Quizá si nos quedase la celebrada pieza de Tespis o alguna otra de Frínico o incluso de Quérilo, no comenzaría la serie sobre estos héroes más pedestres que son los personajes dramáticos con uno de Esquilo. Pero, como apenas conservamos unos vagos ecos de aquellos primeros trágicos, me acojo al combatiente de Salamina —que es como Esquilo prefirió pasar a la posteridad—, además de creador —dicen— del coturno y la máscara y, sobre todo, del deuteragonista —o segundo actor—, cuyo parlamento ya permitió a la escena ática vibrar con verdaderos destellos dramáticos.
Y de todos sus protagonistas —Jerjes, Orestes, Dánao…— he escogido como arranque de la serie al bondadoso Prometeo, pues el sortilegio de su nombre es tan poderoso que remueve nuestros más antiguos alientos filantrópicos, si no agita leyendas mucho más arcaicas, de cuando la humanidad emergía entre el Tigris y el Éufrates mientras él, Prometeo, no había descendido todavía a ser un descomunal y sacrificado titán, y se nos manifestaba como el deslumbrante dios Enki, quien se devanaba en mostrarnos a los hombres las artes terrestres y acuáticas. Es más, su amor por nuestra torpe condición era tanto, que cuando el celestial Enlil quiso exterminarnos por ruidosos y jaraneros, Enki avisó a Atrahasis para que se construyese un arca, calafateada con la brea que brotaba por doquier en aquellas tierras, con la que burlar el diluvio que se nos iba desplomar encima de un día para otro; tal como luego haría Yahvé con Noé, o Prometeo con su hijo Deucalión. Solo que en cada caso el tormentón presentó una duración distinta y las arcas salvadoras fueron a vararse sobre montes tan alejados que al escuchar, mediando algún tiempo, estos relatos, se nos antojan distintos y, al contrario, no son sino variaciones de la misma leyenda a lo largo de tres milenios. De ahí que no constituya una minucia que la nao de Deucalión se pose, tras nueve días de aguacero, sobre el Parnaso en lugar del caucásico monte Ararat, como la de Noe; como tampoco encontramos en la Biblia una figura como Prometeo, que otorgó secretamente el fuego a los hombres para su bienestar o, incluso, les enseñó a aprovechar la mejor porción de un holocausto, ya que los dioses se satisfacían con el mero olor de la carne asada; ¿entonces, no bastaría con ofrendar tan solo los huesos y los sebos, cuyas emanaciones resultan ya sobradamente sabrosas? Por supuesto que bastaría.
En fin, que la Biblia carece de un patriarca tan benefactor para la especie humana como este titán; es más, debemos trasponer al propio Prometeo en la Historia y avanzar hasta los Evangelios para descubrir un propósito, en favor de la humanidad, semejante al suyo en estos escritos de origen semítico; y tal filantropía será obra ni más ni menos que del propio Jesús, bien que la salvación que este ofrece es ultraterrena y Prometeo se conformaba con facilitarnos la vida acá, en la Tierra. Pero aún hay otra coincidencia más sustancial: como Jesús, Prometeo padeció tormento tanto por su hurto del fuego del Olimpo para entregárselo a los hombres como por animarlos a escatimarle a los dioses durante los sacrificios los solomillos y dejarles solo los zancarrones; y su castigo —de sobra lo saben— fue acabar encadenado en el Cáucaso por orden de Zeus, quien cada mañana complacía su crueldad enviándole un águila para que le devorase el hígado. Y en este momento, comienza la tragedia de Esquilo.
No obstante, en la tragedia, Prometeo parece condenado más bien por ocultar un secreto decisivo para la soberanía del Crónida antes que por estos delitos filantrópicos. Y es que Esquilo, como novedad respecto al mito, nos presenta a un titán adivino y el acierto de sus predicciones se nos muestra cuando entra en escena la penitente Io, otra víctima del despotismo de Zeus, pues su esposa Era, arrebatada por los celos, la ha castigado con la persecución de un punzante tábano, y a quien Prometeo pronosticará un espléndido futuro tras su llegada a Egipto, donde Io se deshará del castigo. En cuanto a él, padece su gemonia por ocultarle al Crónida con cual hembra no puede yacer, pues el fruto de ese concubio, siguiendo la tradición familiar, lo destronará del Olimpo, como el mismo Zeus hizo con su padre Cronos, y este, a su vez, con el suyo, Urano. En suma, que la tragedia Prometeo encadenado (s. V a. C.), en lugar de la exposición del martirio de un adalid de la humanidad —por dispensador del fuego prohibido y por maestro en el aprovechamiento de los sacrificios— se torna en una neta acusación de las arbitrariedades del tirano, pues cabe mayor injusticia que perseguir a los seres por sus dones naturales; es decir, a Io por su belleza y al titán por su clarividencia. Pero aún encierra una vuelta de tuerca más: he aquí que se duda si pertenece a Esquilo o a un autor treinta o cuarenta años posterior, por el cerril empeño de Prometeo por mantener su secreto sin motivo alguno y aun ocasionándose tan horrible padecimiento; es decir, la introducción de la obsesión como motor del conflicto, algo que no se conjuga con el resto de la dramaturgia esquileana. Y, paradojas, quizá sea ahí, en ese psicologismo anacrónico, donde resida la grandeza de este Prometeo.
En cuanto a la hembra vetada para Zeus, era la divina Tetis; ya saben, la madre de Aquiles.