Todavía me resulta abrumador pensar que el jefe de una tribu de pastores trashumantes fundara el gran culto monoteísta de nuestra civilización, pactado, tras sucesivas epifanías, con un dios invisible e innominado. Demasiado contradictorio con aquella época, dominada por un politeísmo prolífico en manifestaciones y sugestionada por esplendorosos héroes de linaje divino. Pero por si este par de detalles no indujese ya a la extrañeza, en cada renglón de su relato late emborronado un uso ancestral; en suma, un mito que, por sorprendente y abigarrado, exige una lectura cautelosa y avisada.
Para comenzar Abrán —llamado así por su abuelo materno, lo que indica que era el segundo de los hermanos— tuvo que huir de la caldea Ur con su padre Téraj y el resto de la familia, según las tradiciones judías porque Nimrod, el soberbio rey del lugar, lo quería muerto. Y aunque el clan se estableció en Harrán, en las lindes del imperio hitita, Dios le ordenó descender con su mujer y hermanastra Sara —entonces aún Sarai— y su sobrino Lot, más todos sus sirvientes y rebaños hacia la tierra de Canaán —o si prefieren, de los fenicios—, donde hallaría al fin su verdadero hogar. A penas la pisó, en Siquem, levantó un altar de celebración y plantó sus tiendas y majadas un poco más al sur, entre Betel y Ai. A partir de ese instante comienzan sus andanzas por el país que le había designado Dios. Algunas no dejan de encerrar su guasa como el viaje a Egipto, donde burló con ayuda divina a un faraón enamorado de su esposa, o el escarmiento al monarca filisteo Abimelec por idénticos motivos; aunque este micénico sufriese un castigo bastante más insoportable que, al parecer, el bochornoso gatillazo del faraón. Entre tanto, realizó una sonada hazaña: el rescate de Lot de la esclavitud, venciendo con un ataque nocturno al elamita Quedorlaómer que había arrasado las ciudades del valle del Jordán donde se había trasladado su sobrino. A su regreso de aquella batalla, Abrán tropezó con Melquisedec, sumo sacerdote y soberano de Salem —futura Jerusalén—, que adoraba al mismo e invisible Dios. Ante tan inesperado encuentro, Abrán le entregó como ofrenda un diezmo del botín.
Después acaecieron los episodios más conocidos: por la esterilidad de Sarai, tomó a la esclava egipcia Agar, que parió a su primogénito —aunque no su heredero —, Ismael. Su heredero se lo anunciarían los arcángeles camino de Sodoma para castigarla por escandalosamente libertina. También en aquella epifanía angelical se resolvió la vaticinada alianza con Dios. Los términos del acuerdo modificaron su nombre por el de Abraham —padre de naciones— y el de su mujer por Sara —la princesa—, y como prenda, por fin concebirían, pese a sus avanzadas edades, a un hijo, Isaac. Y ellos correspondieron con la circuncisión de Abraham y de todos sus descendientes. Transcurridos unos años y para probar su fidelidad, Dios urdió el escalofriante conato de sacrificio de Isaac en el monte Moriá, que el pastor acató impasible y por lo que es tan venerado. Y ya en el ocaso de su vida, asentado en el bosque de los terebintos de Mamré, cerca de Beerseba, compró al hitita Efrón la cueva de Macpelá para enterrar a Sara. Dicen que allí también yace con su esposa, hijo, nuera y nietos. Pero antes de morir, Abraham aún se casó con la jafetita —o quizás egipcia— Queturá, que le dio doce hijos que poblaron toda la Arabia. Curioso porque mientras, su heredero, Isaac, tomaba por mujer a Rebeca, nieta de su tío Najor, que se había quedado en Harrán. Por supuesto, esta boda preservaba a la jefatura de la tribu de cualquier otro culto ajeno al pacto.
Sin duda es el mito fundacional de los semitas —bien sean descendientes de Isaac, de Ismael, o de los doce hijos de Queturá—, aunque también encierre otras enseñanzas no menos elocuentes; para empezar, la predilección divina por los pastores sobre los pueblos urbanitas y, por tanto, sedentarios y agrícolas, como el Génesis ya había insinuado con Abel, quien por cierto era segundón como Abraham, su heredero Isaac y hasta su nieto Jacob. Quizás esta postergación de los primogénitos pudiera deberse a la costumbre fenicia de sacrificarlos al dios Melkart, aun cuando el fallido holocausto de Isaac nos señala nítidamente que el dios de Abraham abomina de este rito cananeo. De idéntica manera el viaje nupcial de Rebeca desde Harrán es otro rechazo a la costumbre púnica de trasladarse al dominio de la esposa, pero he aquí que entre los hebreos todavía es la madre quien lega la judeidad, lo que, y contradiciendo el traslado de Rebeca, nos sugiere una aceptación de la matrilinialidad cananea. Pero hay más; en los acontecimientos del relato encontramos desdeñosas consideraciones para las poderosas culturas vecinas; para la egipcia, con la mofa del faraón; para la micénica —o sea, la filistea—, con el castigo de Abimalec, o la rotunda victoria sobre los lejanísimos elamitas, vecinos de los caldeos, de quienes huyera la tribu al comienzo. En cuanto a los hititas, pudiera ser que Abraham descendiese entre ellos durante su expansión hacia el sur (1345-15 a. C.); no en balde, en sus fronteras el clan había buscado refugio tras su fuga de Ur y, luego, a uno de ellos Abraham comprará su tumba, signos ambos del aprecio por este pueblo. En fin, una leyenda tan pródiga que impone una cautelosa lectura.