A pesar de héroes tan admirables como Heracles, Jasón o Teseo, ninguno tan venerado por toda la Hélade como él, al punto que, durante generaciones, fue el modelo inmarcesible de sus jóvenes. No en balde era el protagonista del gran canto donde los griegos se reconocían y se celebraban como nación, la Ilíada, dedicado, como anuncian sus cuatro primeros versos, a proclamar su furibunda cólera y su desastrosa retirada de la guerra. De sobra lo conocen, y recordaran que en este torrencial y abrumador poema no figura ni el célebre caballo del engaño, ni tan siquiera su cien veces vaticinada muerte; sino solo las causas de su ira y de su abandono de la lucha al privarlo Agamenón, rey de Micenas, de su botín predilecto, Hipodamía —más conocida como Briseida—, y después, su hosco y ciego rencor tras la muerte de su amado Patroclo, motivo de su regreso para su gran duelo final contra Héctor, su victoria y la consiguiente y humilladora devolución, a peso de oro, del cadáver del príncipe a los troyanos. Hasta ahí llega la Ilíada.
«A pesar de héroes tan admirables como Heracles, Jasón o Teseo, ninguno tan venerado por toda la Hélade como él, al punto que fue el modelo inmarcesible de sus jóvenes»
Y aunque contado así lo parezca, no es parco el relato porque, entretanto, una nación entera, encarnada por sus legendarios caudillos fundadores, ronda su tienda, escruta su torva mirada y anhela su vuelta al combate, pues solo él, Aquiles, será el paladín capaz de conducirla a la victoria. Sin embargo, como estaba pronosticado, no sobrevivió demasiado a cuanto recogía a su inmortal canto; murió joven y ante las mismas murallas de Troya, o en el promontorio cercano donde se alzaba el templo de Apolo Timbreo, por un flechazo de Paris —o de Apolo metamorfoseado en Paris—, cuando el secreto de su invulnerabilidad —su famoso y mortal talón— le fue arrancado por Políxena, su último y anhelado amor; quien ansiosa de venganza, pues Aquiles había asesinado a su hermano Troilo —en algunas versiones por rechazar sus caricias—, no tardó ni un instante en confiárselo a su otro hermano, Paris.
Aquiles ya nació predestinado. A su madre, la divina nereida Tetis, le había vaticinado la justísima Temis que concebiría un hijo más poderoso que el padre, lo que de inmediato la privó —con el consiguiente disgusto— de yacer con dios alguno y, por tanto, la obligó a conformarse con un mortal. Este fue el rey de Ftía, Peleo. Y aunque su boda resultó de lo más suntuoso, con la asistencia del Olimpo entero, las setenta y tantas nereidas y hasta las nueve musas, no acabó bien. Y no solo porque la ofendida Eride arrojara la famosa manzana de la discordia sobre el banquete, sino porque Tetis jamás se sintió cómoda entre los mortales. Y eso que concibieron siete hijos. Pero, uno tras otro, Tetis se empeñó en tornarlos inmortales pasándolos por el fuego divino; y claro es, todos se le chamuscaron salvo el último, Aquiles, arrebatado por Peleo en el instante oportuno. Luego, Tetis tomó las de Villadiego y Peleo, poco apto para educar a párvulos, se lo entregó al centauro Quirón, quien, a base de cazar jabalíes, y de alimentarlo con entrañas de fieras y tuétanos de oso, lo convirtió en un joven de acero y ajeno al miedo. En algún momento, la ausente pero vigiladora Tetis, lo sumergió en las aguas de Estige para hacerlo invulnerable salvo por donde lo sujetó: el talón derecho. Y cuando supo que Agamenón preparaba el escarmiento de Troya por la afrenta de Paris, corrió a ocultarlo, vestido de niña, entre las hijas de Licomenes, rey de Esciros. Pero hasta aquella isla, inducido por Calcante, quien predijo que sin él no se conquistaría jamás Troya, fue a buscarlo Ulises con una de sus jugarretas bien urdida: regalos para las infantitas entre los que había unas cuantas armas. Cuando todas las princesitas acudieron a ver los presentes, Ulises hizo sonar el clarín y Aquiles se descubrió abalanzándose sobre la lanza y el escudo. Si bien, en Esciros, aparte de las muñecas se aficionó a otros juegos, porque dejó preñada de Neptólemo a Deidamía, una de aquellas princesitas. Después, ya vino la campaña de Troya, donde de inmediato y para horror de Tetis, Aquiles fue sembrando su paso de victorias y muertes. Y ya pudo la amorosa nereida suplicarle que abandonase la guerra, pues Troya —así estaba sentenciado— le acarrearía la muerte, que Aquiles la prefirió, si le otorgaba la memorable gloria, antes que retirarse silencioso y vulgar a su reino de Ftía.
Este es el dilema de su leyenda: la gloria inmortal al precio de una vida efímera o la longevidad plácida pero anónima. Aquiles, ni vaciló; y se convirtió con ello en la aspiración de generaciones de helenos, que lo evocaban a la luz de la hoguera mientras los rapsodas, batiendo rítmicamente su báculo, entonaban su poema… Hasta el s. V a. C., cuando el socarrón de Sócrates puso en duda si aquello era un modelo de felicidad; incluso de hombre. Naturalmente, soliviantó a demasiados y fue condenado a muerte. Pero sus sucesores, fuesen platónicos, peripatéticos o cínicos siguieron con la misma cantinela: encontrar otra ética, otra forma de ser feliz. No obstante, el espíritu de Aquiles latió soberbio mientras se recitó la Ilíada; ¿o acaso Alejandro Magno no pretendió ser su par y Julio César no vivió acuciado por su sombra mientras no alcanzó su primera victoria? Y aun hoy, ¿pues alguien duda de que Aquiles no representa la temeraria y voraz juventud?