Tras la lectura del artículo El asesinato de Mara Mahía, esta me llamó por teléfono:

  • Alejandro, es una idea buenísima. Pero a ver ¿cómo es posible que no me acuerde de nada de esto? ¿Pero es cierto? ¿Quién es Latorre? ¿Es Deivid? Hay que hacerlo; ya te digo que sí, cuenta conmigo.

No voy a compartir mi respuesta, me quedé traspuesto con la insistencia de Mara por que llevásemos aquel juego de recuerdos y nostalgia a la realidad. Era tal, o eso parecía, el deseo de ver Secretos convertida en un éxito de ventas que me describió con pelos y señales la manera en que podríamos llevarlo a cabo.

  • Pásame el número de Deivid, yo lo organizo. ¡Qué ilusión! Bueno, seguimos. Un saludo.

Estaba, como ya he dicho, fuera de sí. En cambio, David Bowman, con el que el día antes había estado cuatro horas al teléfono, charlando sobre nuestras vidas, sobre Libre, sobre la literatura del Siglo de Oro, sobre que a veces Bécquer se nos atraviesa, sobre la poesía contemporánea -la más contemporánea de todas-, sobre la mía, y también sobre el amor, los nuestros, y lo que se ve desde la ventana que está en el cuarto desde donde nos comunicábamos. Él no se esperaba ese artículo, pero, lejos de decir que no se acordaba, clamó a los cielos que eso debió de ser producto de mi imaginación en sinergia con el licor café.

A mí se me ha roto un poco la ilusión, me parece inevitable estar triste estos días. Es cierto que tengo picos de entusiasmo, como un falso ciclotímico que experimenta una excitación fisiológica que deviene en pensamientos de grandeza y se lo llevan por la imaginación hasta creer casi que puede arrasar el mundo con su talento. Pues así, pero muy breves, lo justo para jugar con los recuerdos de una noche en Santiago de Compostela y que los escritores de Editorial Dieciséis acaben molestos conmigo.

Así que les dije que lo olvidaran, no con estas palabras, no, sino con el silencio. Intentando que quedara atrás, como había quedado aquella idea que tuvimos entre vinos y risas, como todo lo que ha pasado antes de esta cuarentena, que parece que comenzó hace siglos.

Ellos, así, seguirán vivos. Yo también.

Luego pasa que recibo mensajes en los que se me pide consuelo, por el dolor al que somete esta circunstancia, por la muerte de algún familiar, por enfermedades irreparables, por ausencias que dominan hasta doblar la espalda como un trozo de alambre. Y yo, que no sé más que preguntarme si se habrá acabado alguna guerra, si el capitalismo se resquebraja, que qué hay más abajo, si la Gruta de las Maravillas de Aracena es un limbo en el que la belleza se une con lo ancestral, donde la tierra muta para convertirse en paraíso mitológico.

No lo sé.

Pienso en apagar el teléfono, en estrellarlo contra la pared, pero sería injusto porque esto tendrá fin y desearé reencontrarme con ellos, abrazarlos, tomar una cerveza y comer un trozo de pizza. Por eso, ante la decadencia en la que nos encontramos, que es una especie de apocalipsis, abogo por la redención:

Leer un libro desnudo en la cama; darse una ducha caliente; comer un trozo de chocolate cada doce segundos; escuchar la grabación de un concierto en bucle; tener esperanza.