Entre el maremágnum de noticias económicas, de políticos alardeando bajo la luz de los focos y de algún vicepresidente inculto hablando de cosas que no conoce, la crisis de la sanidad española se desdibuja y parece más un aparejo político circunstancial que un asunto de envergadura. Sin embargo es real y para nada una novedad.

La transferencia de competencias sanitarias a las Comunidades Autónomas tuvo dos efectos inmediatos.

El primero, la creación de cientos de puestos de libre designación para que los partidos políticos colocarán a afiliados y simpatizantes en ellos. Al fin y al cabo, como han demostrado tanto los grandes partidos como los pequeños o los populistas, son una máquina de contratación de fieles con dinero público y con independencia de su capacitación. Como evidencia el anteriormente mencionado vicepresidente, que de nada entiende, pero cobra religiosamente.

El segundo, dado que el horizonte político no es la Salud, sino la siguiente convocatoria electoral, es la ausencia de planificación sanitaria objetiva y positiva a medio y largo plazo. Planificar las necesidades de personal sanitario en base al número de jubilaciones, en base a nuevos centros sanitarios, a nuevas especialidades; definir, a 10-15-20 años, el número de residentes que se necesitarán, las plazas de enfermería, de auxiliares, etc. necesarias para cubrir las crecientes demandas de la población; actualizar áreas sanitarias, como otras más, son cuestiones sobre las que la administración pasa de forma tangencial.

La conjunción de ambos efectos -nula programación en el tiempo y uso como instrumento político- nos ha conducido al momento actual, donde las huelgas, activas o en fase de convocatoria, se acompañan de profesionales quemados, desbordados por la carga de trabajo, y con una ciudadanía desesperada que, más de lo deseable, paga sus frustraciones con el personal de salud que le atiende.

Y no es que las y los pacientes carezcan de motivos. Basta mirar las listas de espera quirúrgica para comprender el malestar de la ciudadanía.

Sí revisamos los datos oficiales, 742.518 pacientes estaban en lista de espera para operarse, en el Sistema Nacional de Salud, hasta mediados de 2022. La cifra supone un aumento de más del 12% respecto al mismo periodo del año anterior (informe de listas de espera publicado por el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad) y es el sumatorio más elevado de la serie histórica.

Cualquier persona experta en gestión, cualquier matemático, podrían haber explicado a los administradores de salud pública qué se podía esperar viendo la evolución de los datos desde 2009. Más de dos décadas perdidas de planificación, adecuación de servicios, organización…

Cierto es que se ha acortado la espera media para ser intervenido. Se ha pasado de 123 días en el segundo semestre de 2021 a los 113 días del primer semestre de 2022. Pero no es más que una bagatela, porque la demanda seguirá creciendo y a un ritmo acelerado.

El envejecimiento de la población, las nuevas técnicas quirúrgicas y anestésicas -que permiten intervenir pacientes complejos que antes habrían sido rechazados- o la nueva oncocirugia son, entre otras, razones para este aumento casi exponencial de la demanda.

Es un problema real, que está tomando proporciones alarmantes, sin que se atisbe en la casta política que nos rige una solución efectiva. De norte a sur, de este a oeste, el conflicto crece día a día. Y no es cuestión del signo político de la Comunidad en cuestión. Todas tienen el mismo problema. Las listas crecen año tras año y en casi todas hay posibilidades de huelgas debida al destrozo sanitario causado. Huelgas que son la salida lógica para reclamar derechos. Derechos del personal y derechos de los pacientes.

Si una reforma real del Sistema Nacional de Salud no se produce en breve, si la clase política no es capaz de empezar a pensar más allá de los próximos comicios, las listas seguirán in crescendo y en un año no sería raro encontrar más de un millón de personas en espera para ser intervenido.

La ocasión para solucionar el hoy se ha perdido. Pero todavía es posible solucionar el manaña. Solo es preciso que sus majestades los políticos piensen más en las personas y menos en su sueldo, su sillón y sus prebendas.

Mientras, habrá que seguir explicándoles que defender la sanidad pública es, más allá del estado del bienestar, defender la salud de nuestras hijas e hijos y es defender el futuro de nuestro país.