No hubo gran cita de los héroes a la que se ausentase; así que Néstor figuró tanto en la caza del jabalí de Calidón como entre la tripulación del Argo e, incluso, en la boda de Hipodamía con Pirítoo donde hubo de someter a los centauros que, enardecidos por la embriaguez y sin la menor consideración, pretendieron violentar allí mismo a todas las invitadas. No obstante, hoy lo recordamos por el último y más largo de sus empeños, cuando se embarcó hacia Troya como señor de Pilos al mando de sus ochenta naves. Unos cuentan que se debió a que su hijo Antíloco estaba entre los pretendientes que juraron defender la honra del elegido por Helena —o sea, de Menelao—, y otros, a que la cesión de toda la Mesenia por los Átridas le obligaba a corresponder con su alistamiento, en aquella aventura de piratas disfrazados ostentosamente de ofendidos caballeros. En suma, que por unas razones u otras sus ojos contemplaron cuánto debía ver un paladín heleno en tanto no llegaron, muchos siglos después, las gestas de Maratón y Salamina.
Sin embargo, más allá de su sorprendente longevidad, que le había permitido compartir peripecias con los legendarios Jasón y Teseo, y aun con el divino Heracles, antes de que asesinara a sus once hermanos, fue la prudencia en el uso de la palabra lo que distinguió a Néstor, bajo la tienda de Agamenón; virtud con la que aún hoy lo señalamos, como también —y no conviene olvidarlo— por su dominio del combate desde el carro; maña que ni en su senectud, ante las murallas de Troya, había perdido. Por lo demás, Néstor fue hijo del fundador de Pilos, Neleo, y de Cloris —es decir, la Verde—, cuyo verdadero nombre era Melibea, aunque aterrorizada ante el asaeteamiento por Apolo de sus hermanos, los Nióbidas, se le demudó para siempre la color al de la hierba, y con ese mote, la Verde, pasó a los poemas y a las crónicas. Así que, en un caso por la jactancia de su abuela Niobe, y en el otro, por un desaire de su padre a Heracles, el exterminio de los vástagos menudeó en la familia de Néstor, lo que no le cohibió en absoluto el valor para acometer una gran hazaña que lo convirtiese en digno merecedor del trono de Pilos. Y cuando ésta aconteció no tuvo nada que ver ni con la caza del verraco de Calidón, ni con su travesía hasta el país natal de Medea entre los argonautas; su gesta fue —si me permiten los términos— menos deportiva y más económica.
Todo vino derivado por el desprecio de los eleos por sus vecinos del sur, los pilianos. Y cuando su rey, Neleo, envió un tiro magnífico para la competición de cuadrigas al festival tetra anual de Olimpia; Augias, el soberano de la Elide, se lo birló y devolvió a Pilos al auriga a pie. Neleo, entonces, mandó por sorpresa a su único hijo vivo, Néstor, que regresó a Pilos con cincuenta vacadas, y otros tantos rebaños de ovejas y de cabras, y hasta idéntico número de piaras y, en el colmo ya, ciento cincuenta yeguas con sus potrillos, con lo que dejó a la Elide arruinada. Todo este inmenso botín fue repartido entre los pilianos y Néstor, naturalmente, se encumbró como su príncipe. Aun así, esta no fue su verdadera apoteosis que aconteció casi de inmediato, cuando los eleos irrumpieron en Mesenia para recuperar tamaño hurto a cualquier precio. Entonces, desde su carro y con su lanza, Néstor derribó a cien campeones incluido a su general Amarinceo. Y aún se coronó con mayor gloria durante los juegos fúnebres con los que se honró a este caudillo eleo, cuando volvió a triunfar en todas las competiciones salvo, curiosamente, en su predilecta: la carrera de carros, pues los hijos de los Moliónidas —sobrinos nietos del rey de la Elide, Augias— lo arrinconaron peligrosamente en cada curva para provocar, sin conseguirla, su caída mortal.
El relato de esta brillante victoria, con el bien timbrado orgullo pero sin la menor arrogancia, más esas cautelas que la vejez procura al hombre baqueteado le granjeó, en la tienda de Agamenón, la fama de prudente con que lo estamparon en verso los aedos, para ejemplo de las sucesivas generaciones de helenos. Y así lo hemos heredado, aunque sobre otros muchos de aquellos señores aqueos, cuya estampa no ha superado la literatura, a Néstor —o al verdadero Néstor, se llamase cómo se llamase, y navegase o no hasta la Troade para saquear Troya— podemos casi palparlo en la colina de Epano Englianos, a unos quince kilómetros de Pilos, en la costa sudoccidental del Peloponeso, donde se ha desenterrado su imponente palacio. Es tan hermoso si no más que el conocidísimo de Micenas, y contra este y su muy próximo de Tirinto no se defiende con muralla alguna, aunque se asiente también sobre un altozano. Podemos, por lo demás, imaginarle con toda facilidad su segunda planta y, sobre todo, su espléndido megarón —o salón del trono—, ornado por un majestuoso lar. Y en sus estribaciones también se han encontrado siete enterramientos múltiples; un par de ellos se remontan a la época minoica, mientras que otros tres presentan una peculiaridad netamente micénica: son túmulos elevados sobre una cúpula interior, como el celebérrimo —llamado la tumba de Atreo— de Panagitsa, a las afueras de Micenas.