En el libro “Doktor Faustus”, Thomas Mann se queja de que la gente esté siempre gruñendo, que manifiesta un pesimismo acendrado ante las situaciones cotidianas que le convergen. Preguntamos. ¿Qué es la cotidianidad? ¿Por dónde pasamos cuando nos miran? Teniendo en cuenta que la vida es su proceso de negociación con la tarifa que nos hacen pagar los que mueven el cataclismo de la Nueva Modernidad, el furioso ruido que se origina cuando no nos dejan ser lo que somos, cuando vivimos en el palafrén de la miseria moral y sociológica que lentamente, a través del deceso de los tiempos, ¿quién es capaz de decirme que todo esto se ha ido originando como una mano derecha en la que ya no cae nada, ni una gota de lluvia, ni un oficio de mercurio, ni el mar que cubra de aplausos las tribus de los desiertos?

Creo que, absurdamente y excesivamente tensos, pensamos que ya sólo nos queda la cotidianidad. El ir y venir desde la lejanía hasta toda defensa de nuestro corazón equivocado en las muelas de los carneros. Sólo nos queda la resistencia de intentar alcanzar la lejanía para siempre, punto donde se alzan los verdaderos valores, el billete de un tranvía, la iluminación de la noche, la música de Lou Reed, el sonido de los niños en los patios de la escuela, las máquinas expendedoras de tabaco, un ensayo de Michael Onfray, el delicado caminar hacia el final de las ciudades.

«Es la cotidianidad. El hombre cotidiano que ríe y juega, que mastica chicles y avanza hacia los malecones, que se quita la mancha de la camisa, que huye de tanta teoría y tanta crucifixión»

La cotidianidad. Es la cotidianidad. El hombre cotidiano que ríe y juega, que mastica chicles y avanza hacia los malecones, que se quita la mancha de la camisa, que huye de tanta teoría y tanta crucifixión de los que nos quieren desarmar para siempre la alegría y la filantropía. Entonces. Sólo entonces. ¿Por qué estamos nosotros, los que sólo seguimos siendo los mismos, gritando constantemente? ¿Por qué no dejamos espacios, en el transcurso del día, un día que nos pertenece, porque ya nos han hurtado la memoria y la identidad, para que uno pase al lado del otro sin darse ni siquiera un abrazo? La ferocidad del mundo, con sus marismas llenas de toros salvajes, de peligros a cada instante, del derrocamiento de las voluntades, nos ha convertido, quizá sin darnos cuenta, en seres sin educación y sin opción a abrirle la puerta del coche a la mujer que amas.

El amor se ha deconstruido, lo hemos dejado escapar de nuestra cotidianidad más amable, más aclamante, más segura, como si un golpe de barco nos hubiera hecho una conexión con el Alzheimer. Lo único que principia cada mañana como una sinfonía de Sibelius, lo único que se atisba más allá de estos campos oscuros en donde ya no crecen ni la historia del trigo los estamos desperdiciando por culpa de nuestro egoísmo y una animalidad que llevamos puesta cada vez que conducimos un automóvil. ¿A qué vienen esos cláxones? ¿Por qué damos pábulo al insulto cuando alguien tiene que aparcar frente a una pastelería y pensamos que no podemos esperar porque queremos ver el partido del Barça-Sevilla que comienza a las ocho? El fútbol es nuestro peor enemigo, por él abandonamos a los hijos, a los amigos, al amor, a la puesta de sol.

El Poder, que siempre es subjetivo y sabe lo que nos gusta y lo que no nos gusta, nos engaña con precisión de naturaleza meteorológica con el entretenimiento de la más pura bazofia que entra por nuestros televisores. Saben calcular muy bien, por eso son economistas o políticos o presidentes del Consejo de Administración de Exxon Mobil, los que sueñan o inventan nuestras posibilidades de simios, ya que estudian pormenorizadamente cada segundo de nuestras vidas. ¿Qué es lo que se preguntan? Yo os lo diré:

“¿Por qué a estos tipos no les damos más opio, fármacos, sí, amigos de estos despachos, estas cosas tan invisibles pero eficaces que vienen derivadas de la entropía? Escuchad, que yo sé de esto, necesitamos más marchas lentas, por ello propongo adormecerlos todavía más. ¿Qué me decís? No me jodas, presidente, no me pongas esa cara. ¿Acaso no te has dado cuenta que para manipular las conciencias de estos desgraciados no hay nada como ralentizar toda su fragante energía? Y ahora me vienes tú con estas palabras conciliadoras, señorita subsecretaria, no me jodáis, hostias, me cago en dios, que, si no hacemos algo, nos van a dejar sin una tarjeta personal bancaria para cada uno de los que estamos hoy encerrados aquí. ¡¡Cojones¡¡ ¿Pero en qué estáis pensando? ¿Queréis sí o no que continuemos dominando este mundo tan cabrón? ¿Eh, lo hacemos o no? Venga ya, sois unos hijos de la gran puta, rajados, sobre todo tú, Jeannette, a ver si la próxima vez que entres por esa puerta te pones el vestido que te regalé, que así pareces una monja, imbécil? Amigos, queridos compañeros, bebamos este whisky que nos queda y brindemos con este primer sorbo, para que no sea jamás el último, porque, ¡¡no lo dudéis¡¡, poseemos toda la ética que precisamos para intentar cambiar el rumbo de este cine mudo en el cual estamos instalados?”

«El Poder, que siempre es subjetivo y sabe lo que nos gusta y lo que no nos gusta, nos engaña con precisión de naturaleza meteorológica con el entretenimiento de la más pura bazofia que entra por nuestros televisores»

Estas son las palabras que yo, personalmente he escuchado por ahí. Pero Charles Chaplin siempre amaba, aunque se fuera al final entristecido y con pasos de personaje de un mal poema hacia los horizontes de los caminos polvorientos. Este cine mudo.

Creemos que es el momento de decir que no hemos aprendido bien dónde radica el engaño y la manipulación. Nos de/jamos llevar por las trampas que nos instalan cada vez que salimos por la puerta de la casa en donde vivimos. Ahí han puesto, calculadamente, a nuestro pies, una alcantarilla que permanece abierta, para que caigamos sobre ella y nos vayamos a leer a Dante justo en el centro del Purgatorio de 1307. Nos de/jamos tropezar con los cristales de los edificios de Justicia a donde nos llevan por no querer pagar el peaje de las autopistas. Se trata de la  la aniquilación más perfecta en que los que están cubiertos de Oro con sus palabras paulinas abducen con su silencio horrible bajo la capa de todos los terrores posibles.

De este modo, nos derrumbamos ante el movimiento de las tierras originado por la destrucción del planeta que ellos mismos originan por la causa de no censurar la productividad y el incendio que flota en los cielos por culpa de los gases lisérgicos de todas las industrias y el fracaso de la experiencia medio ambiental. La industrialización, el consumo, el querer adquirir más velocidad de la que realmente precisamos nos ha insuflado el temblor de los mares y toda destrucción que viene con el barro y los navíos que van a parar a las montañas. Holocausto de la Era Moderna.

Mientras tanto, toda esa ferocidad, toda esa violencia moral, todo ese fanatismo islámico que no es Islam, sino pura occidentalización mal interpretada, nosotros los re/vertimos contra nosotros mismos. Y he ahí nuestras continuas caídas. No estamos a/costumbrados a aminorar no aminorar nuestro llanto y preferimos -pues nos es mucho más cómodo- continuar escupiendo sobre nuestros propios cuerpos desnudos -los tuyos, los suyos, los míos-, los cuales solamente desean bañarse plácida y relajadamente en las piscinas.

«Mientras tanto, toda esa ferocidad, toda esa violencia moral, todo ese fanatismo islámico que no es Islam, sino pura occidentalización mal interpretada, nosotros los re/vertimos contra nosotros mismos»

Nos hemos perdido el respeto. Hemos aniquilado nuestra civilidad. Hemos sido empujados hacia los acantilados de las montañas Kjerag y la única actitud con la que nos defendemos de todo esto es el enfrentamiento constante con nosotros mismos, como si nosotros fuéramos ellos, como si ellos no fueran nadie.

El anciano ciego que cruza un semáforo y al cual le borramos la huella de sus zapatos. La dulce adolescente de Kenia que pide una limosna y a la que miramos como una venganza del imperio. La ONG que se introduce en nuestra cervecería y le subimos la falda para mirarle los muslos. El tiempo que perdemos en denunciar al hombre que ha tirado su cigarrillo debajo de un taxi. Ya no perdonamos los errores. Hemos sido a/costumbrados a quejarnos de todo, a gritar en vez de usar las vocales en su suave desliz de articulación sonora. Somos una Vocal grande y terrible que lanzamos contra todo aquello que nos impide vivir con calma y amor repartido por todas las partes. Nos han hecho creer que todo está a nuestro alcance, que nada es privado, que a base de esfuerzo y gastos con las limosnas que nos ofrecen como aperitivo de esta muerte diaria podemos seguir observando de qué manera el Cielo ha dejado de pertenecernos. Nada es de nadie. Todo es de ellos, de ellas, de unos pocos, tal vez de uno solo.

Nada es de nadie, porque lo hemos comprado con nuestra mísera tarjeta bancaria a la que cada día diez de mes nos llega la prestación del INEM. No obstante, seguimos persistiendo en nuestra edad de prehistoria en la que todavía tenemos que descubrir el fuego. Nos hace falta, eso deducimos cuando vemos las puertas que se cierran cuando hay detrás otras puertas, convocar el platonismo ante lo que sucede en las playas que quemamos, en las oficinas en que discutimos, en los arrabales donde ya no nos besamos, en ese múltiple beso shakesperiano, las hojas muertas del Otoño, los pianos que no regalamos ante el cumpleaños de las hormigas, ese concierto nº 1 de Chaikovski que no escuchamos cuando entra el sol por las cafeteras por donde sale el amor para que no suenen las batallas y el frío.

Nos hemos a/costumbrado a regir nuestras emociones ante la fuerza de nuestro irracionalismo, con el cual nos dejamos llevar por los empujones ante la entrada de los conciertos de Bruce Springsteen, la avaricia de querer más de lo que tenemos, una ambición que nos relata el hombre moderno que deseamos ser, teniendo en cuenta, como decimos, que la modernidad no existe, pues ha sido devorada por el rocío que cae cada amanecida en el Empire State.

Caída del Concorde, subasta de Rothko, panales de whisky en medio de las multitudes. Indiquemos que todos somos multitud y que hay que salvaguardar el respeto hacia los otros. Sólo de este modo podremos empujar a los psiquiatras hacia el hueco que queda en los ascensores. Luz en el vientre de las mujeres embarazadas. Sólo ellas conocen lo que es la vida en su plenitud de belleza.