La semana pasada prometí hablar un poco más acerca de la debilidad del proyecto republicano español en nuestro presente. Sin duda, la monarquía cuenta aún con numerosos partidarios, entre el pueblo y entre los ciudadanos influentes. Su pervivencia es cómoda para los grandes partidos y la constitución no facilita su abolición, aunque como vimos, tampoco la imposibilita.

Ahora bien, si queréis mi opinión, las grandes debilidades del proyecto republicano son dos: la república se concibe como algo de izquierdas por sus propios partidarios y nadie propone un modelo claro de qué república prefiere.

No hace mucho, en El Intermedio, se preguntaba por la calle: ¿Tú qué preferirías una monarquía con Felipe VI o una república con Aznar de Presidente? Por supuesto, hay que ubicar el contexto de un programa de humor, pero, en general, la gente se muestra poco partidaria de una república con un Jefe de Estado que le caiga mal. Y esto estaría bien planteárselo. En la Segunda República, desde que se aprobó la constitución hasta el inicio de la guerra civil, España tuvo siete presidentes del gobierno y dos Presidentes de la República, Alcalá Zamora y Azaña, más un tercero interino, Martínez Barrio. Seguramente, caerían mal a mucha gente.

Si esto no se puede aceptar, no sé hasta qué punto será positivo avanzar hacia la república. Monárquicas o republicanas, las Jefaturas de Estado no son de izquierdas o de derechas. La ideología política se expresa en la acción, es decir, en el programa de gobierno y la agenda legislativa. Las instituciones de un país, per se, no acogen una ideología definida.

De no revertirse la tendencia a su pérdida de popularidad de la Corona, más pronto o más tarde acabará desalojada. Eso sí cuando quitamos una institución que cumple una función o un rol, hay que transferir su actividad a otro u otros organismos. Y ahí, a mi parecer, está el otro talón de Aquiles de los republicanos: falta de concreción en su proyecto. Quieren quitar al Rey, pero no se proporciona ni un leve bosquejo sobre qué República tendríamos.

Una advertencia contra este republicanismo nos deja el referéndum australiano de 1999. Como Canadá o Nueva Zelanda, Australia es, formalmente, una monarquía cuya Reina es Isabel II. Sin embargo, la identificación simbólica de los australianos con la corona va decreciendo en cada generación desde hace décadas. De hecho, en 1999, los republicanos ya eran mayoría, pero perdieron porque no se ponían de acuerdo en cómo debía estructurarse la futura República Australiana.

Para los republicanos parlamentarios, básicamente, era una cuestión simbólica y política. El Primer Ministro seguiría siendo el gobernante del país, y el Gobernador, que representa hoy a la Reina en suelo australiano y que se nombra a petición del gobierno australiano, pasaría a llamarse Presidente de la República. Un cambio de nombres. Otros, por contra, preferían un modelo similar al norteamericano o el francés.

¿El/la lector/a republicano/a ha pensado qué república prefiere? Oteo por encima los cuatro grandes modelos (más uno extra) por si le ayuda a decidirse:

República Parlamentaria: el Jefe de Estado y el de gobierno son personas distintas. El último, suele ser llamado Primer Ministro, aunque en Austria y Alemania se le llama Canciller y se elige, después de las elecciones, según la composición del parlamento. Él y sus ministros gobiernan el país.

El Presidente de la República puede ser elegido indirectamente, a través de una asamblea especial, como Alemania e Italia, por el Parlamento, como el Primer Ministro, pero por mayoría cualificada, caso de Grecia, o incluso directamente por el pueblo, como en Austria, Polonia o Portugal. En ningún caso este Presidente gobierna.

Sus poderes son variables, a veces tiene derechos de veto o al menos pueden pedirle al Tribunal Constitucional que se pronuncie sobre la constitucionalidad un proyecto de ley antes de firmarlo. En algunos casos, como Italia, tiene la última palabra a la hora de adelantar elecciones. Sin embargo, en el caso griego me atrevería a decir que su papel, si cabe, está más limitado por la carta magna que el de algunos monarcas, como el nuestro.

En este modelo, el Presidente ideal es un padre o madre de la patria, una persona respetada y de consenso que emplea su rol para mediar en conflictos políticos, ayudar a fraguar acuerdos y por supuesto mantenerse activo en la sociedad civil.

Por su parte el jefe de gobierno necesita tener la confianza del parlamento, para gobernar. Si pierde esta confianza, el Presidente deberá buscar un nuevo Primer Ministro en armonía con las mayorías parlamentarias.

Con este modelo, en definitiva, cambiaríamos al Rey por un Presidente.

República Presidencialista: una misma persona reúne los cargos de Jefe de Estado y de gobierno. Se le suele elegir directamente, como en todas las repúblicas latinoamericanas. Si bien, en EE.UU. su elección es en realidad indirecta, a través del Colegio Electoral, famoso desde 2016, donde se representan los delegados estatales.

Aquí la separación de poderes se expresa simbólica y radicalmente en que el Presidente no puede pisar el Parlamento, salvo si es invitado para dar un discurso. Excepciones aparte, esto ocurre una vez al año, para dar el discurso del estado de la nación. No debate con el líder de la oposición en la cámara.

Aunque hay variaciones, en este modelo el Presidente necesita al parlamento para aprobar leyes o presupuestos. Sin embargo, suele tener facultades de veto sobre las leyes que vota el parlamento. Para levantar este veto, el Parlamento a menudo necesita mayoría cualificada, muy difícil de alcanzar. No puede convocar elecciones parlamentarias anticipadas, pero tampoco puede sufrir una moción de censura. Únicamente se le puede destituir por impeachment, si comete un delito grave.

El principal problema de este sistema es que, aunque, en teoría fuerza al poder ejecutivo y al legislativo a buscar acuerdos, en la práctica cuando el Presidente y el parlamento no son del mismo color el país se paraliza. El parlamento no aprueba las leyes que quiere el Presidente y este veta las que aprueban los legisladores.

República Semipresidencialista: modelo de Francia, Rumanía, Ucrania y Rusia, entre otros. Existe un Presidente elegido directamente con amplios poderes de gobierno, especialmente en defensa y política exterior. Este Jefe de Estado no puede vetar leyes al parlamento, pero sí convocar elecciones anticipadas. A veces, como ocurre en Francia o Rumanía, puede sobrepasar al parlamento convocando un referéndum para aprobar una norma, apelando directamente al pueblo. Tampoco puede entrar al parlamento, salvo cuando le invitan para dar discursos.

Ahora bien, debe nombrar a un Primer Ministro que también tiene poderes de gobierno. Cuando todo va bien, el Primer Ministro es un edecán del Presidente quien lo nombra y lo destituye a conveniencia. Está ahí para comerse los marrones, como se suele decir. Un ex primer ministro francés, Chaban-Delmas, bromeó diciendo: “Si algo sale bien es gracias al Presidente, si algo sale mal es culpa del Primer Ministro”.

Ahora bien, el Primer Ministro tiene sus funciones y su propia esfera de poder. Además, no le basta con la confianza del Presidente ya que el parlamento puede obligarle a dimitir mediante un voto de censura. En ocasiones, cuando el parlamento y el Presidente no piensan igual y el último tiene claro que convocar elecciones anticipadas no cambiará el panorama puede darse la llamada cohabitación: el Presidente es, digamos, de izquierdas, y nombra a un Primer Ministro de derechas, o la inversa. Estas cohabitaciones, estrenadas en Francia, suelen acabar mal, con una destitución o dimisión estruendosa del jefe de gobierno. En Rumanía, el PM Ponta, socialdemócrata, impulsó un impeachment contra el Presidente de derechas. Además, a falta de acuerdo entre este y el Presidente, el gobierno se vuelve bicéfalo o, más bien, descabezado y volvemos a tener al país bloqueado.

República Presidencialista Limitada: no confundir con el modelo anterior, esta variedad constitucional tiene menos presencia internacional que los anteriores. Lo han adoptado Suráfrica, Botsuana, Guayana, la Federación de las Islas Marshall y pocos países más. Combina rasgos parlamentarios y presidencialistas.

El Jefe de Estado y el de gobierno son la misma persona, además tiene unos poderes amplios que varían según el país. Sin embargo, su elección es indirecta, la hace el Parlamento, en términos parecidos a como nosotros elegimos al presidente del gobierno. Una vez elegido, el Presidente debe abandonar el Parlamento y no puede volver a pisarlo salvo para dar el discurso del estado de la Nación y otras ocasiones solemnes. Sí pueden ir al Parlamento sus ministros y el Vicepresidente que nombra el Presidente entre los diputados del parlamento.

Sin embargo, a diferencia del presidencialismo, si el parlamento disiente políticamente del Presidente puede destituirle por una moción de censura. Entonces el Vicepresidente se convierte en Presidente. Esto ocurrió en Suráfrica en 2018, cuando el Presidente Zuma perdió la confianza del parlamento.

Esta relación de poder sí obliga al Presidente a estar en buenas relaciones con el parlamento ya que en caso contrario puede perder su puesto.

República Semiparlamentaria: este sistema se implantó en Israel en 1992 que hasta entonces era una república parlamentaria. La Knéset o parlamento israelí es uno de los parlamentos más fragmentados del mundo. Hasta ese año, el Parlamento elegía al Presidente de la República, con poderes totalmente simbólicos. El verdadero gobernante del país, el Primer Ministro, era propuesto por el Presidente y necesitaba la confianza de la mayoría de la Knéset para echar a andar su gobierno.

Como el parlamento estaba tan dividido, las coaliciones de gobierno duraban poco y siempre se iba a elecciones anticipadas. En un intento de aliviar esta inestabilidad crónica, a principios de los noventa hicieron un experimento atípico. Mantendrían al Presidente como Jefe de Estado sin poder elegido por la Knéset, pero esta y el Primer Ministro pasaron a elegirse directamente, cada uno por separado.

Al elegirlo directamente, se esperaba que la posición del Primer Ministro se viera reforzada, de modo que los partidos políticos facilitaran la formación de gobierno. Ahora bien, si no podía formar un gobierno y superar el debate de investidura, había que repetir ambas elecciones. Lo mismo ocurría si el Primer Ministro perdía una moción de censura, es decir, no sólo caía el gobierno, el Parlamento se disolvía automáticamente.

Pero digamos que la cosa no fue según lo previsto…

Con el modelo parlamentario, el Presidente de la República tiene cierto juego, como el Rey de España en la actualidad, para proponer candidato a Primer Ministro. Si tiene más apoyo parlamentario el líder del segundo partido en diputados, puede invitarle a él a formar gobierno, en lugar del cabeza de la lista más votada. Claro con el semiparlamentarismo, el Primer Ministro ya venía elegido de las urnas.

Contra lo esperado, no ganaba las elecciones a Primer Ministro el candidato del partido más votado, a veces ni siquiera el del segundo. De modo que el primer y el segundo partido debían avenirse a tener de jefe de gobierno al líder del tercer partido en diputados. Imaginad que en las últimas elecciones generales, con la composición actual del Congreso, los españoles hubiesen votado a Abascal o Iglesias de presidente del gobierno (!). PSOE y PP tendrían que elegir: o le facilitan el consejo de ministros o se repiten las elecciones. ¿Qué creéis que pasaría?

Pues eso, en lugar de acabar con la inestabilidad gubernamental, el semiparlamentarismo consiguió todo lo contrario. Ante semejante éxito, en 2001, Israel retornó al modelo de república parlamentaria.