Cuando escribía el artículo sobre Gilgamesh, el primero de los héroes, no dejaba de pensar en Orfeo. Pues si Gilgamesh viajó de un extremo al otro del mundo en busca de la inmortalidad para eludir su condena en el Tártaro; Orfeo, echándole un valor imponente, descendió hasta ese frígido y tenebroso pudridero del que no se conoce retorno, provisto solo de su magnífica lira. Y con ella y su excelso canto subyugó al feroz Cerbero, al avariento Caronte e incluso dejó suspensos los castigos de Sísifo, de Tántalo y del resto de los precitos. Ante tal prodigio, un asombrado Hades, dios regente del submundo, le devolvió a su esposa Eurídice. Pero cuando ya había conseguido lo más difícil, arrebatar de la muerte a su amada y tomar las de Villa Diego, le sucedió algo semejante a la mujer de Lot: que lo perdió la curiosidad y volvió la vista antes de tiempo; y si aquella, por tal gesto, quedó convertida en estatua de sal; Orfeo, por su parte, contempló horrorizado como se desvanecía su amada Eurídice entre las sombras; y esta vez, sin rescate posible.

Seguro que este relato casi todos ustedes lo conocen; no en balde, es un mito tan poderoso que ha subsistido tres mil años, pues ni más ni menos que nos señala a Orfeo como el primero que regresó del mundo de los muertos, o si lo prefieren y dicho de una forma más nítida: el primero que resucitó. Y no obstante, Orfeo antes de casarse con Eurídice y de sumergirse en el lúgubre reino de Hades, se embarcó en la expedición de Jasón hacía la Cólquide —más o menos, la actual Georgia—. Durante esta navegación ya dio muestras de su sublime arte canora casi provocando el suicidio de las sirenas cuando las derrotó a base de seráficos gorgoritos y, con otro alarde melódico, apaciguó al embravecido piélago cuando estuvo a punto de tragarse el barquichuelo con todos los héroes helénicos abordo. Añadiré que Orfeo se alistó en la aventura de Jasón en busca del vellocino de oro recién llegado de Egipto, donde había aprendido muy secretos saberes. Detalle capital para sopesar su figura y, sobre todo, cuánto le sucederá tras la pérdida definitiva de Eurídice. Pues, verán, cuando enviudó, hecho frecuente en la Antigüedad y que se remediaba comprando otra doncella con unas cuantas cabras sustraídas al vecino, Orfeo optó, para sorpresa general, por el celibato; en esto también parece que fue un innovador. Además, se convirtió en sacerdote de Apolo —en realidad, del Sol— allá en la montaraz y arriscada Tracia, solo que en sus liturgias eran admitidos únicamente hombres. Tal precepto hoy le hubiese acarreado una estruendosa manifestación de feministas a la puerta de su choza, pero en aquellos días, y más en la Tracia, mundo de recios pastores, se gastaban mañas más bruscas, y las lugareñas —también conocidas como Basárides o Ménades—, una noche que sus maridos andaban adormilados, les quitaron las armas y despedazaron al misógino Orfeo. Después, se lo comieron, menos su cabeza y su portentosa lira que las arrojaron al río Hebro. Flota que te flota, cabeza y lira llegaron al mar y, sobre él, hasta la isla de Lesbos. Allí originarían la poesía lírica y un oráculo famoso. Pues a su desmembrada cabeza le dio por desvelar arcanos —seguramente los aprendidos en Egipto sobre como sortear a la muerte y con los que debió de embelesar tan sugestivamente a sus feligreses que soliviantó a sus esposas—. Apolo, en un rasgo divino, petrificó la cabeza para que permaneciese incólume y parlanchina, mientras, de un catasterismo, situó la lira entre las constelaciones, donde todavía se la puede contemplar alguna noche clarita.

Tanto peroró su cabeza que dio lugar a una serie de himnos alegóricos sobre cómo burlar a la muerte. Estos cantos desvelaban que el alma se halla presa del cuerpo y que para abandonar este caparazón perecedero y regresar por fin a su inmarcesible origen, debía seguir un periplo purgativo de las faltas cometidas por otros cuerpos —eso que llamamos metempsicosis—, y que para abreviar este recorrido purificador era imprescindible recitar durante el trance dichos himnos. Sus sacerdotes o iniciados, que vagaban por toda la Hélade, enseñándolos y además apostolando la abstinencia de carne —supongo que para no fastidiar a cualquier pariente en tránsito por el cuerpo de una gallina—, abominaban también de los sacrificios —salvo los ejecutados en sus ceremonias—, y recomendaban la castidad —al menos con féminas; con varones, hay fundadas sospechas de lo contrario—. En unos cuantos siglos cosecharon una multitud fervorosa de adeptos, algunos muy notables como Pitágoras, seguramente Parménides y, por supuesto, Platón. De sus ritos hemos encontrado, amén de muchas pero opacas menciones, unas plaquitas de oro con fórmulas redentoras en tumbas de Creta y de la Magna Grecia, más el Papiro Derveni, en Salónica. En fin, un culto mistérico con ecos tan ancestrales en el Medio Oriente como arraigados luego en el mundo helénico y, por supuesto, en el romano, que anduvo siempre paralelo pero distante —hasta en su panteón— de la religión cívica.

El orfismo, naturalmente por sus semejanzas y dones, fue condenado ceñudamente por los cristianos desde el s. II; es más, cuando los padres de la Iglesia denuestan a los paganos casi siempre se refieren a los seguidores de Orfeo, a los que no extinguieron hasta bien entrado el s. V.

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En 1996 decidió dejarlo todo para dedicarse a la escritura. Entre 2004 y 2006 publicó un par de crónicas sobre guerras africanas y otra de asunto local, y en 2011, el ensayo Gaudí o el clamor de la piedra, que resultaría seleccionado como lectura recomendada en los cursos de doctorado de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, mientras mantenía el blog Los cuadernos de un amante ocioso, publicado íntegro en 2015. Títulos a los que se debería añadir las novelas Stopper (2008), que sería distinguida como lectura imprescindible por el Dpto. de Lenguas Modernas de la Universidad Estatal de California; Las cuentas pendientes (2015), Un crimen de Estado (2017) y, por fin, Las calicatas por la Santa Librada (2018), que había resultado finalista absoluta del XXIII Premio Azorín, en 1999.