Nada hallarás de nuevo en estas líneas. Todo ha sido dicho. Sin embargo, hablar de la lgtbifobia y sus consecuencias, aunque sea reiterativo, es imprescindible. Porque las lecciones de la historia no suelen aprovecharse y las mentiras y daños se repiten una y otra vez.
Hace ya meses que las agresiones al colectivo LGTBIQ+ empezaron a multiplicarse de modo alarmante y sin visos de parar. El asesinato de Samuel Luiz ha sido el punto culminante de un cáncer que, lejos de perder vitalidad, se extiende como pez negra por el andamiaje social. El discurso del odio ha elevado sus embestidas a unos niveles impensables no hace tanto y ha recuperado su esencia más elemental, esa que dice que expulsarnos de la vida no es odio, sino la forma de evitar que nuestra existencia contamine el mismo aire.
Pero ¿por qué? ¿Qué ha sucedido para este crescendo? Pues que se ha justificado ante la sociedad, una vez más, que somos una amenaza. Que somos malas hierbas y, como es sabido, para que las hierbas malas desaparezcan no basta con cortarlas, hay que arrancarlas de raíz.
Un fenómeno que no es exclusivo de nuestro país. Coyunturas similares se viven en otros territorios y la situación en Georgia, Hungría, Rusia o Polonia es mucho peor. Pero eso, más que un consuelo, es un aviso. Ellos llevan más años que nosotros con el mensaje del odio promovido desde las instituciones del estado o los partidos políticos y, si no actuamos hoy, nuestro futuro será el mismo.
Porque del discurso del odio nacen las conductas del odio y de su propagación son responsables tanto agrupaciones políticas como movimientos sociales que, al hablar de chiringuitos, al decir que ser gay es una enfermedad o cuando pregonan que las mujeres trans van a ir violando a otras mujeres por los retretes de España, están diciendo que las personas LGBTIQ somos un peligro social. Un peligro que exculpa los comentarios ridiculizantes, los chistes vulgares, las frases insultantes y que, poco a poco, blanquea el odio ayudando a su normalización.
La sangre de Samuel -la sangre de tantas y tantos- ha desnudado el alma homófoba de mucha gente. Porque esos que, con tibieza, cuestionan las agresiones, los que opinan que si el agresor no sabe que eres gay, no es delito de odio o quienes proclaman que todas las hipótesis han de estar abiertas, en realidad padecen lgtbifobia.
Lo que no evita que el sistema funcione y que, a fuerza de retorcerla, la homofobia sea maquillada hasta lograr su banalización social.
De ahí la importancia de verbalizar que de lo que hablamos es de violencia. Una violencia que no solo implica la agresión física o el asesinato, sino también el insultar, amenazar, chantajear, difamar, arrinconar, despreciar y un largo etcétera.
Una violencia donde:
*La orientación sexual del agredido no es lo importante. Lo que desata la rabia es cómo lo ve el agresor.
*El homófobo se considera superior y lo demuestra en el uso de imperativos (¡cállate!, ¡lárgate!) o con la amenaza directa (¡o dejas de grabar o te mato, maricón!).
*Lo que ocurra será por nuestra culpa, por cómo somos y para evitarlo bastará con dejar de ser marica o bollera o que, por lo menos, no se note.
*Se procura causar, en el dolor individual, un daño al colectivo y siempre se busca intimidar.
*Se suele actuar en grupo, apoyados en la fuerza de la manada y estimulados por la descarga de adrenalina que ocasiona ver atacar a los compañones.
*Quien la ejerce no es o no quiere ser consciente de ella, la niega y acusa a sus víctimas de ser ellas las agresoras. Porque, para quien odia, nuestra sola presencia –maricones, dais asco– es un agravio.
Un gesto, un beso, el rímel en las pestañas o caminar enlazados sirven para marcarnos. ¡Maricón! ¡Mariconazo! ¡Travelo!, restalla entonces el grito en la calle. Y los golpes, los insultos, los escupitajos se derraman como cal viva.
La sangre de Samuel no ha sido la primera ni, menos aún, será la última. Lo estamos viendo a diario. La bestia ha cogido impulso. Se siente segura. Se crece. La jauría machaca rostros, arranca dientes, rompe manos. Con tranquilidad. Porque les han contado que eso es lo hay que hacer para preservar a las familias de bien, para que no se borre a las mujeres, para que nadie contagie a los niños o ponga hormonas a las niñas.
Ese es el inequívoco mensaje que las ultraderechas y los socialismos trans excluyentes han trasladado a la calle. Un mensaje que nos está costando la vida.
Fue la madrugada del 3 de julio.
El tiempo vuela. Pero que su paso no nos haga olvidar.
Samuel no era ninguna mala hierba. Tampoco tú.
No permitas que nadie le haga creer al mundo que sí lo eres.