Si no fuese por Edipo rey (s. V a. C.), la gran tragedia sofoclea, ni el mismo Edipo, ni Layo, ni Yocasta retumbarían en nuestra cultura con el lúgubre eco con que lo hacen; sombría reminiscencia ausente en el resto de los labdácidas, mucho más dúctiles dramáticamente, como nos muestra el propio Sófocles, o antes Esquilo o, luego, Eurípides, que convirtieron en objetos de unas cuantas importantes piezas a los vástagos de aquella saga funesta: Antígona, Ismene, Polinices y Etéocles. Y por este camino; ¿qué nos impide imaginar también como protagonistas de otras conmovedoras representaciones al resto de los personajes del mito, como el metamorfoseado y siempre cenizo Tiresias o el desabrido tío Creonte, prototipo, según le conviniese a los poetas, de tirano inmisericorde o de apesadumbrado pacificador?

No en balde, en esa asombrosa capacidad para que un mismo personaje encarne unas cualidades u otras, sin alterar apenas los sucesos de la leyenda, reside la más admirable lección de los trágicos áticos, quienes nos demostraron que, según se carguen las tintas en un pasaje u otro del enredo familiar —o sea, del mito—, el personaje adquirirá casi de inmediato un carácter u otro, como también se obtendrá esta o aquella conclusión para el drama; y, desde luego, fuera cual fuese la elegida, será muy distinta de cualquiera de las exhibidas con anterioridad sobre la escena, por más que pudiera no solo aparentar sino casi exigir lo contrario el propio relato mítico. Pero aún hay más y absolutamente abrumador: sea cual fuere la conclusión escogida por el dramaturgo, nos conmoverá con una inmarcesible elocuencia universal. Es decir, que aquello que demostró con pericia, vastos trabajos de campo y una escrupulosidad didáctica ejemplar Claude Lévi-Strauss, Esquilo, Sófocles y el resto de cuantos eran elegidos para el certamen de tragedias de Atenas lo llevaban tan interiorizado como urdimbre sustancial de su arte que ni tan siquiera le dedicaron un tratado, cuando en el siglo XX, en cambio, se han abarrotado bibliotecas enteras para explicarnos que los mitos —al cantarlos o al escribirlos— rotan, y que en cada uno de sus giros nos muestran una faz distinta, pero siempre tan sugerente como estremecedora; de lo contrario, no serían mitos.

Sin embargo, quería hablarles de Edipo rey, cuyo protagonista, por obra del popularísimo psicoanálisis, se ha convertido en la más mencionada de las figuras helénicas en la actualidad; al punto que de tanto manosearlo como emblema del incesto, olvidamos su augural origen como hijo unigénito y, a la vez, maldito de Layo y Yocasta, reyes de la cadmea Tebas; expuesto, apenas nació, a las alimañas en el monte Citerón, de donde fue rescatado por un pastor y criado luego en Corinto por sus soberanos, Pólibo y Mérope. Peripecia, como se observa, donde el niño adquiere todas las señales que distinguieron a los más insignes caudillos de la Antigüedad; sea Sarpedón el Grande, o Moisés, o Ciro, o Rómulo o, incluso y volviendo la vista a la entonces casi hirsuta Iberia, el tartésico Habis —quien, por cierto, sí era fruto de un abominable incesto—. Y sin embargo, en lugar de confirmar estos pronósticos que lo anunciaban como el elegido para conducir a su pueblo, los tebanos —quién mejor que ellos, descendientes de los belicosos espartos que sembrara Cadmo, primera aristocracia conocida— hacia la conquista y el gobierno de toda la Hélade, Edipo acaba acogido de caridad en el santuario de las Euménides de Colono, donde morirá miserable y ciego. Y es ahí, en ese desdichado y, por otra parte, tan contradictorio final con lo augurado por aquellos ancestrales signos, donde los sucesivos trágicos —o al menos, Sófocles— atisbaron en Edipo el personaje adecuado para provocar toda la conmoción que precisaba una tragedia. Pues estoy convencido que fue esa la causa para que los dramaturgos escogiesen su figura entre el intrincado ovillo que constituyen las sagas heroicas helénicas, pues conturbaba como pocas la nueva sensibilidad, mercantil y cosmopolita, de aquella Atenas del s. V a. C., a la que ya no sublevaba la épica montaraz y rabadana que había exaltado a los ensoberbecidos paladines del sitio de Troya.

Y con tan indiscutible acierto que el inmenso Aristóteles distingue, en su Poética (s. IV a. C), a Edipo rey como la tragedia por antonomasia, dado que no solo cumple con cuantos preceptos de tiempo y espacio regían una representación en aquella época, y, desde luego, con su cometido aleccionador al protagonizarla un héroe o alguien superior al común de los ciudadanos —y Edipo, por su sangre real lo cumplía de sobra—, sino por la cadena de anagnórisis —o reconocimientos— sobre los que se sustenta la acción escénica —incluso, aún hoy, magistral para cualquier escritor sea de obras dramáticas, o de ficciones cinematográficas y, por supuesto, de novelas—, y cuyo efecto es una sucesión de enormes sobresaltos en un graderío cada vez más conmovido. Pues, ni más ni menos, que se ha ido desvelando en el transcurso de la tragedia que Edipo, como heredero de una maldición familiar, no solo es el causante de la peste que asola su ciudad, sino el regicida que había ordenado encontrar cuando arranca la pieza y, por ende, un parricida y encima un incestuoso, cuya prueba irrefutable son sus cuatro hijos.

Y de pronto, nos hallamos de nuevo ante Lévi-Strauss, señalador del incesto como el tabú distintivo de lo humano, para sopesar cuán funesto fue su destino.

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En 1996 decidió dejarlo todo para dedicarse a la escritura. Entre 2004 y 2006 publicó un par de crónicas sobre guerras africanas y otra de asunto local, y en 2011, el ensayo Gaudí o el clamor de la piedra, que resultaría seleccionado como lectura recomendada en los cursos de doctorado de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, mientras mantenía el blog Los cuadernos de un amante ocioso, publicado íntegro en 2015. Títulos a los que se debería añadir las novelas Stopper (2008), que sería distinguida como lectura imprescindible por el Dpto. de Lenguas Modernas de la Universidad Estatal de California; Las cuentas pendientes (2015), Un crimen de Estado (2017) y, por fin, Las calicatas por la Santa Librada (2018), que había resultado finalista absoluta del XXIII Premio Azorín, en 1999.