Este año nadie me ha felicitado el solsticio de invierno, y en eso noto que vamos avanzando.  El dolor de la pandemia ha servido de correctivo moral, y estoy convencido de que servirá para quitarnos mucha tontería de encima. La desgracia también ofrece oportunidades, sin duda. Aunque la imagen de calles abarrotadas y consumo con mascarilla que de vez en cuando suscitan polémica en las redes sociales parezcan decir lo contrario, quiero pensar que la pandemia puede traer una Navidad más sentida, más viva en el significado trascendente del término. De menos jamón y más mirada a los que quieres, de menos meme y más celebración. El culmen de un brindis es que se tenga algo por lo que estar agradecido, y este año algunos estaremos más juntos porque hemos conseguido escapar de la desgracia. Esas emociones estarán en cada copa, en cada vela, en cada mantel sobre la mesa. En estos tiempos de transporte inmediato, lo de volver a casa por Navidad y sentir la emoción verdadera de un reencuentro era un género reservado al anuncio de turrón. En la vida Ryan Air, eran muy pocas las familias que realmente aguardaban contando los días la llegada del ausente. Pero en estos últimos meses, los cierres perimetrales y sucesivos confinamientos han creado esa nostalgia del otro. Estas fiestas congregarán a personas que no han podido verse en un tiempo, o que quizá hayan pensado que no volverían a verse, si han padecido el virus.

«Estas fiestas congregarán a personas que no han podido verse en un tiempo, o que quizá hayan pensado que no volverían a verse, si han padecido el virus»

La dimensión antropológica de cualquier celebración, insisto, es dar las gracias por el regalo del presente. Ahí no entra la última Playstation, sino la alegría de la supervivencia y el amor. Incluso en aquellas personas para las que la Navidad no contenga ningún sentimiento religioso, estas fiestas ofrecerán oportunidades emocionales que habíamos olvidado por estar  cómodamente instalados en un sistema de consumo que funcionaba como una fábrica de bienestar. Un virus ha roto el prodigio, y ahora nos toca reconstruir nuestras relaciones entre las ruinas de algo que nunca imaginábamos que ocurriría.

De un tiempo a esta parte, España se ha vuelto un país de prejuiciosos. Llevamos una vida jugando a la confrontación de la izquierda y la derecha, la creencia y el ateísmo, y eso ha creado una constelación de temas-encontronazo que se usan como arma arrojadiza. No queremos darnos cuenta de que todo tiene cabida en la cultura si se entiende de manera amplia, que todo es respetable. A esa categoría corresponde la Navidad, los toros, la bandera, la lengua. Cuesta explicarle al extranjero por qué un país decide avergonzarse de sus símbolos, que paradójicamente son los que mejor le venden.

No sé si se han fijado, pero en literatura los tradicionales concursos de relatos navideños han cambiado de manera paulatina de denominación. La mayoría de los organizadores han optado por renombrar el premio con la denominación de relatos de invierno, que es un rodeo cobarde, pues es como si se me ocurre montar un concierto de rock pero lo llamo conjunción de altos decibelios. Las postales y los adornos de las calles juegan con un abstraccionismo supuestamente respetuoso, que al final es igualmente ridículo.

«Me duele la insensibilidad con la que se habla de salvar las fiestas como si pidiésemos donaciones para celebrar una verbena»

Me duele la insensibilidad con la que se habla de salvar las fiestas como si pidiésemos donaciones para celebrar una verbena. Ese reportaje sobre el precio de las cigalas en el telediario, esos programas en directo que preguntan por la cantidad de dulces que no sé quién se piensa comer. La opinión de la calle se olvida de todas las personas que se han quedado sin trabajo, que han perdido a alguien, que no tienen ganas de nada. Con tinte religioso o simplemente con el poder de la tradición, las navidades del 2020 serán de mirar a la luz de una vela, de dar gracias por lo que se tiene, y en la llama reconocer que así es una vida, una simple luz que es bella y está cargada de energía, pero que puede apagarse con un simple soplo.