En los 21 días que separaron las dos grandes manifestaciones constitucionalistas del pasado octubre la dirección de los socialistas catalanes operó un perceptible viraje táctico, forzada por los hechos: el PSC había renunciado a asistir como partido a la concentración del 8 de octubre, aunque invitó a participar a su militancia, pero tres semanas después el primer secretario Miquel Iceta ya compartía cabecera con representantes del Gobierno y de C’s. También compartió ese día, sin duda a su pesar, la que al instante se convirtió en icónica selfie PP-PSC, ejecutada por Xavier García Albiol, y que además de a éste y a Iceta, incluía al delegado del Gobierno Enric Millo, a quien le pasa el brazo por el hombro una exultante Andrea Levy, a la ministra Dolors Montserrat, que deslumbrada por el vertical sol de mediodía lanza hacia arriba un pulgar victorioso y, finalmente, apenas entreviéndose entre Montserrat y García Albiol, a la ex presidenta del PP catalán Alicia Sánchez Camacho. El encuadre que supo aplicar el fotógrafo Carlos Montañés al inopinado grupo en el instante del posado se convierte en la puesta en escena que encierra físicamente, en una sugerida emboscada metafórica, a un sorprendido Iceta entre el perímetro creado por la suma de las presencias populares. La difusión de la imagen contribuyó a la crucifixión del líder socialista por parte de un secesionismo entonces noqueado e hipersensible tras la aplicación del 155. Desde octubre, no hay día en que no se le recuerde en las redes su traición a la causa nacional.
«En los 21 días que separaron las dos grandes manifestaciones constitucionalistas del pasado octubre la dirección de los socialistas catalanes operó un perceptible viraje táctico, forzada por los hechos: el PSC había renunciado a asistir como partido a la concentración del 8 de octubre, aunque invitó a participar a su militancia, pero tres semanas después el primer secretario Miquel Iceta ya compartía cabecera con representantes del Gobierno y de C’s»
Esta desagradable circunstancia fue y sigue siendo el precio necesario a pagar por ese viraje, defendible no sólo desde la perspectiva táctica: la oportunidad y la ética confluyeron ese 29 de octubre en la decisión del PSC, que fue ajustando su opción a partir de los hechos que fueron sucediéndose durante el clímax del procés. El desastre democrático de las sesiones del 6 y el 7 de septiembre en el Parlament había permitido a los socialistas catalanes afirmar su compromiso sin matices en defensa de la legalidad constitucional y estatutaria, situar en la aprobación ilícita de las leyes del Referéndum y de Transitoriedad el origen de la crisis y perfilar en adelante un discurso en el que se subrayaría el atropello a los derechos políticos de los parlamentarios no secesionistas. Sin embargo, ello no implicó abandonar la apelación, de tono patético, al diálogo entre gobiernos como forma única de evitar dos situaciones vistas como igualmente indeseables y temidas: la proclamación de la independencia con que amagaba Puigdemont y la aplicación del 155. Para el 7 de octubre, víspera de la primera manifestación convocada por Societat Civil Catalana, el PSC había invitado a sus militantes a asistir “con ropa blanca o con lazos y carteles blancos” a la concentración convocada en la Pza. Sant Jaume por la plataforma Parlem-Hablemos, que organizó actos similares en otras ciudades de España: más allá del respeto a la legalidad como línea roja innegociable, el tercerismo del PSC se manifestaba aún como equidistancia casi perfecta. El 9 de octubre, tras la sorpresa de la manifestación constitucionalista, con un millón de asistentes y Josep Borrell como figura indiscutible, el partido aún no había metabolizado ningún cambio: en un acto político convocado de urgencia, al que se invitó al secretario general del PSOE Pedro Sánchez, diferentes líderes, como Iceta, el concejal Jaume Collboni y el parlamentario Miquel Pedret exhibieron en sus discursos un idéntico distanciamiento brechtiano hacia la catarsis popular del día anterior. La manifestación era citada de pasada y en un mismo plano que las concentraciones de Parlem-Hablemos, a pesar de la apabullante diferencia de escala: un millón de personas en la organizada por SCC, 5.500 en la de dos días antes en Pza. Sant Jaume. Más bien, hubo en alguna de las intervenciones una cierta ironía por la pedagogía aplicada por Borrell a la concurrencia cuando la riñó por sus cánticos espontáneos de Puigdemont, a prisión. El foco caía, al contrario, en el Gobierno de Rajoy, que era reiteradamente presentado como inútil e incapaz de hacer política.
En realidad, el cambio de actitud y la matización del discurso del PSC –y del PSOE: menos foco contra Rajoy, más contra el Govern- sólo fue propiciado por la espasmódica declaración de independencia, al fin consumada por Puigdemont, así como por la evidencia inmediata de que, activado el 155, mientras el estallido independentista tan temido se revelaba un espejismo, la mitad constitucionalista de la población sí que iba a explotar el día 29 en una celebración tan cívica y masiva, o más, que la de tres semanas atrás. Fijada la nueva posición, vendría de inmediato la necesidad de competir el 21-D, con significativos errores en el vaivén del partido al tratar de definir un espacio propio, quizá demasiado preocupado por compensar su anterior basculación españolista: la extemporánea propuesta de indultos a unos políticos presos o huidos sin sentencia firme, la inclusión como número tres en la lista por Barcelona del ex conseller de Unió Democràtica Ramon Espadaler –encargado de la logística del primer proceso participativo sobre el dret a decidir el 9N de 2014-, o las declaraciones de apoyo a la inmersión lingüística en la escuela. Ese conjunto de posicionamientos produjo un palpable malestar en gran parte del electorado fronterizo entre el PSC y C’s, y en definitiva dejó el camino expedito para el espectacular resultado de la formación naranja. La jugada de Iceta no había sido, en realidad, maximizar el voto, sino convertirse en llave de gobierno, y conseguir la sobrerrepresentación que en las coaliciones caracteriza a los partidos bisagra. Pudo haberle salido bien, pero falló la aritmética: las autonómicas de diciembre acabaron con uno de los mitos hasta entonces operativos en la política catalana, aquél que sostenía que, con una masiva participación electoral el constitucionalismo vencería no sólo en votos, sino también en escaños. Siendo eso así, un intento de maximizar voto en campaña sólo hubiera conducido a un reparto distinto de escaños entre PSC y C’s, más ventajoso para los primeros del que al final se dio, aunque la victoria en escaños hubiera seguido siendo para el independentismo. Para quien piense que, de todos modos, el techo electoral del PSC estaba trazado por su trayectoria previa, y poco podía variar en campaña, basta señalar, no obstante, que en la eufórica manifestación del día 29, el ex ministro Borrell bajó un tramo largo del Paseo de Gracia, camino del escenario de oradores, literalmente estrujado por la muchedumbre que se iba abalanzando a su paso, entregada sin condiciones y con gritos de president, president. Al final, la dirección celebró la consecución de los 17 escaños, uno más que en las elecciones previas de 2015, como un buen resultado, como el discreto espaldarazo a su oferta de empezar a tender puentes para coser la fractura entre catalanes.
«Las autonómicas de diciembre acabaron con uno de los mitos hasta entonces operativos en la política catalana, aquél que sostenía que, con una masiva participación electoral el constitucionalismo vencería no sólo en votos, sino también en escaño»
El relato de las fluctuaciones del PSC durante el clímax del procés ejemplifica el tipo de dudas que puede enfrentar un partido situado en terreno inestable en el contexto de una polarización extrema. Sin embargo, el discurso de quien se sitúa como facilitador de la tarea de tender puentes no debe ocultar –bajo riesgo de autocomplacencia- que el techo electoral del partido viene dado hoy, no por esa vocación mediadora, sino por un problema estructural del propio partido: la falta de empatía real hacia el ciudadano constitucionalista. No hay duda de que el viraje de finales de octubre ha fijado una posición del PSC útil para el interés general que cabe elogiar, pero hay un paso adicional que debería darse. ¿Qué resistencia habría que romper? Sin duda, la de los sesgos y la aprehensión que la mejor versión del catalanismo aún exhibe cuando se refiere al españolismo autóctono. La obsesión con la idea de que hay un catalanismo recuperable más allá del nacionalismo realmente existente ayuda a no tener que preguntarse si el axioma de ese catalanismo transversal y obligatorio para Cataluña no es, en realidad, un régimen impropio, difícil de defender desde el pluralismo. El mito del catalanismo abierto y amable del pujolismo, que rebrota en esta fase de secesionismo agrio que enseña sin pudor su componente supremacista, la idea de que la Cataluña constitucionalista exige menos o ningún autogobierno –y no su racionalización bajo criterios de justicia-, la falacia de la perfecta simetría en una negatividad de actitud entre dos grupos enfrentados: toda una batería de autoengaños tranquilizadores que limita las posibilidades de que la tercera vía del PSC sea aún creíble.
La paradoja es que, a medio plazo, la recuperación de una centralidad política –o, al menos, la discusión de la hegemonía que lleva camino de detentar C´s- podría pasar por la conjunción inteligente entre una tercera vía autóctona reformulada por los socialistas catalanes y un PSOE capaz de apostar por concreciones que tradujeran de modo efectivo la noción, otra vez en boga, de patriotismo constitucional. Para ello, sería estrictamente necesario un golpe de timón definitivo del PSC, un liderazgo empático con la Cataluña constitucionalista, su reconocimiento de ésta como sector de la ciudadanía perjudicado, no ya durante el procés, sino desde el propio arranque de la democracia, la retirada del apoyo a la política de inmersión lingüística, incompatible con la idea de derechos lingüísticos de la ciudadanía, la renuncia, en fin, a fórmulas trasnochadas como el recurrente blindaje de competencias. En el otro plato de la balanza, la reivindicación del impulso de políticas de ámbito estatal como una ley de lenguas que fomente la presencia y visibilidad del catalán, el vasco y el gallego como patrimonio común de los españoles, o la defensa de la descentralización de algunas instituciones del Estado.
Se trata en definitiva de elegir: o una nueva tercera vía que incorpore como patrimonio el reconocimiento de los constitucionalistas catalanes para intentar crecer, o el ya rutinario tercerismo, que aprovechará el nuevo debate de si España entra en tiempos de nacionalismo o de patriotismo constitucional para reubicarse, cómoda y tácticamente, en una nueva equidistancia, aquella que sustituirá como target preferencial el españolismo que hasta ayer se adjudicó al PP por la supuesta vocación joseantoniana que, ridículamente, ya se empieza a endosar a Ciudadanos.