Al tratar de entender lo ocurrido con Vox, lo primero que me viene a la cabeza son las reveladoras palabras del politólogo italiano Marco Tarchi, en el transcurso de uno de los debates propiciados por Societat Civil Catalana en su escuela de verano: la actitud de los analistas e intelectuales de ese país, la huella dejada en los últimos años en sus apariciones en televisión, bien podría resumirse como la exhibición general de una muy poco disimulada displicencia frente al populismo que tomaba cuerpo. Ese esnobismo, en el fondo clasista, ante un fenómeno al que no querían dar crédito tuvo su efecto en la psicología de incontables espectadores y ha acabado volviéndose en contra de la democracia y de las instituciones. La reacción de la izquierda, aquí y hoy, ante la irrupción de nuestro populismo de derechas, es manifiestamente comparable a la de sus homólogos italianos: culpar a casi 400.000 electores por su decisión de voto.

Ha habido, no obstante, excepciones: quien se ha apresurado, desde esa misma izquierda, a desmarcarse del vicio autoindulgente, ha sido Íñigo Errejón, al afirmar que Vox es en realidad un síntoma, y que no puede haber 400.000 fascistas en Andalucía. Que lo que debería hacer toda izquierda es pelear contra las causas de la insatisfacción, de la inseguridad y el miedo. Tras la chirriante reacción en caliente de Iglesias en pro de la movilización antifascista, es curioso constatar cómo se acumulan, en un momento de perceptible desplazamiento a la derecha, tanto de PP como de C’s, las declaraciones conciliadoras y empáticas de los dirigentes de Podemos: las anteriores palabras de Errejón, otros tuits suyos alabando el pensamiento y la escritura de Juan Manuel de Prada, el mea culpa de Pablo Iglesias en relación a algunas de sus posiciones sobre Venezuela, el emotivo detalle del diputado Alberto Rodríguez en el Congreso con un rival del PP. Sea todo instintivo y sincero, sea fruto de un afilado instinto político, Podemos actúa del modo correcto: si PP y C’s, condicionados por Vox, aceptan –o no evitan- ser percibidos en un desplazamiento neto a la derecha, la respuesta estratégica de la izquierda debería ser su desplazamiento hacia el centro. Es decir, moverse a lo largo de su flanco derecho para ocupar un espacio crucial, cada vez más desatendido. En cuanto al PSOE, los resultados de Andalucía invitarían al Gobierno a mostrar una firmeza hasta ahora inédita en sus posiciones y en el trato hacia los independentistas: estamos viendo ciertas muestras de ello, aunque la voluntad de Pedro Sánchez de entrevistarse con Torra no suma en esa dirección. La empatía mostrada por Podemos con quienes piensan muy distinto casa bien con su creencia fundamental en un activismo basado en la movilización de afectos, y es del todo lógico que este movimiento de ocupación de espacios vaciados se produzca tras una primera etapa de intensa polarización. Mostrarse ahora considerado con el rival político es lo opuesto a polarizar: es reconocer al otro, es centrarse, es, por tanto, desplazarse a la derecha. El centro-derecha podría caer en un error de cálculo si no valora esta posibilidad, y como mínimo C’s está dudando sobre la dirección a seguir: la rectificación de Albert Rivera, calificando ahora como populista a Vox es indicador de ello.

«La actitud de los analistas e intelectuales de ese país, la huella dejada en los últimos años en sus apariciones en televisión, bien podría resumirse como la exhibición general de una muy poco disimulada displicencia frente al populismo que tomaba cuerpo»

Sin embargo, esos brotes ofrecidos por Podemos no son mayoritarios en la izquierda. La sensibilidad liberal y la conservadora, como era de esperar, han tenido menos problemas en señalar el carácter reactivo de la eclosión de Vox, y han apuntado sin ambages como detonante al sobrecalentamiento del sistema causado por el procés. Una vez más, nos encontramos con un tipo de izquierda que olvida cualquier noción dialéctica: el propio sesgo autoaplicado convierte la necesaria mirada panorámica en un estrecho teleobjetivo. Paradójicamente, incluso en aquellas reflexiones que parecen contener –o que declaran contener- una dolorosa autocrítica, comprobamos con facilidad lo débil, miope y autoinmune del correctivo que pretenden aplicarse. Hay un ejemplo palmario, que circuló con éxito por las redes desde el día siguiente de las elecciones: el profesor de un instituto de Málaga, conocido por sus imaginativos métodos pedagógicos, compartía reflexiones sobre la irrupción de Vox, pero sobre todo se refería a los alumnos que habían pasado por su clase y, tras alcanzar la mayoría de edad, votaron por primera vez para optar, en alta proporción, por la derecha disruptiva. La acogida general, un apoyo sin matices de sus palabras –incluso la presidenta de la Junta hizo retuit, se supone que para manifestar su acuerdo-, abonan la tesis del déficit analítico de la izquierda. Más allá de lo desconsiderado en la forma de exhibir su perplejidad hacia alumnos que habían sido siempre afables con él –“en mi clase estaban creciendo adolescentes fascistas”-, lo esencial es que el pedagogo no parece demostrar demasiada comprensión de los resortes psicológicos que han llevado a esos jóvenes a su decisión de voto. El mismo error que el politólogo Tarchi achacaba al grueso de la intelectualidad italiana.

Esta incapacidad para mirarse a uno mismo no es nueva. Tampoco patrimonio exclusivo de la izquierda: su enfado de hoy por el voto a Vox fue mayoritaria comprensión hacia los motivos del elector cuando arrancó Podemos, pero la lucidez con que el centro y la derecha diagnostican ahora las causas que abonan el populismo de su lado fue, tiempo atrás, crítica feroz a los indignados votantes –a sus razones, a su falta de inteligencia política- de la nueva izquierda emergida de la crisis. Para la izquierda, la culpa es siempre de la derecha; para la derecha, siempre de la izquierda. Pero la izquierda, sin abandonar el ejemplo del profesor, adolece de un mal añadido: la falta de conciencia del efecto que provoca el envite por la hegemonía cultural que -en una aproximación identitaria y postmaterialista- ha lanzado con frenesí para lograr la hegemonía política. Ese efecto, inevitable en una parte del electorado también expuesto a estímulos que chocan con los valores de la nueva izquierda, no puede ser otro que el rechazo de éstos. Sobre todo, la izquierda multiculturalista ignora el efecto rebote que provoca en muchísima gente el exagerado medio ambiente moralizante en que resulta la batalla cultural que ha declarado. Más allá de lo deseable y justo de muchas de sus propuestas, la extenuante presencia pública de las mismas se vuelve en su contra. Lo mismo puede intuirse para la reacción en las aulas, al leer la declaración de principios del profesor que nos ocupa sobre su actitud “abiertamente homosexual y de izquierdas” en clase.

«Pero la izquierda, sin abandonar el ejemplo del profesor, adolece de un mal añadido: la falta de conciencia del efecto que provoca el envite por la hegemonía cultural que -en una aproximación identitaria y postmaterialista- ha lanzado con frenesí para lograr la hegemonía política»

Así, el propio docente no parece entender que el reto principal de un maestro, más que la transmisión de unos valores que considere justos, debería ser la educación en una apertura de miras que celebre el pluralismo en sí mismo e invite a cada cual a la búsqueda individual y libre de sus propias orientaciones, siempre dentro de la conciencia de que hay un abanico de opciones legítimas, y otras indeseables. En caso contrario, el profesor liberal-conservador, podrá actuar de modo equivalente, y con la misma conciencia de hacer lo correcto. En uno de sus reveladores tuits, el profesor ilumina a sus pupilos sobre cómo, mediante el lenguaje, se puede ser ofensivo al pretender actuar con deferencia: “Me parece genial que seas gay: mi padrino es gay y le adoro”. Respuesta merecida en este caso, según el educador: “No necesito tu aprobación para tener orientación sexual, igual que tú no necesitas la mía”. Ese tono estándar de reconvención, incluso a los que tienes de tu parte, tan presente hoy, puede ser una de las causas del abandono de apoyos a la izquierda. En realidad, ¿cuántos de los votos a Vox provienen del cansancio por el procés y cuántos por la irritación ante este habitual tono moralista?.

Para evitar el rechazo psicológico de tantos, una izquierda inteligente debería dar por acabado el sermón y, simplemente, convencer de que sus valores merecen más la pena que los de sus rivales en la lucha democrática.