Si Aquiles era el modelo de la juventud helénica, su gran héroe nacional fue Heracles —o Hércules en su más popular denominación latina—, quien no solo instituyó los Juegos Olímpicos —ahí es nada— sino que, además, participó en cuanta gesta anterior a la Guerra de Troya mereció conmemorarse, al punto que se le consagraba el cuarto día de cada mes. En fin, era tan venerado por los griegos que incluso un hecho cruento como las invasiones dorias (entre 1200 al 900 a. C.), se lo recordaba bajo el engañoso título del “regreso de los Heráclidas” —o sea, de los descendientes de Heracles—, como si el lúgubre derrumbe del mundo micénico no hubiese sido más que la restauración de una casta egregia. Lo que, por otra parte, nos indica que fueron aquellas rudas y pastoriles tribus septentrionales quienes primero se ampararon bajo su patronazgo y con tanta devoción como para convertirlo en el único héroe admitido en el Olimpo, donde Zeus y Hera —qué remedio— le concederían por esposa a su hija Hebe, la más juvenil de todas las diosas.
«Si Aquiles era el modelo de la juventud helénica, su gran héroe nacional fue Heracles, quien no solo instituyó los Juegos Olímpicos sino que participó en cuanta gesta anterior a la Guerra de Troya mereció conmemorarse»
Esta boda —denominada su apoteosis— puso un espléndido bordón a toda una vida de proezas, cuyo meollo son los célebres Doce Trabajos, aunque sus hazañas comenzasen en la misma cuna, cuando el bebé Heracles —que todavía no se llamaba Heracles, sino Alceo, como su abuelo putativo— estranguló a un par de serpientes mandadas por Hera para eliminarlo de la sucesión al trono de Micenas. Y a partir de ahí, su biografía se convirtió en una incesante cadena de heroicidades que solo concluiría cuando él mismo se arrojara a la pira del monte Eta, vencido por los escarnecedores ardores que le producía la ponzoñosa camisa enviada por Deyanira, para celebrar el triunfo sobre Éurito. Aunque ya digo, son tantas y tan jugosas sus gestas, incluso aquellas que se suponen menores porque las acometió mientras ejecutaba alguno de los trabajos de la famosa docena, que su mera enumeración desbordaría de sobrado este par de páginas. Ahora bien, este breve espacio sí me alcanza para ofrecerles un apunte sobre los procelosos orígenes de su colosal figura.
Contradiciendo el significado de su nombre, el “triunfo de Hera”, la reina del Olimpo fue su pertinaz enemiga, entorpeciendo cuantas tareas emprendió; eso sí, sin conseguir nunca doblegarlo. Y si a esta paradójica inquina, añadiésemos que acometió los Doce Trabajos por la velada promesa de Euristeo de que con ellos obtendría la inmortalidad, se nos aparece de inmediato el primero de cuantos héroes guardamos memoria: Gilgamesh. Pues el gran rey sumerio inició su epopeya enfrentado con la diosa Inana, quien le envió terribles alimañas; la prosiguió con el vacuo propósito de vencer a la muerte, y la concluyó, desengañado, suicidándose. Tres circunstancias comunes con la peripecia de Heracles, pero tan sustanciales que nos sugieren que su leyenda es una adaptación helénica de la antiquísima de Gilgamesh (más de dos mil años anterior y desde entonces cantada —como nos prueban las variadas tablillas que conservamos— por todas las culturas del Medio Oriente). Y si aún vacilásemos ante esta afirmación, nos bastaría con ponderar el papel jugado por el toro y la serpiente en las aventuras de los dos héroes o en que ambos, cubiertos con las pieles de leones por ellos cazados, emprendieron cruciales periplos siguiendo el curso del sol hasta el fin del mundo conocido, para encontrarnos ante nuevas y más rotundas coincidencias; o lo que es lo mismo: para confirmar que Heracles es una transposición de Gilgamesh, rebautizado y pródigamente utilizado por los helenos para mitificar un buen puñado de hechos constitutivos de su identidad nacional.
«La reina del Olimpo fue su pertinaz enemiga, entorpeciendo cuantas tareas emprendió; eso sí, sin conseguir nunca doblegarlo»
Para comenzar, reparemos en su ciudad natal, Tebas, y en que su casta provenía de Micenas, hogares de las primeras sagas míticas; es decir, a este nuevo Gilgamesh, llamado Heracles, se le arraigó en los solares legendarios de los helenos. Investido con tal prosapia ya pudo sublimar poéticamente las invasiones dorias y, quizás, hasta el recuerdo de las anteriores aqueas, sobre aquella antiquísima y agraria Grecia. Pues observemos que, aunque su leyenda nos lo hace viajar de un extremo al otro del orbe, Heracles no descuida la Hélade, y con sucesivas e intrincadas hazañas, domina todo su territorio, desde el Peloponeso hasta la Tesalia; siempre auspiciado por los nuevos dioses pastoriles —Zeus, su padre; Atenea, su protectora; Hermes, su guía; Apolo, su adiestrador…— impuestos por los dorios, y siempre contra las añagazas que le tendía Hera, adalid de las antiguas deidades telúricas y, por tanto, matriarcales y agrarias. Y aunque una y otra vez, Heracles superase las trampas de la gran diosa madre, incluso adueñándose hasta del cosmos con los Doce Trabajos —pues no son sino una alegoría del zodiaco—, su triunfo no alcanzaría la plenitud mientras no acatase a aquellas otras primitivas divinidades autóctonas. Y tal hecho se produjo cuando arrebató el hechiceril trípode a la pitia en Delfos, quien no lo recuperaría en tanto no lo bautizase como el “triunfo de Hera”; es decir, mientras la sacerdotisa no iniciase (o sometiese) al joven Alceo a sus saberes mágicos para transformarlo en Heracles.
He aquí, como los helenos, a través de su mito, inspirado en un héroe tan formidable y venerado como Gilgamesh, pudieron explicarse la conquista y la posterior conciliación entre los originarios pueblos agrarios y las nuevas tribus pastoriles que irrumpieron abruptamente, en el país, allá cuando la Edad del Bronce ponía su punto y final.