamiento de la pareja imperial no ya del inmenso pueblo ruso y de sus élites intelectuales, políticas y urbanas, sino algo todavía más peligroso, de sus propios círculos familiares y aristocráticos. Este aislamiento resultó letal en febrero de 1917.
Rasputín fue un joven “flaco y poco atractivo” según Radzinsky, afanoso hurón de archivos documentales. Sin embargo, de muchacho Rasputín ya triunfaba con las mujeres aunque eso no le suponía problema alguno para alternar con prostitutas sin esconderse demasiado, según los testimonios de los campesinos de su aldea consultados por los investigadores del Gobierno Provisional. Por lo visto, su carácter era bastante pendenciero y libertino. Le gustaba emborracharse salvajemente, pegarse con otros campesinos en las tabernas y recibir terribles palizas. Según cuenta Radzinsky la gente que lo conoció en aquella época atestigua que “una inmensa fuerza animal pesaba sobre él como una fatigosa carga”: su padre lo mandaba a la capital del óblast por grano y heno, y al cabo del tiempo regresaba a pie, molido, sin dinero, sin mercancía y sin caballos. Echaba mano de esto y de aquello, iba de acá para allá, como un errante. Tal era su estilo de vida, no demasiado extraordinario para un campesino ruso de aquel tiempo. Lo que lo hacía diferente es una especie de ensoñación que le llevaba a comentar cosas extrañas para la gente sencilla que lo rodeaba; preocupaciones de tipo espiritual, un ensimismamiento poco habitual para un campesino como él que le valió el apodo en la aldea de “Grishka el Loco”. No obstante, eso debía ser en sus ratos de sobriedad. Llegó un punto en el que tuvo que robar para pagarse la bebida. Aquí fue cuando un día, tras robar unos caballos a un vecino (su padre también había tenido fama, en su juventud, de ladrón de ganado) lo atraparon y se liaron a estacazos con él, hasta el punto de que, al parecer, experimentó por fin lo que más tarde él mismo describió “el gozo de la humillación y el sufrimiento”.
Rasputín contaba entonces 28 años y seguía soltero, algo fuera de lo común en el medio al que pertenecía. Se casó poco después con Praskovia Fiódorovna, dos años mayor, una “trabajadora infatigable y esposa ejemplar” según Radzinsky. Con ella tuvo cinco hijos, tres mujeres y dos hombres. Hasta entonces, según sus propias palabras, vivió “en el mundo, amando lo que había en el mundo”. Desde ese momento y tal y como escribió el instructor de la citada Comisión Extraordinaria, “una experiencia profunda cambió por completo su psique y le hizo volver la mirada a Cristo”. Empezó a peregrinar. ¿A causa de la paliza? Radetzsky menciona que, entre los variados trabajos que Rasputín desempeñó antes de casarse, fue cochero. Por lo visto, un día llevó a Tiumén a Melety Zborovsky, un seminarista que luego llegó a ser rector del Seminario de Teología en Tomsk. Con él, según parece, habló largo y tendido de Dios, de un modo tan vivo que debió cuajar en Rasputín la noción del Dios misericordioso que espera paciente al pecador hasta el final. Esto debió ocurrir en un tiempo próximo al episodio del robo de los caballos y de la terrible paliza. Fuera esto u otra cosa la causa de su transformación, Rasputín abandonó esporádicamente su nuevo hogar conyugal y llevó a cabo diversos “vagabundeos espirituales” entre los cuales regresaba a Pokróvskoie, cultivaba el lote de tierra familiar, tenía hijos con su mujer y demostraba a los ojos de sus desconfiados vecinos ser un hombre nuevo.