Pilar López de Ayala o Juana la Loca. Es ahí donde la vi por vez primera. Y me quedé perplejo ante tal actuación. Vicente de Aranda montó un gran film donde lo que sobresalía era el rostro de Pilar López de Ayala, sangre de tierra y bella como una nave española. Pero ¡qué rostro¡, ¡qué gestos¡, ¡cómo asumió ese papel entregando todo de sí misma¡ Recuerdo la escena en el patio del castillo bajo la lluvia donde el personaje de la hija de Isabel la Católica grita que está loca, loca de amor por un Felipe el Hermoso que le pone los cuernos con cualquier putidoncella, con cualquier lumiasca de tetas europeas, porque es que resulta que a Felipe le picaba demasiado el cilindrín y lo ponía en cualquier chichi que oliera a cera de vela o a serrín de taberna, pues una libido real es como unos fuegos artificiales que de tanta ascendencia pueden llegar hasta recrear las ideas que mantuviera Galileo –aunque luego bajo el látigo éste abjurara de sus descubrimientos-. En España la libido de los reyes siempre ha sido como una copa de oro llena de todas las aguas de Flandes que luego, con el tiempo, llegarán arrastradas hasta el río Tajo. Así ha sido nuestra corona y así creo que sigue siendo. Sólo nos faltaba en 1700 la llegada del primer borbón, Felipe V, que, mientras se ocupaba de acabar con los estatutos de Catalunya y mandar las tropas afrancesadas con un 155 como los de ahora para pasar a cuchillo hasta al último capitán barcelonés en aquella guerra de Secesión entre Austrias y Borbones de testículos como pasteles de Versalles, añadió la genética más acendrada del adulterio, de los penes enormes –A Fernando VII le ponían un cojín a la hora del coito para no causar dolencia a sus señoritas de Avignon: así tenía el ciruelo el tal borbón-, del mariconeo o de las borbonas gruesas, alfonsinas o chochonas del París del exilio.

«Pilar López de Ayala o Juana la Loca. Es ahí donde la vi por vez primera. Y me quedé perplejo ante tal actuación. Vicente de Aranda montó un gran film donde lo que sobresalía era el rostro de Pilar López de Ayala, sangre de tierra y bella como una nave española»

Pilar López de Ayala, a la cual yo no había seguido en esas series de televisión como para una juventud sin estudios, de play-station, de messenger y otros juegos que no supongan ningún tipo de relación con las pesadas clases del instituto, como Menudo es mi padre o Al salir de clase, se me forjó como un arma entre las manos, como un idilio imposible, como un cuerpo inatrapable. Luego la he ido siguiendo en otros films, como Báilame el agua, donde hace una andaluza con mucho garbo, mucha adolescencia, y mucho seseo, o como Besos para todos, lo cual le valió para una nominación al Goya como mejor actriz revelación. Y es que la revelación estaba en su imagen, en su inmensa hermosura de chica intacta de tópicos cinematográficos, de jovencita bellezona que compraba todos los domingos los periódicos en su barrio de Madrid, en esas manos que yo quisiera para mí por acompañarle por las tardes al parque del Retiro donde tumbarnos en la hierba y leer poemas de Shelley o Whitman, pues yo sabía que era imponente de lecturas románticas y anarquistas, para luego abandonarla para siempre, pues la vida de un poeta no coincide en viajes con la de una actriz.

Para mí una joven que se lee todos los periódicos, que es actriz y que es Juana la Loca, ya tiene toda mi costumbre para si alguna vez optara por representar alguna obra de teatro mía en Mérida o en cualquier teatro de Cuba. Deduzco que ya me he acostumbrado a Pilar López de Ayala, por mujer, por bella, por esos ojos que son como dos rayuelas pintadas en la calle, por sus labios tan finos, finos como mi amor de cine y fiel, labios que están en la misma boca fina, y es que a mí en la mujer siempre me han gustado los labios casi inexistentes, como si fueran líneas pintadas por Mondrian. Pilar tenía cuando lo de Juana una femeneidad mortal y trigal que imantaba carácter y apología de la imagen cautivadora por lo cautivo de su edad entrenada para el locus amoenus. Pilar lucía la inteligencia no sólo en la pantalla sino en las entrevistas, en los reportajes de las revistas, aunque se le notaba que le sentaba no demasiado bien la fama, el éxito, eso de tener que ir vestida por Dior a las pasarelas de los estrenos. Pilar era y es auténtica como una mujer criolla argentina, no le gusta la hipocresía y el estar por estar, sino que tiene un mundo interior que ya nos mostró en Juana y que luego ha seguido reluciendo en otras películas de poco runrún y diminutas producciones. Estoy seguro que Pilar podría haber sido una actriz española para Hollywood, pero América sólo le gustaba para estudiar y para seguir leyendo a Shelley en Manhattan. P. L. de Ayala es fémina distinta dentro de ese glamour que es el cine. Creo que prefiere quedarse en casa escuchando a The National que yendo a los saraos donde el champagne y la coca registran ese mundo de los peliculeros como hombres y mujeres que viven a cada hora en sus propias películas personales. La película de Pilar es lenta, de beso largo, sincera, de mirada profunda y amarga como el sabor del mate, en definitiva, ese idealismo que bien arrollara en estrofas Garcilaso de la Vega. Pilar es Isabel Freyre, aunque yo no tengo para ella ni un Tajo ni la edición de Juan Boscán. Pilar López de Ayala es madrileña del endecasílabo puesto en las melodías de las actuales músicas indies underground.

«Pilar lucía la inteligencia no sólo en la pantalla sino en las entrevistas, en los reportajes de las revistas, aunque se le notaba que le sentaba no demasiado bien la fama, el éxito, eso de tener que ir vestida por Dior a las pasarelas de los estrenos»

Ese amor loco, que diría Breton, ese amor que llueve en su corazón, que diría el poeta, esa pasión desbordante y actuada, me valen solamente para seguir amándola  aunque sepa que ese amor sólo es renacentista y en verso de Elisa, vida mía, es decir, de un petrarquismo que sólo pide sonetos y una naturaleza envuelta en la perfección y en la armonía. El garcilasismo de Pilar López de Ayala a mí me retrotrae a épocas pasadas, donde el trovador Ghilhem de Analier, de la Provenza, o Austorc de Segret, de Auvergne y conocido por su sirventés que comienza No sai quim so, tan sui desconoissens amaban sin ser correspondidos como Beethoven amaba a los árboles más que a los hombres. Mi amor por Pilar López de Ayala, claro, es de mero espectador –menos aquellas tardes en el Retiro-, pero, aunque no crea ni adule a Platón, mi platonismo me lleva a pensar que mi cuerpo puede temblar cada vez que veo el rostro en la pantalla de Pilar López de Ayala. Su belleza es más que hollywoodiense, pues es española de Madrid y en Madrid no se habla inglés, porque en cuanto una actriz habla inglés y encima interpreta a Juana la Loca en seguida se la quieren llevar para Los Ángeles. Pero Pilar es castiza como los chocolates de las churrerías y, aunque ha comparecido ante las cámaras en el extranjero, su madrileñismo le puede y se queda por la Castellana o por Chueca para darle paseo a los periódicos el domingo por la mañana. Juana le suministró un Goya, más que merecido porque viendo la película no sabemos quién es Juana o quién es Pilar, pues ambas son la misma cosa, desde esa dualidad que se individualiza en un momento de la Historia donde intérprete y figura se resumen en un resultado algo más que glorioso y deslumbrante. Aranda supo elegir y darse cuenta que aquella era la única actriz en esos momentos que podía dar una Loca como Juana, en su locura de amor de una violencia sospechosa, de una gestualidad amarga y dolorosa, porque es el dolor de estar viva, de estar locamente enamorada lo que le produce a Juana / Pilar todo ese panel de registros que emplea para la seducción, para los prodigiosos celos, para las amenazas y finalmente para su reclusión en Villaviciosa de Odón. Y es que pasa que el amor o te conduce a un centro psiquiátrico o al suicidio –véase Larra, Bécquer (suicidado de tuberculosis y amor), Keist, Carolina von Günderode, Romero, el amante de Teruel, Werther y todo ese romanticismo que prefirió morir amando que amar muriendo.

 

Pilar López de Ayala ama mientras se está quedando en residuos, en pieles acartonadas, en hijos, en murallas por donde se asoma para ver si Felipe vuelve de la cacería o de los prostíbulos. López de Ayala, Pilar, a mí me atrae poderosamente y acudo a sus películas para enamoriscarme de ella aunque sólo sea por un tiempo imposible, trovadoresco, poético y errabundo. Mi amor por Pilar López de Ayala siente otoños en las manos y profundiza Madrid como capital del dolor, que diría el otro poeta y Umbral. Reconozco que la amo en la lejanía, pues es todo lo lejano lo que te va haciendo más herido y más atlético, más transformante y más deseoso y deseante. El deseo que yo siento por Pilar no tiene nada que ver con lo sexológico, sino más bien con ese petrarquismo del que hablo que me hace escribir versos y recordar sus labios como inenarrables besos que nunca jamás tendré. Pero el beso que no se da es el que más puro te hace, porque sólo desde la pureza se puede amar con la idea navegante de los líricos lilios bellos. Amar como un espectador de cine es sólo una manera de recobrar una suerte de adolescencia que a mí por lo menos no me importa o no me hace sentir ridículo o tontochorras, todo lo contrario, siempre el rostro de Pilar me conduce a un poema, a un verso malo, a una metáfora ridícula que sé que jamás leerá nadie, sobre todo Pilar López de Ayala. Pilar es un fosfeno verde que se cuela en un Club privado donde el tarot nunca me sale con posibles.

«El deseo que yo siento por Pilar no tiene nada que ver con lo sexológico, sino más bien con ese petrarquismo del que hablo que me hace escribir versos y recordar sus labios como inenarrables besos que nunca jamás tendré»

A partir de Juana, la he ido a ver a Armendáriz y su Obaba, en El puente de San Luis Rey, basada en la novela de Thornton Wilde, en Bienvenido a casa, dirigida por un David Trueba que no es director, sino sólo dueño de un famoso club de copas en Madrid, en Alatriste, en En la ciudad de Sylvia, donde su cuerpo paseando Estrasburgo, sin apenas diálogo, ya no es cuerpo sino sublimidad de sandalias, vestido rojo, ojos que se suben a los tranvías y un carisma en donde el amor imposible del que la ronda –un joven pintor en busca del amor platónico- es el mío, pues Sylvia fue para mí el personaje perfecto para mejor reconocerme en la lejanía del amor, en la búsqueda de esa mujer que no está fuera de uno sino dentro de sí, quién sabe si para siempre. La mujer es el hombre que ama a la mujer que está dentro del mismo hombre, como ya planteaba Platón. También la he visto en Lope, en que Pilar interpreta a una de las muchas novias que tuvo el creador de la comedia nueva, Elena Osorio.

Pero todavía me quedan algunos films donde pueda ver esas actuaciones tan deletreadas y tan ojivales como son las de Pilar López de Ayala, lo que pasa es que ya no voy al cine, porque el cine me parece, si exceptuamos la interpretación de una actriz o un actor puntual, un negociete para amigos y un ruido de violencias y movimientos ágiles y sexuales donde si no hay carne o sangre ya no hay película, que los productores se han globalizado neoliberalmente y sólo quieren taquilla y mercadería, con lo cual el cine de culto, el cine en su versión más profunda está desapareciendo desde el influjo de Los Ángeles y desde las tecnologías que ya las ponen todos, incluso hasta los actores. Hoy el cine es un ordenador que te da la fotografía e incluso la historia para que te lo comas como un turrón de Jijona, a esfuerzos y a dentelladas. No digo que permanezca por ahí suelto algún film –incluso bastantes films- que se pueda considerar una obra de arte, que los hay, pero es muy poquito el cine de genio que se está haciendo hoy en día.

A Aranda lo salvó Pilar López de Ayala, sino Juana hubiera quedado en los almacenes como una peliculilla histórica a base de caballos y de unos siglos donde amar no era amar, sino intervenir, poseer, fagotizar, hacer parir a las princesas en los retretes. Es lo que pasa con Juana / Pilar, que de tanto introducirse en el corpus vivo del amante que acaba siendo motivo de brujería y enfermedades fatuas. Pilar es un bouquiniste que vende libros entre Serrano y la Puerta de Alcalá. A mí me fascinan sus ojos y esos labios que están no para besarlos, sino para mirarlos todo el crepúsculo de los diciembres. Pero sobre todo me gusta cuando le pone acento argentino a su voz, pues ya eso es como mi Macondo o mi Maga de los tiempos en que el arte –literatura y cine- era la más bella historia de amor entre las treinta y tres palabras que únicamente deben servir para amar a Pilar López de Ayala.