Supongo que ustedes, siendo niños, también se sobrecogieron ante aquellos cuarenta días y cuarenta noches de truenos y relámpagos, entre el cloqueo despavorido de las gallinas, los rugidos atemorizados de los leones y el barritar histérico de la pareja de elefantes; todos furiosamente zarandeados por un horrísono oleaje. Con el paso de los años y las consabidas colecciones de cromos de animales más los reportajes zoológicos de la tele, comenzó a resultarnos inverosímil que en su arca se cobijasen tantos bichos y, sobre todo, tan alejados de Mesopotamia como una pareja de ornitorrincos o una de afelpados ositos panda, y el crédito de la peripecia de Noé comenzó a flaquearnos. Son los gajes del conocimiento, que desbaratan la más embriagante y acendrada literatura con solo un escrupuloso artículo científico o con una impecable fórmula matemática. Y, la verdad, pocos relatos con tanta prosapia como este, pues se remonta ni más ni menos que a cuatro mil y pico años de antigüedad, si nos atenemos a la lista de los reyes sumerios, clasificados ya entonces en antediluvianos y postdiluvianos. Y claro es, durante cuatro milenios —o, al menos, durante los dos primeros— fue convocado con un puñado de variados nombres; desde su original Ziusudra para los sumerios, pasó a llamarse Atrahasis para los acadios y Utnapishtim para los babilonios, para acabar reconociéndolo hoy como Noé. En cuanto a su aventura como salvador de la especie humana y, por consiguiente, como ancestro original, no hace falta recurrir a Atapuerca para afirmar que ha perdido toda brizna de verosimilitud, aunque todavía recordemos el mito del diluvio como un jalón sugestivo de nuestra cultura, que de tanto en tanto puede ser retomado como en Chinatown (1974), de Roman Polanski, donde el patriarca justo y bondadoso del Génesis se nos transmuta en el dueño de las aguas de Los Ángeles, encarnado por un turbio John Huston; admirable recreación cinematográfica, que recoge hasta las minucias más escabrosas del suceso bíblico.

No obstante, lo que ha provocado las más acaloradas discusiones desde hace un par de siglos, la existencia del Diluvio Universal, pareció resuelto en 1929, cuando Leonard Woolley descubrió en sus excavaciones sobre Ur —la cuna caldea de Abraham— una capa de aluvión de tres metros de altura; era su prueba irrefutable y había acaecido sobre el 2900 a. C. Pero he aquí que, luego, otros arqueólogos fueron encontrando vestigios de devastadoras inundaciones en Kish y en otras ciudades sumerias como Shuruppak, Lagash y hasta en la alejada Nínive, además, en diferentes y muy espaciadas épocas; de modo que solo podemos concluir que, por tratarse de una catástrofe periódica y aterradora durante los primeros días de la nación sumeria, inspiró una epopeya que atribuyó a Ziusudra, último rey antediluviano de Shuruppak, el prodigio de sobrevivir a la más legendaria de estas inundaciones, tanto que ordenó la nómina de sus soberanos.

El canto sumerio relata cómo Enki —dios creador del hombre y de las artes— se chiva con nocturnidad y a través de la pared de la casa —circunstancia común a todas las reformulaciones posteriores, salvo a la bíblica— a Ziusudra de que la asamblea de dioses —en versiones sucesivas, instigada por el dios Enlil— había decidido exterminar a los enojosos hombres —el poema acadio precisa que por alborotadores y juerguistas— con un diluvio. Además, lo instruye sobre la construcción de la nave que lo salvará y sobre que allí, con su familia, debe albergar también a una pareja de todo bicho viviente.

El diluvio duró seis días y seis noches en los poemas mesopotámicos. Al séptimo día, Ziusudra atisbó la salida del sol mientras se descubría varado sobre el pico de una gran montaña, donde, todo piadoso, realizó de inmediato un sacrificio a los dioses. Y he aquí que en las versiones acadia y babilónica se relata un hecho jocoso: los dioses, ayunos de sacrificios durante toda aquella pluvial semana, habían pasado un hambre de campeonato y se precipitaron sobre el holocausto como un “enjambre de moscas”—nos precisa en babilonio Utnapishtim—. Entonces, Enlil, avergonzado, pues su obcecación contra los hombres había provocado tal catástrofe que incluso había atemorizado al resto de dioses, concedió, con la aquiescencia y satisfacción de todos, la inmortalidad a Ziusudra. Es más; el coro de divinidades —ya recuperado del susto y saciado por el banquete— se prometió que jamás repetiría tamaño estrago, e incluso la diosa madre, Belet-Ili —en la versión acadia; mientras en la babilónica posterior, es la zalamera Ishtar, diosa del amor— se comprometió a portar por toda la eternidad su fabuloso collar como prez de esta promesa; lo que mutatis mutandis se tornará en el arco iris bíblico.

Hay más discordancias curiosas entre las sucesivas versiones como las aves enviadas para comprobar el descenso de las aguas por Utnapishtim —un cuervo, una golondrina y una paloma— y por Noé —tan solo un cuervo y una paloma—, o las múltiples argucias del acadio Atrahasis, aconsejado por el bondadoso Enki, para superar un septenio de plagas antes del definitivo diluvio. Aunque si algo diferencia tajantemente los poemas mesopotámicos de la versión hebrea, es la presentación de los primeros del diluvio como una desproporcionada ocurrencia de los dioses, mientras la Biblia lo eleva a severo castigo, seguido del firme pacto de Yahveh con Noé para abolirlo del porvenir. Claro que, a menudo, la Biblia semeja una sucesión de contratos entre el paciente Jehová y los antojadizos israelitas.

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En 1996 decidió dejarlo todo para dedicarse a la escritura. Entre 2004 y 2006 publicó un par de crónicas sobre guerras africanas y otra de asunto local, y en 2011, el ensayo Gaudí o el clamor de la piedra, que resultaría seleccionado como lectura recomendada en los cursos de doctorado de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, mientras mantenía el blog Los cuadernos de un amante ocioso, publicado íntegro en 2015. Títulos a los que se debería añadir las novelas Stopper (2008), que sería distinguida como lectura imprescindible por el Dpto. de Lenguas Modernas de la Universidad Estatal de California; Las cuentas pendientes (2015), Un crimen de Estado (2017) y, por fin, Las calicatas por la Santa Librada (2018), que había resultado finalista absoluta del XXIII Premio Azorín, en 1999.