Es probable que sorprenda a muchos este dato de la última encuesta del Centre d’Estudis d’Opinió (CEO) –un organismo dependiente de la Generalitat de Catalunya-, que lleva por título Percepción de las políticas públicas y valoración del Govern, 2019: el 72% de quienes votaron a Cs en las últimas elecciones al Parlament dicen sentirse tan catalanes como españoles. Si a la cifra añadimos a quienes responden más españoles que catalanes, vemos que esos electores del partido naranja declaran una identidad catalana, en distintos grados, del 83,5%. Un porcentaje algo inferior, pero igualmente alto, manifiestan quienes votaron al PP en Cataluña en las mismas elecciones: un 70,4% con sentimiento de catalanidad tan presente como el español. ¿Sorprenderían las cifras, si llegaran a conocerlas, incluso a esos mismos electores de Cs y del PP en Cataluña que las protagonizan? Podríamos apostar a que también: no se antoja nada inverosímil que buena parte de ellos haya llegado a interiorizar, de algún modo, la propaganda nacionalista –españolistas VS catalanistas, anticatalanes VS catalanes-, y con ello creer que su decidido sentimiento de catalanidad debe ser, si no excepcional entre los suyos, ni de lejos tan mayoritario como la encuesta revela.

Aunque haya interés en mirar hacia otro lado, endosar una identidad falsa y plena de negatividad al rival político, fijarlo con el discurso como indeseable, suele tener efectos automáticos. En el lenguaje hoy en boga, es una acción performativa, y ello de distintas formas: la mera publicitación del diagnóstico suele crear en la víctima, en mayor o menor grado, una interiorización como la se sugería arriba –aceptar en parte los atributos de la propaganda para los de su propio grupo-, o lo que es peor, aceptar la humillación para sí mismo. ¿Qué catalán no nacionalista no se siente a veces –o se siente de modo permanente- como un elemento extraño, ajeno a lo normal, transformado por el martilleo inmisericorde, de día y por la noche desde el poder, que le dice que él, precisamente, representa todo lo que es anormal en política? ¿Qué catalán constitucionalista no ha dudado y ha pensado con incomodidad si al final no va a ser que él tiene algo de lo que le escupen quienes son jaleados para levantar el dedo acusador: nacionalista por el lado malo, inadaptado, carcelero, antidemócrata…? Esa es la gran victoria de la metodología nacionalista, desde luego, hacer que la gente se avergüence de sí misma. Pero también puede ocurrir otra cosa, otro tipo de efecto igualmente grato al poder y a su claque de acusadores: que el victimizado no somatice, que recoja los trozos de su identidad castigada y que decida, por rabia y hartazgo, parecerse verdaderamente al cuadro que pintan de él. Ese volantazo excesivo es humano, pero aquí ya habrá aún menos misericordia. Porque todo, siempre, es un mundo de oportunidades para el cínico victimizador: se le presenta aquí un plan B con tantos o más réditos que la anterior sumisión del señalado, que no es otro que poder sacar pecho ante los fieles –y ante las almas puras que exigen juzgar las cosas desde la comodidad de su púlpito en la distancia-: ¿veis lo fachas que son? ¡Si ya os lo estábamos diciendo! Así pues: inyección de moral para los afines, se ahonda el foso de incomprensión entre los ya enemigos y se reestigmatiza a los perdedores: la banca siempre gana.

Es verdad: la técnica de retratar al otro como a un fardo indigno que hay que sobrellevar con paciencia –no exenta de asco- es vieja como el mundo y caracteriza gran parte del recorrido político del siglo XX, con resultados sobrevenidos que no deberían escapar a nadie, pero que alertan cada día a menos gente. Y quizá debería ser al contrario, porque hoy, a pesar del colchón institucional que supone una ventaja diferencial para nosotros, el contexto político y mediático emergido despliega un engranaje que parece inatacable. Políticos decisionistas que detectan su oportunidad de desplegar un poder casi inmune a la rendición de cuentas, gracias a una propaganda disgregadora que mantiene las propias filas prietas y en guardia; políticos azuzados en la misma dirección por la legión de aprendices de brujo que susurran en sus oídos la palabra mágica… polariza… porque saben lo esencial: que los nuestros extraen de esa refriega sin fin fidelidad a la causa y fuerzas renovadas para, precisamente, seguir fajándose sin desmayo en el nuevo marco comunicativo de la era digital. Esos mismos spin doctors triunfantes, apóstoles orgullosos del enfrentamiento, nos dicen que la partida se decide ahora en el terreno del la lucha cultural y psicológica, en el combate por desplazar el eje de la centralidad mediante el arte de comunicar, nos lo explican todo de muy distintas maneras, dándose siempre importancia, quitándole también hierro a la espinosa cuestión de las consecuencias. Sugieren que su trabajo es hoy simplemente el centro de la política, de una política distinta a la de años atrás. Pero la realidad no es aséptica y la polarización deja su impronta en una sociedad: al reproducir lo contrario al fair play en la lucha por el poder, genera peores políticos y electorados no solo ya enfrentados, también más moldeables y menos racionales. Solidarios sin matices con los que caen de su lado de la divisoria, incapacitados para ver la más mínima razón en el que cae enfrente.

A este juego, tan idóneo para los nacional-populismos, se suma hoy una nueva izquierda en nuestro país, una nueva izquierda hermanada con los primeros, no en proyecto, pero sí en metodología compartida contra un enemigo común. Quizá ya en política la metodología sea el único proyecto. Este juego, por último, se revela como demostración inapelable de la hegemonía de lo político respecto a lo mediático en nuestros días. Lo indudable es ya dónde hay que mirar para localizar la sala de máquinas del sistema: en los que mandan en la política, no en ningún supuesto condicionamiento por parte de los medios, no en la tan debatida mediatización, un factor que los políticos, con sus asesores, han sabido llevar plenamente a su terreno. Gran parte del periodismo aún no lo capta, cada semana descubre para su sorpresa -sin asimilarlo- estudios que siguen apareciendo y concluyen, 50 años después de que la politología lo demostrara, que a la mayoría de la gente no le interesa la verdad, sino formar parte de un equipo, que la información que en realidad buscamos es la que nos reafirma y nos distingue de quienes hemos decidido que es nuestro enemigo político. A la vez, ese mismo periodismo serio, descolocado en un mundo de fake news y desinformación, habla de apostar por la educación para detectarla, de fomentar el periodismo de calidad y la transparencia en las plataformas de distribución en internet. Muy bien, pero aún no se entiende que el núcleo duro del problema reside en ese pacto de gratificación mutua y solidificada entre una nueva clase de políticos y sus clientelas electorales. Que la construcción de una identidad falsa e indeseable para el otro no es solo el mecanismo fundamental de la polarización, sino a la vez el tipo de desinformación política más letal, porque aporta los más sustanciales réditos: políticos a los unos, psicológicos a los otros. Por ello, el que será terriblemente difícil de combatir.