Si todas las noches alguien de Medellín, Colombia, nos leyera un cuento antes de acostarnos, no habría insomnio en el mundo. No es que su acento sea un somnífero, pero hay que reconocerle que arrulla, que te vibra por detrás de las orejas, que podría ser la melodía de una nana para adultos.

Este acento narcótico se te va a pegar a la piel en cuanto dejes atrás el aire acondicionado del autobús o el avión que te lleve a la ciudad, como se te pegará también la humedad; y no te librarás de ellos hasta que te vayas del país. Considéralo una suerte: los dos te van a bajar las revoluciones y eso, para los europeos, que solemos llegar pasados de adrenalina a nuestras vacaciones, es un regalo.

«En Medellín, lo vas a ver, todo es más. Más, como su acento, que es el que más canta»

En Medellín, lo vas a ver, todo es más. Más, como su acento, que es el que más canta. Más, como los kilos de más de las estatuas de Botero repartidas por la ciudad. Todo es más como las bandejas paisa, rebosantes de tocino, ternera, chorizo, judías pintas resbalando por los bordes de la fuente de cerámica. Como su primavera, que es la más larga: doce mesecitos de nada les dura. Hace treinta años la ciudad se llevaba premios a la más peligrosa del mundo; ahora la Unesco le otorga el de Ciudad Inteligente. Y algún día, imagino, o espero, también le darán el premio al acento más bonito.

Y al país, tal vez al del lugar del mundo donde mejor se cuentan los cuentos. Porque no solo el acento y la humedad van a viajar contigo, o pegados a ti, sino también la idea de que ya no se habla castellano como se habla en Colombia. Un castellano puro, con un vocabulario amplísimo, con expresiones que describen las menudencias del día a día como si todo fuera digno de contarse. No hace mucho, en un curso sobre narrativa, hablábamos de lo diferente que puede ser el mismo viaje en función de quién te lo cuente: está tu tío el que te describe todo con pelos y señales, normalmente de forma cronológica y muy racional; y luego está tu primo el que te cuenta la anécdota, la gallina con la que viajó en autobús, el barco que se les encalló camino de la isla de Flores. Pues bien: el colombiano medio formaría parte del segundo grupo.

Porque en Colombia, ya os decía, todo se cuenta como se cuentan los cuentos. Lo comprobarás enseguida. Antes incluso de llegar al país, cuando vayas a comprar tu billete y te encuentres con que el aeropuerto de Bogotá se llama El Dorado. ¡El Dorado! En dónde si no en Colombia podrían ponerle a su aeropuerto internacional el nombre de una ciudad legendaria. Así que tu cuento empezará en El Dorado (no está mal, ¿no?), y continuará cuando aterrices y alguien te dé la bienvenida y te pregunte qué tal el vuelo, y entonces te cuente con pelos y señales cómo llegar al centro de la ciudad. Te va a parecer una historia de Julio Verne: tu hostal en el centro de la tierra. A partir de ahí, te lo advierto, el cuento ya no para: ya te has enganchado, quieres saber cómo sigue.

Tal vez será el taxista que te lleve a tu hostal en el centro de la tierra el que te cuente el siguiente episodio, cuando te subas a su carro, suene de fondo “El sanjuanero” en Radio Nacional y don Miguel, el taxista, se rebele como un tipo capaz de narrarte la historia de Bogotá mucho mejor que cualquier podcast de Spotify. Por acá puede ir, por allá mejor no, que no es muy seguro. No se olvide de subir al cerro de Monserrate y ver nuestra ciudad desde arriba, es una maravilla. Y, por favor, aunque no venga a ver museos que ya sé que a veces es un poco aburrido, al Museo del Oro sí vaya. Hazle caso. Ve al museo. Al cruzar la puerta te espera la mayor colección de orfebrería prehispánica del mundo. ¿Ya lo has imaginado? El auténtico Dorado. De hecho, una de las piezas más icónicas de la colección consiste en una pequeña balsa de oro que, según cuenta la leyenda, representa al cacique de Guatavita en el momento de hacer una ofrenda. Tan rico era, este cacique, que no es que adornase su cuello y sus muñecas con piezas doradas como el resto de los indígenas poderosos, sino que directamente cubría su cuerpo de oro para brillar como el sol. Por esta y otras muchas joyas prehispánicas deberías hacerle caso a don Miguel y visitar el museo; y subir al cerro de Monserrate; y, en general, darle una oportunidad a Bogotá porque, como capital, bien vale una visita para tomarle el pulso al país.

«… en el caso de Colombia, tu improvisación va a estar orquestada por ellos, los colombianos, los contadores de cuentos, la aventura está garantizada»

Lo bueno de los viajes, al menos de los no programados, es que el cuento se va escribiendo sobre la marcha, y ya se sabe que la improvisación es un gran generador de historias. Si a esto le sumas que, en el caso de Colombia, tu improvisación va a estar orquestada por ellos, los colombianos, los contadores de cuentos, la aventura está garantizada. Nosotros, mi novio y yo, elegimos Villa de Leyva porque así nos lo aconsejó Juan José, antiguo conductor del funicular de Bogotá que conocimos comiendo arepas en un bar del centro de la ciudad. Nos pareció buena idea: siempre es atractivo retroceder quinientos años en solo cuatro horas de viaje por carretera.

El autobús nos dejó no muy lejos de la plaza mayor de la ciudad, su principal atractivo. No porque la ciudad tenga pocos atractivos -es más bien al contrario- sino porque la plaza, considerada la más grande de Colombia gracias a sus 14 000 metros cuadrados (en eso sí ganan a Medellín), es una verdadera delicia. Quizá, por un momento, tengas la sensación de estar en la plaza mayor de algún pueblo de Castilla, pero basta una mirada alrededor, hacia las montañas que a lo lejos rodean la plaza, para tomar conciencia de que hay cierto tipo de naturaleza agreste que solo es propio de este lado del mundo.

En Villa de Leyva no hace falta subirse al DeLorean de Marty McFly para aparecer en el año 1571: las calles empedradas, los conventos y las casas coloniales y blancas te ahorrarán el paseo. Tampoco lo necesitarás para viajar 110 millones de años atrás: las cabezas de Kronosaurus e Ictiosaurios lo harán por ti. (Escúchalos cuando visites el museo arqueológico: en Colombia hasta los fósiles hablan). Y si no te convence la idea de viajar al pasado, no desistas, es un país en el que se vive aquí y ahora. Una propuesta: compra un par de cervezas, o un par de pares, y siéntate en las escaleras de la plaza a ver las cometas volar. Dragones, mantarrayas, guacamayos. Cientos de cometas hipnotizando tu tarde y a tu lado, tal vez, un músico local aconsejándote sobre tu próximo destino. ¿Por qué no visitan Barichara?

Barichara es de esos (muchos) pueblos latinoamericanos donde ya solo los abuelos con sombreros alados hacen match con el ambiente. Por lo demás, los vaqueros, las camisetas de colores y las Converse de turistas y autóctonos son notas de una música diferente. La sensación es como si a uno le hubieran dado un pase para cruzar una puerta en el ministerio del tiempo pero sin que le hayan hecho entrega del vestuario. Da igual, ni tú con tu camiseta de unicornios eres capaz de empequeñecer la belleza de Barichara, que por méritos propios sale en todos los listados de los pueblos más bonitos de Colombia.

«Barichara es de esos (muchos) pueblos latinoamericanos donde ya solo los abuelos con sombreros alados hacen match con el ambiente»

Prepara los gemelos y los cuádriceps porque te va a tocar subir y bajar. No solo por el interior del pueblo, que es una montaña rusa empedrada, sino también por los alrededores, salpicados de montañas de esas que se van mostrando a lo lejos por capas difusas, como las montañas de los dibujos animados. Pero que no cunda el pánico; vas a encontrar cien excusas para ir haciendo altos en el camino. Una de las mejores: cotillear el interior de las casas a través de las ventanas (con educación, que no se diga); ventanas que, en su mayoría, encontrarás abiertas. Fue así como yo me topé con la casa del Doctor Juvenal Urbino, y fue así como vi pendiendo del techo la jaula del loro que intentaba atrapar cuando se cayó por las escaleras y pronunció aquel épico adiós a su mujer, Fermina Daza, segundos antes de morir: “Sólo Dios sabe cuánto te quise”.

Mil quinientos caracteres después, al fin (me he hecho de rogar), entra Gabriel García Márquez en nuestra historia, y ya se queda hasta el final. Porque a catorce horas de distancia en autobús desde Barichara, llegó el Caribe. Y en el Caribe, ya lo dijo el escritor colombiano, se habla como “hablan como filósofos y profetas”. ¿Imaginas los cuentos que te pueden contar allí? Se habla como hablaba Tranquilina Iguarán: “Mi abuela hablaba un castellano extraordinario, lleno de arcaísmos y de imágenes deslumbrantes que ha sido el punto de partida mío para escribir. Yo crecí con sus palabras como si fuera la lengua natural de la gente”. En el Caribe hacen un café exquisito con sabor a ventana y amasan un pan que sabe a rincón. Así lo dejó escrito García Márquez y así os lo vais a encontrar al llegar. Fruta, caminos de arena, palmeras, casitas de colores, buena música a la vuelta de la esquina. Boleros, guarachas, vallenatos. El tiempo es un señor exprimiendo mangos y guanabanas. La temperatura la marcan los troncos que crecen a ras de arena, buscando el mar para refrescarse. El aire es una cumbia ardiendo que va quemando el oxígeno a su paso. Así que respira, chaval. Ve despacito. Que aquí la prisa viaja en un gajo de naranja que un paisano tritura para hacerse un zumo y tomárselo a la sombra de un techadito de paja.

No solo el Parque Nacional del Tayrona es indispensable -y no cometáis el error que nosotros cometimos al no hacer allí una noche en tienda de campaña- sino que todo el Caribe lo es. Busca tu Macondo: García Márquez nunca dio los puntos geodésicos del suyo, así que puedes jugar a encontrarlo. Busca a Aureliano Buendía encerrado en su casa haciendo pescaditos de oro, busca a Úrsula Iguarán, busca al único hombre que esperó 53 años, 7 meses y 11 días para estar con el amor de su vida. O no busques nada. Ellos te van a encontrar. Sobre todo si te sales del bullicio turístico que a menudo contamina la acústica de las principales ciudades del Caribe (allá Cancún, en México; acá Santa Marta) y, en su lugar, le das la oportunidad a pueblos más pequeños como Palomino. De fondo, oirás sonar una Marimba, y probablemente te cruzarás con algún miembro del pueblo wayú tejiendo a mano sus (ahora famosos) bolsos de colores.

Y hablando de colores, os podrán decir que Cartagena es turística, y es verdad. Os podrán decir que Cartagena es cara para la media del país, y es verdad. Pero es un destino imperdible. Una forma inmejorable de despedir el Caribe. Ajenos al debate sobre la conquista de América, Cartagena es por encima de todo una joya colonial con una historia que contar por cada adoquín. Porque en Colombia, ya os lo imagináis, también los adoquines hablan. Lo mejor, como siempre, perderse. El tamaño de la zona amurallada es lo bastante abarcable como para no necesitar un mapa, aunque desde luego es recomendable contratar aquí a un contador de cuentos (llamado “guía turístico” en otras latitudes), para así no perdernos lo importante, que está en los detalles. En las inscripciones de las puertas. En las muescas en las paredes. En las historias de piratas. En el cartel que avisa de que “en esta redacción del Universal trabajó Gabriel García Márquez”. Un contador de cuentos que nos hable de la India Catalina, hoy símbolo de la ciudad; una indígena que trascendió en la historia, primero, por haber actuado de intermediaria entre los españoles y las tribus del Caribe; y, segundo, por haber denunciado a Pedro de Heredia, de quien era concubina, al acusarlo de maltratar a los indígenas y de robar oro. Dicen, también, que la India se paseaba en cueros por la ciudad, y así es como hoy se la representa. Como un alma libre que preside Cartagena y que simboliza, pecho erguido, la mezcla de razas y de cultura que están en los cimientos, hoy adoquines, de la ciudad más bonita del Caribe.

Por si fuera poco, Cartagena está rodeada de islas con playas de arena blanca. Puedes decidir cuál visitas mientras ves la puesta de sol desde la muralla y escuchas un par de trompetas y trombones sonar. Y para terminar la jornada, como estarás cansado del pateo por el castillo de San Felipe, un plan: cenar uno de los mejores ceviches del mundo (dicen ellos, y a mí me pareció que podía ser verdad) en un restaurante que encontrarás cerquita de la casa de García Márquez, muy cerquita también del Claustro de la Universidad de Cartagena donde descansan sus restos. A tu lado, una pintada en la pared que reza: “Ningún lugar en el mundo es más triste que una cama vacía”; y, sobre ti, pelícanos sobrevolando la ciudad. (¿Gaviotas? Qué va. Demasiado comunes para Colombia, ya sabes).

Se acaban los caracteres, también las vacaciones, pero los cuentos no terminan nunca. Nuestro punto y seguido lo pusimos en el eje cafetero, haciendo una ruta increíble por el Valle de Cocora. Un paisaje onírico, surrealista, característico por estar poblado por un ejército de palmas de sesenta metros de altura que en cualquier momento te imaginas echando a andar en procesión arbórea. Nubes, niebla, sombras. Cientos de colibríes. En esta ruta por el Valle de Cocora, que te aconsejo hacer completa (es circular), empezarás a ser consciente de que, al volver a casa, te va a costar recordar qué parte de tu viaje fue real, y qué parte fue un cuento. Porque los viajes, como la vida, -ya lo decía García Márquez-, “no son lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda y cómo lo recuerda para contarlos”.

Feliz regreso desde El Dorado.

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Embarazada de mí, mi madre fingió en un vuelo a Atenas que era reportera internacional, aunque en realidad era el primer vuelo que cogía en su vida. Dice que marcó así mi destino y por eso me dedico a escribir. Yo creo que tiene razón. Meses después nací en un pueblito con mar de Galicia, de esos en los que todas las historias empiezan una noche después de un concierto. Actualmente trabajo como responsable de marketing digital en una multinacional y dedico mi tiempo libre a escribir una novela