En el Estado de Guerrero, uno de los 31 que forman México, la violencia contra las mujeres es una práctica normalizada, como lo es, bajo el condicionamiento de usos y costumbres, la violación sistemática de niñas – a veces muy pequeñas – por hombres que hasta les triplican la edad. Las familias, pobres y en su mayoría desestructuradas, asumen que sus hijas de 12 o 14 años, incluso más pequeñas, queden embarazadas por los hombres de su mismo entorno familiar o vecinal. Los médicos, sanitarios y trabajadores sociales de los Centros de Salud que atienden a estas niñas, ni se plantean siquiera preguntarles si ha sido un embarazo deseado o fruto de una violación, o qué necesidades afectivas y psicológicas requieren, más allá de prestarles la atención médica y prenatal determinada. Simples pacientes sin nombre ni historia en lugar de víctimas vulnerables. Sólo en este Departamento del suroeste del país, que cuenta con 81 municipios, se contabilizaron en 2019, según registros oficiales, 364 casos de violación. Una violación al día registrada, lo que no significa que los datos no sean mayores, puesto que el trago de pasar por una denuncia ante policías y cuerpos de seguridad, o funcionarios públicos permisivos con estas prácticas, disuade a cualquiera que, por vergüenza, personalidad débil o falta de formación, se acercan a estas dependencias. Las cifras de embarazos y abortos de 2019 son escandalosas, tanto por el número como por el drama humano que esconden: 32 niñas se quedan embarazadas al día, 11.680 al año, de las que 11.000, menores de 14 años, son madres cada año. En todo el país, más de 4,5 millones de niños (cifras de 2017) fueron víctimas de abuso y violencia, según Informes de la OCDE. Las autoridades nacionales debieron sentir tanta vergüenza al verse señalados como el primer país más violento para las niñas que dejaron de publicar cifras oficiales o, directamente, las maquillan.
«En el Estado de Guerrero la violencia contra las mujeres es una práctica normalizada, como lo es, bajo el condicionamiento de usos y costumbres, la violación sistemática de niñas – a veces muy pequeñas – por hombres que hasta les triplican la edad»
Guerrero es sólo uno más de esos lugares en donde las relaciones personales se establecen en función de códigos no escritos de poder que se apoderan de la vida y la dignidad de sus víctimas, a veces, ni siquiera mencionadas en las estadísticas oficiales. No todos los países aportan datos – ni reales ni maquillados – sobre la violencia contra las mujeres. Algunos, porque no cuentan con estadísticas diferenciadas por género, como los países árabes y musulmanes, gran parte de los africanos o Rusia y otros países del antiguo bloque de Europa del Este. Otros porque, sencillamente, no consideran a toda la población con los mismos derechos y, por tanto, las mujeres, inferiores, lo son aún más si pertenecen a clases, etnias, grupos religiosos o castas minoritarias o impuras, como en el caso de la India, Pakistán, Somalia, Mali, Congo, Arabia Saudí, Yemen o Nigeria. Que 14 de los 25 países más inseguros para las niñas se encuentren en América Latina explica también el auge de los movimientos feministas y la radicalidad con la que se están implementando las llamadas leyes de ideología de género en este continente. El problema es que no se está implantando un feminismo de corte liberal, absolutamente necesario en entornos sociales donde la igualdad ni siquiera es jurídica y de oportunidades en el mejor de los casos, sino que está brotando un feminismo excluyente y violento que azuza los sentimientos de rencor y rechazo en lugar de concienciar sobre una lacra social que no siempre distingue de clase y que está presente incluso en la huella inmaterial de los efectos destructivos que no se ven. Pérdida de la autoconfianza, daños psicológicos y espirituales o depresión son abusos que afectan mayoritariamente a las niñas, pero de la que no se libran los niños. Niños maltratados en su desarrollo físico y emocional, traumatizados de por vida, almas inocentes que ponen en cuestión la familia como lugar sagrado de protección frente al mundo exterior. Traumas que rompen infancias e impacto en una vida adulta que estará marcada por el círculo vicioso de la violencia y la manipulación. Aunque la tolerancia afortunadamente ha ido disminuyendo, que 275 millones de niños en el mundo sigan sufriendo violencia en el seno de sus hogares, según Unicef (2007, 2013), nos dice mucho de la situación que viven en especial las niñas y las mujeres cuando la fuerza es la única manera que tienen para comunicarse unos hombres frustrados en su virilidad y que consideran a las mujeres una posesión.
«Hoy los ojos verdes de Esmeralda, una niña de Guerrero de apenas doce años que acaba de sustituir su mugrienta muñeca por un bebé que llora y al que no podrá dar nada de lo que ni siquiera sueña que tienen los niños como los míos, se me clavan como puñales a través del zoom del ordenador»
Tráfico de mujeres, prostitución forzada, mutilación genital, infanticidio femenino, privación arbitraria de la libertad o del acceso a la salud y al bienestar económico, matrimonios infantiles, incomprensibles códigos de honor que obligan a ahogar, lapidar o quemar vivas a quienes se atreven a desafiar las convenciones que las atan a unos usos incompatibles con la globalización y la Civilización en el más amplio sentido de la palabra, con el silencio cómplice de su entorno y el Estado. Prácticas extremas tan lejanas en nuestras sociedades europeas y occidentales como todavía próximos los comportamientos – afortunadamente minoritarios – de dominación que abarcan desde las palizas, los golpes, la intimidación o la degradación de puertas para adentro, tan difíciles de detectar como de dimensionar. Y con resultados tan terribles, porque la propia victimización, en ocasiones, es abono fértil para volcar de nuevo el poder coercitivo en los menores. Por vergüenza, estigma o dependencia económica, la convivencia con el agresor envenena demasiados corazones en un ciclo de violencia que traspasa fronteras, culturas, estatus económico o educativo. Hoy, confinadas por una pandemia que tampoco conoce fronteras, los ojos verdes de Esmeralda, una niña de Guerrero de apenas doce años que acaba de sustituir su mugrienta muñeca por un bebé que llora y al que no podrá dar nada de lo que ni siquiera sueña que tienen los niños como los míos, se me clavan como puñales a través del zoom del ordenador. Y su voz, clara como el color de sus ojos, preguntándome inocentemente si voy a ir a verla, quiebra todo mi mundo, obligándome a repensar mi marco cognitivo, a sabiendas de que hay demasiados niños sin infancia, y aferrando con fuerza la mano de mi hija pequeña en un acto reflejo de renovación de mi promesa eterna de protección frente a todo mal, real o imaginario.