Una antiquísima sentencia hebrea lamentaba que el peor día de su historia no había sido ni cuando Senaquerib llevó a las tribus al cautiverio, ni cuando Nabucodonosor destruyó el templo de Salomón, sino cuando los setenta sabios tradujeron la Escritura al griego para Tolomeo II, porque desvelaron a los gentiles las impudicias de sus antepasados. Y no era para menos, si recordamos que la leyenda de su fundador y de quien tomaban el nombre como nación, Jacob o Israel, relataba las vicisitudes de un tramposo. Para comenzar birló a su hermano Esaú la primogenitura a aprovechándose de la senil ceguera de su padre, Isaac. Bien es cierto que instigado por su madre, Rebeca; tanto porque Esaú se había casado con dos hititas, Judit y Basemat, que por idolatras disgustaban a sus padres —algo que Esaú no remedió ni desposando de urgencia a su prima, la ismaelita Majalat—, o porque Rebeca, que era adivina como su hermano Labán y su sobrina Raquel, vislumbró que las correrías de Esaú entre cananeos y moabitas enojaban profundamente a Yahveh. Fuera como fuese, llegado el ocaso de Isaac, Rebeca alentó a Jacob para que obtuviese, suplantando a su hermano, el mayorazgo. Y como viese que Jacob vacilaba, le recordó que Esaú, en cierta ocasión que había regresado de los montes sin caza que comer, le había cambiado su primogenitura por un plato de las lentejas que estaba guisando. Y no hubo más, Jacob, con un vellón de carnero pendido al brazo para simular las abundantes pilosidades de Esaú, ofreció a su padre un banquete y se dispuso para obtener su heredad. En consecuencia, el burlado Esaú partió hacia el monte Seír, aunque decidido a vengarse.
En cuanto Isaac envió a Jacob a Harrán para que, como él con Rebeca, se casara con una de sus primas, de manera que el culto a Yahveh se mantuviese inmaculado entre la tribu, Esaú mandó a su hijo Elifaz que lo persiguiese y asesinase. Al darle alcance, se apiadó y solo sustrajo a Jacob cuanto llevaba. Desvalijado y miserable llegó al mismo pozo, a las afueras de Harrán, donde el sirviente Eliazar encontrase a su madre cuando fue por esposa para Isaac, y vio a su prima Raquel y se prendó. Solo que Jacob, carente de dote para que su tío Labán se la otorgase, tuvo que servirle como rabadán durante siete años. Y bien fuese porque el tío consultó a sus genios domésticos —los terafim— y al zodiaco, y ambos le auguraron que Jacob le procuraría la abundancia; o bien por la usanza aramea de casar a las hijas por el orden de edad, Labán engañó a Jacob, y lo desposó con su hija mayor Lía. En cuanto Jacob protestó por la estafa, su tío le respondió que si tanto deseaba a Raquel, debía de servirle otro septenio. Cumplido este nuevo periodo aún permaneció en Harrán otros seis años más; aunque esta vez para enriquecerse a costa de Labán por medio de un conjuro. Luego, Jacob reunió a su familia y sus ganados y huyó. Su tío, receloso, descubrió que le había robado los terafim, y lo persiguió hasta Galad, donde firmaron la paz al no hallar los geniecillos, pues Raquel, la hurtadora, los ocultó con astucia. Y atravesado el río Yabboq y pisada nuevamente Canaán, en Penuel, se le apareció Yahveh, con quien pugno toda una noche. Al amanecer, Dios lo bendijo y tomó el nombre de Israel, “el que combatió con Dios”. Ya solo le faltaba apaciguar a su hermano Esaú, quien venía a su encuentro con cuatrocientos hombres armados. De nuevo su madre, Rebeca, le avisó para que lo recibiese con enormes presentes y prosternado con toda su familia; es decir, sus dos esposas y sus dos concubinas, Zilpá y Bilhá, y sus doce hijos varones y su hija, Diná. Sucedió en Majanaim, y ambos hermanos se congratularon tanto que Esaú lo invitó a Edom. De nuevo, Jacob —ya Israel— mintió al admitir que lo seguiría; sin embargo, se desvió durante el trecho y se estableció en Sucot.
Sucintamente estos son los hechos de Jacob, el padre de las doce tribus. Aunque, si observamos con detenimiento, nos describen las relaciones entre tres naciones fraternas pues comparten un mismo dios supremo. La más antigua —por eso provee las esposas—, la aramea, que se expande hasta Harrán, en el septentrión de Siria, es caracterizada en el relato por la hechicería y la astrología; la siguiente en antigüedad —de ahí la primogenitura arrebatada—, los edomitas o idumeos, establecidos en la cordillera al sur del mar Muerto, nos aparecen maleados por las costumbres de sus vecinos —verbigracia, las esposas hititas e ismaelita de Esaú— y con usanzas venatorias y belicosas, y finalmente, los israelitas, aunque pastores entre los cananeos, son celosos devotos de Yahveh, el timbre que los convierte en predilectos, tanto que las mentiras de Jacob se tornan beneméritas pues sirven a esta pureza religiosa.
No obstante, esta leyenda encierra otros muchos sucesos de carácter simbólico, como la cojera de Jacob tras su lucha con Dios, que será una de las señales del Mesías, según los profetas; o la muerte de Raquel sin pisar Sucot por apoderarse de los idolillos augurales; o las reverencias a Esaú, en Majanaim, representando la agnación de los hebreos a los reyes edomitas durante varias generaciones; o el color rojo… En fin, una leyenda tan prolija como sustancial para nuestra civilización.