El incendio de Notre Dame nos reveló no sólo lo que los expertos conocían como el bosque, un colosal entramado de vigas de roble entre la bóveda de piedra y el techo de finísimas láminas de plomo, estructura medular e invisible a los ojos de todo visitante. También hizo aflorar el mecanismo perturbador, igualmente discreto, de nuestra insaciable necesidad de ficción, nuestra demanda exigente del mito que nos hace servidores voluntarios de quien históricamente ha gestionado el monopolio de la transmisión de esas historias: el gurú o el sacerdote, el político que las teje por sí mismo o mediante intelectuales a sueldo. El crudo engranaje quedó por un momento a la intemperie y su incómoda psicología hizo que cada cual para sí –y casi todos al unísono- procediera a un inmediato sellado del boquete, para regresar así al estado confortable de las cosas.
«Y, en medio del estrépito, salta la anomalía en forma de inevitable dato de contextualización: la aguja de Viollet-le-Duc no tenía 800 años, ni provenía de ninguna remota Edad Media; su antigüedad era algo más modesta, unos 150 años»
El detonante principal fue un bello pináculo gótico, la aguja de Viollet-le-Duc, en la terminología que en pocos minutos consensuó la prensa en las nerviosas actualizaciones de sus ediciones digitales. La flecha que señalaba, vanidosa, los cielos de París y que con su corrosión por las llamas e inevitable derrumbe en directo aportaba –bien es cierto, en escala reducida- una turbación de la misma naturaleza mórbida que la creada por las imágenes con que las televisiones lograron, al unísono, horrorizarnos y subyugarnos hace casi ya 18 años. Aunque, vista la virulencia del fuego, el riesgo de colapso total de la catedral era una hipótesis a considerar, la hipérbole generalizada, en la prensa y, sobre todo, en innumerables usuarios de las redes sociales, emergió como un automatismo y con rasgos fáciles de resumir. En la mayoría de diarios, los titulares, desde el principio, nos hablaban de la destrucción del templo. En el bosque virtual, muchos leían el fuego como una señal confirmatoria de la caída y la devastación de Europa. El drama mutaba en tragedia y el argumento viralizado en minutos se refería, con casi matemática recurrencia, a los 800 años de Historia perdidos para la Humanidad. Lo que no habían logrado ocho siglos de penurias y de guerras sin cuartel lo ejecutaba, con fría y funcionarial indiferencia, nuestro tiempo. Todos arrimaban el ascua a su sardina emocional, y en un ejemplo para los anales del paroxismo narcisista y autorreferencial, un respetado columnista tejió su tribuna de urgencia con mimbres de una simbología aún más creativa: el suceso de Notre Dame era poco menos que el puñetazo en la mesa de una Virgen María más que indignada por los excesos feminazis. Y, en medio del estrépito, salta la anomalía en forma de inevitable dato de contextualización: la aguja de Viollet-le-Duc no tenía 800 años, ni provenía de ninguna remota Edad Media; su antigüedad era algo más modesta, unos 150 años. Bien mirado, era lógico, si el arquitecto con quien se la identificaba había vivido en el siglo XIX. ¿Y cuál fue la reacción entre quienes lagrimeaban en Twitter? Como tituló un cómico uno de sus espectáculos, “que no nos frunjan la fiesta”.
«El balance detallado de las pérdidas, que daba cuenta de lo limitado de las mismas, no se traducía, en general, en alivio en los comentarios de la gente: más bien, en la renovación del mismo tono plañidero, de la idea de catástrofe histórica para Occidente y de la cantinela de los 800 años arrojados al basurero de la Historia»
De modo muy llamativo, la destrucción siguió colándose sin pudor en numerosos titulares una vez la catedral había sido salvada la misma noche del siniestro. El balance detallado de las pérdidas, que daba cuenta de lo limitado de las mismas –aunque no fueran desdeñables-, no se traducía, en general, en alivio en los comentarios de la gente: más bien, en la renovación del mismo tono plañidero, de la idea de catástrofe histórica para Occidente y, sobre todo, de la cantinela de los 800 años arrojados al basurero de la Historia. Esa obcecación en ver el monumento como realidad de una pieza a pesar de los datos, de leerlo como el símbolo venido desde la noche de los tiempos para que nos reconozcamos en él es indicador de primer orden de nuestra habitual forma de pensar sobre lo político. La necesidad de ocultarnos -o desdeñar- la artificialidad de tan evidente convención es, a la vez, la prueba de la impresionante eficacia que muy pronto adquiere todo programa de resignificación impulsado con la suficiente energía desde el poder. Macron, político de raza, leyó bien lo que entraba en juego el 15 de abril. “Notre Dame siempre estuvo allí”, protestaba la gente. Hágase, pues, la voluntad popular: el Presidente proveerá. Con la catedral de fondo, en un plano nocturno de medida sobriedad -el líder en el centro del cuadro, y a sus lados el Primer Ministro, la alcaldesa Hidalgo, autoridades eclesiásticas-, cuando el fuego no había sido extinguido del todo aún, Macron improvisó su particular discurso fúnebre para enfatizar, en ese momento de aflicción, como Pericles hiciera con su ciudad, las cualidades y la fuerza indomeñable de la nación francesa. La reconstrucción será prioritaria, y se hará en solo cinco años. Su popularidad, medida días después, ya había empezado a crecer.
Eugène Viollet-le-Duc fue el genial arquitecto que, a partir de su idea de restauración en estilo, concretó el gran programa de legitimación de la burguesía como nueva clase social hegemónica en la Francia del XIX. La fabricación de monumentos, el reciclaje del hasta entonces ignorado gótico como canon artístico que proyectara en las mentes la continuidad en el tiempo de una clase social que debía fundirse con la misma nación, la necesaria confusión en las restauraciones entre lo viejo y lo nuevo: tales fueron los criterios puestos en pie. Una visión del gótico idealizada en una proyección mental hacia el pasado en la que un lo que pudo ser -definido con gran libertad por el arquitecto- pasaba por encima de toda consideración sobre la realidad histórica. El propio pináculo caído fue una excentricidad de Viollet-le-Duc, que impuso su erección donde nunca había existido antes. Una invención de la tradición, en los términos del clásico de Hobsbawn y Ranger, que operó de forma idéntica en el emergente nacionalismo catalán del mismo siglo: Viollet-le-Duc fue la inspiración de arquitectos como Puig i Cadafalch para, después de dudar entre el románico y el gótico, decidirse a trabajar este último como forma de arte nacional.
«De igual modo que muchos giran la cabeza cuando se les habla de la verdadera cronología y del origen del actual aspecto de Notre Dame, otros tantos no toleran que se les diga que el Barri Gòtic de Barcelona es una invención del XX»
De igual modo que muchos giran la cabeza cuando se les habla de la verdadera cronología y del origen del actual aspecto de Notre Dame, otros tantos no toleran que se les diga que el Barri Gòtic de Barcelona es una invención del s. XX: tal es la naturalización de lo artificial que se opera en nuestra psicología. Dice David Alandete en su obra Fake news: la nueva arma de destrucción masiva, con toda la razón, que una vez implantada con éxito una noticia falsa, de poco sirve su desmentido. El programa de creación de identidad nacional a partir de la invención de monumentos que el nacionalismo francés lanzó en el s. XIX tiene los ingredientes principales de las propias fake news: el trabajo de la confusión deliberada entre lo real y lo ficticio, la confianza en que la psicología humana cumplirá con su parte. El lunes pasado, el instinto debió dictar de inmediato a Macron que la solución para Notre Dame pasaba por la reconstrucción mimética de lo perdido, una vez que el legado de Viollet-le-Duc había cumplido su función con tal excelencia. Sin embargo, es probable que con el paso de los días -como mucho- los arquitectos le convenzan de la necesidad de incorporar materiales modernos para la reconstrucción de las partes ocultas. De lo que no deberíamos albergar muchas dudas es de que el debate restauración VS rediseño no tendrá demasiado recorrido.