Si hay unos cuernos sobresalientes en la Literatura son los de Menelao, pues la infidelidad de su esposa —no se olvide: la más bella de las mujeres, según Afrodita que, como diosa del amor, era peritísima en estas apreciaciones— con Paris Priamida ocasionó ni más ni menos que la Guerra de Troya. En la actualidad, las rupturas matrimoniales suelen solucionarse con un amargo y trompicado divorcio en cualquier feote despacho judicial; pero allá por s. XIII o XII a. C. y con el trono de Esparta en juego, tal ruptura conyugal abocaba, irremisiblemente, a un sangriento litigio. Sin embargo, al cuñado de la infractora, Agamenón, este adulterio, que encima festejaron sus desvergonzados protagonistas con una idílica travesía por los puertos más animados del Mediterráneo, le vino de perlas para cumplir un par de aspiraciones particulares; la primera y más deslumbrante: erigirse, como su abuelo Pélope, en el jefe de todos los señoríos aqueos; y en segundo lugar y estímulo imprescindible para la anterior proclamación: convocar a los reyezuelos, caudillos y patriarcas tribales de esta nación para el saqueo de Troya, plaza envidiada y opulenta por su control sobre la navegación de los Dardanelos y al parecer, también, pórtico de cuantas caravanas partían desde el extremo más occidental de la costa Lidia —hoy Anatolia— hacía el todavía ilimitado y ubérrimo Oriente. En fin, que un arrebato de alcoba de aquella bellísima —y según cuentan, también tontísima— hija de Leda, se había convertido por la ambición y la codicia de su cuñado y de sus secuaces en un conflicto de tal magnitud como para que aún resuene en nuestra imaginación.
Pues la ambición y la codicia es lo que, a mi parecer, celebra espléndidamente la Iliada, y no por otra razón su protagonista es el vehemente, despótico y, por supuesto, eternamente joven Aquiles Pélida —como ya expuse en una entrega anterior—, mientras que Menelao, pobre, queda ensombrecido pese a sus resonantes victorias sobre media docena de paladines enemigos durante el asedio e, incluso, pese a encarnar la ofensa por la que toda aquella manada de chacales, con sus bellas grebas y sus yelmos empenachados, se hallaba allí, acampada a las puertas de Troya. Pero un acicate decisivo en todo aquel fragor de relinchos, sudor, bronces y sangre, la vibrante ofuscación del amor, siempre estuvo ausente entre Helena y Menelao.
Ya matrimoniaron por instigación de Agamenón, a su vez casado con Clitenestra, hermana de Helena; quien pretendía con esta doblemente fraternal boda el dominio absoluto del Peloponeso. Con este objetivo propuso a su suegro, Tindáreo, rey de Esparta, para marido de su segunda hija a su hermano Menelao, quien como príncipe de Micenas era muy superior en riquezas a cualquier otro partido. Amoscado y hesitante Tindáreo fue convencido al fin por Ulises, que andaba en aquel cortejo disimulando sus intenciones sobre Penélope, sobrina de la casa, con que solo un juramento sagrado, sobre la sangre de un caballo despedazado, comprometería a todos los arriscados pretendientes a acatar la voluntad de Helena y, en consecuencia, su elección no provocaría un feroz enfrentamiento posterior. Y sobre el hemático charco juraron todos: Diomedes, Ayax, Teucro, Filoctetes, Idomeneo, Patroclo… Hasta el propio Ulises. Ahora bien, si Helena escogió para esposo a Menelao o fue su padre —o su supuesto padre, porque ya saben que su madre, la casi tan bella Leda, fue seducida por Zeus metamorfoseado en cisne— nunca quedó claro; solo que la guirnalda designativa cayó sobre la cabeza del átrida. En fin, que todo sugiere que el ardiente aliento de Afrodita se ausentó de aquella peligrosa ceremonia, como esta misma y caprichosa diosa fue desairadamente omitida en un solemne sacrificio que ofreció Tindáreo a los olímpicos cuando Heracles lo repuso en el trono de Esparta. Semejante humillación se la cobraría la dispensadora del amor con la desventura erótica de sus hijas; las tres, Clitenestra, Helena y Timandra, fueron desgraciadas en sus matrimonios; buscaron consuelo en el adulterio, pero sus infidelidades no atrajeron sino enormes quebrantos a sus sagas y a sus dominios. ¿Y qué papel juega Menelao en todo ello?
Ya afirmé que primero su hermano Agamenón y luego el incontenible Aquiles le robaron cualquier protagonismo en aquella ocasión que cantaron durante siglos los poetas; incluso intuyo, dilucidando el adulterio de Helena, que Menelao queda reducido a un nombre circunstancial en la venganza de Afrodita. En efecto, al obrar la saña de la diosa, toda la figura de este hombre, destellantemente rubio, se torna lúgubre y se desvanece por los ecos de otros hechos terribles y ciertos: la aplastante invasión de los dorios sobre el mundo micénico y sobre los últimos restos de la población pelasga. Reparemos en que Afrodita se ofende por su omisión durante un sacrificio que ofrendó Tindáreo tras su reposición en el trono por Heracles —el gran patrón de los dorios—. Es decir: la afrenta es sobre una manifestación —la erótica y generatriz: Afrodita o Astarté— de la gran diosa femenina y agraria que reinaba antes de la implantación por los pueblos septentrionales y pastoriles —o sea, los dorios— del gran dios patriarcal. Al punto que sus sacerdotisas —en este relato, las tres hijas de Tindáreo— perviven tan a disgusto que traicionan a este nuevo dios a través de sus maridos, aunque ya no pudiesen restituir sus arcaicos cultos estacionales; de ahí, sus desdichados finales.
Y visto así, atisbo, tras la triste sombra de Menelao, un lamento de reconcomidas hechiceras.