Al escuchar, siendo niño, la leyenda del patriarca José, si algo me impresionó, fue su trato con los sueños. Y no es porque en la Biblia no hubiesen aparecido antes; al contrario, a su bisabuelo Abraham, Dios lo convocó en señaladas ocasiones durante este trance y a su padre, Jacob, se le concedieron dos cruciales: el de la escalera, en el monte Carmelo, camino de Harrán, y a su regreso, en Penuel, cuando forcejeó con el mismo Yhaveh y del que despertaría cojo y rebautizado como Israel; sin embargo, la relación de José con lo onírico se presentaba muy distinta: José era un taumaturgo que interpretaba las nocturnas fantasías ajenas y con tan admirable acierto que lo encumbró, pese a su condición de esclavo, cautivo y extranjero, hasta el gobierno del imperio más deslumbrante de su época: Egipto. Por eso, al descubrir muchos años después la obra de Sigmund Freud, atribuí la importancia crucial que concede a los sueños en su doctrina terapéutica, el psicoanálisis, a su condición de hebreo. Y según parece estaba equivocado porque en el médico vienés pesaron mucho más que su tradición religiosa la influencia de su maestro Franz Brentano y las lecturas de los filólogos clásicos Fiedrich Blass y Fiedrich Schleiermacher, que le expusieron el valor de los sueños en la cosmovisión helénica y la existencia de un gremio de adivinos que interpretaba, en las inmediaciones de los templos y para alivio de apesadumbrados, las visiones oníricas como premoniciones divinas. No se olvide que los griegos veneraban a un dios del sueño, Hipno, hijo de la noche, Nix, y hermano de Tanatos, la muerte, cuyos poderes eran previos y superiores al panteón olímpico; pero tampoco se ignore que Aristóteles (s. IV a. C.), en su Parva Naturalia, ya cuestionó cualquier intervención divina en este fenómeno natural, lo que sumado a las sentencias de Hipócrates, fomentaría una serie de tratados donde un puñado de aquellos luminosos griegos buscaron otras causas ajenas a la divinidad para esta afección anímica, de los que conservamos solo el Onirokriticón (o De la interpretación de los sueños) de Artemidoro de Daldis (s. II d. C), un manual para la correcta explicación de los sueños según la condición y circunstancia del demandante y en donde nada hallamos de la premonitoria inspiración divina.

«José era un taumaturgo que interpretaba las nocturnas fantasías ajenas y con tan admirable acierto que lo encumbró, pese a su condición de esclavo, cautivo y extranjero, hasta el gobierno del imperio más deslumbrante de su época: Egipto»

Pero José es anterior en unos mil años a estas eminencias helénicas, cuando los sueños todavía eran unas infalibles advertencias de la divinidad, cuyo desbarajuste solo podía ser explicado por los peritos en augurios: los sacerdotes. Su relato ya comienza con dos sueños: el de los astros y el de las espigas, que aumentaron, sobre su portentosa belleza y cultivada coquetería, su vanidad, algo que irritó tanto a sus hermanos, unos rudos pastores, como para venderlo a unos ismaelitas, y estos, como esclavo, a Putifar. Luego, vendría el desaire a la ardiente esposa del eunuco egipcio —amputación que justifica las ansias desenfrenadas de aquella dueña mientras incide en las ambiguas querencias de José— y, como consecuencia, la injuria y la cárcel. Y es aquí, durante su prisión, cuando comienza su fulgurante ascenso al visirato de Egipto con su certera interpretación de los sueños del copero y del panadero, y posteriormente de la del par de premoniciones oníricas del faraón. El resto de la leyenda —la hambruna que atrae a sus hermanos para comprar trigo egipcio— se desenvuelve sobre un juego de engaños con el que hacerles regresar varias veces sin desvelar su identidad, incluso apresándolos en esas ocasiones —la última con motivo del falso robo de la copa adivinatoria—, y exhibe las características de los cuentos ancestrales de la región, como podemos observar en Las mil y una noches.

«En suma, la leyenda de José es la justificación mítica del aposento de las tribus de Israel sobre la llanura de Gosen, en la margen oriental del delta del Nilo…»

En suma, la leyenda de José es la justificación mítica del aposento de las tribus de Israel sobre la llanura de Gosen, en la margen oriental del delta del Nilo, por concesión de un poderosísimo mago —es decir, de un sumo sacerdote—, pues este personaje interpretaba los sueños y disponía de la copa hidromántica de Anubis, y mostró tal generosidad porque era en algún grado pariente. Y esta familiaridad del sacerdote más la ubicación de Gosen, cerca de Avaris, la capital de los hicsos, me suscitan de inmediato a este pueblo, ignorado del todo durante el relato.

Los hicsos eran una junta de naciones semitas que estableció su reino en el bajo Egipto durante un par de siglos, hasta su expulsión por el faraón Amosis I, sobre el 1550 a. C, para, luego, dispersarse por Canaán sin dejar rastro; destierro que, indudablemente, evoca el Éxodo. Sin embargo, la leyenda niega que en aquel Egipto gobernasen los semitas, pues José, durante su simulación, usa un traductor para interrogar a sus hermanos, detalle que subraya la diferencia de naciones, a la vez que me sugiere un momento posterior, quizá durante la XVIII Dinastía, cuando algunos faraones designaron a semitas —modelos reales de José— para grandes magistraturas, en tanto me devalúa el testimonio de la tumba del hicso Baba, donde se menciona una terrible hambruna y que se ha tomado como datación para la leyenda. Por lo demás, el relato reafirma la predilección de los hebreos por el segundón, cuando Jacob bendijo a los hijos de José con su mano diestra —la preceptiva— sobre Efraím y con la izquierda sobre el primogénito, Manasés; preferencia ya constatada previamente en Abel, Abraham, Isaac, Jacob y hasta en el mismo José, hijo de la segunda esposa, Raquel.

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En 1996 decidió dejarlo todo para dedicarse a la escritura. Entre 2004 y 2006 publicó un par de crónicas sobre guerras africanas y otra de asunto local, y en 2011, el ensayo Gaudí o el clamor de la piedra, que resultaría seleccionado como lectura recomendada en los cursos de doctorado de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, mientras mantenía el blog Los cuadernos de un amante ocioso, publicado íntegro en 2015. Títulos a los que se debería añadir las novelas Stopper (2008), que sería distinguida como lectura imprescindible por el Dpto. de Lenguas Modernas de la Universidad Estatal de California; Las cuentas pendientes (2015), Un crimen de Estado (2017) y, por fin, Las calicatas por la Santa Librada (2018), que había resultado finalista absoluta del XXIII Premio Azorín, en 1999.