Hasta donde alcanza mi memoria, el nacionalismo catalán siempre ha echado mano al recurso de un nacionalismo español que se pretende amenazante. Desde poco después de la Transición, ese relato familiar sobre el nacionalisme d’Estat nos impuso a los catalanes el reflejo grotesco de la propia imagen idealizada, como vía para identificar al otro. Algo así como la impresión que nos devolvían de niños los espejos deformantes en los viejos parques de atracciones, pero olvidando que lo que se proyecta enfrente somos nosotros mismos, y no otro. Gracias a la disposición gregaria a celebrarnos como grupo diferenciado y a cerrar filas señalando al de al lado, pulsión siempre latente en el ser humano e instrumentalizable por una élite, muchos se han convencido de que enfrentado a una ideología propia ecuánime y justa, hay un plan irrenunciable que apenas disimula su voluntad esencial de dominación. Una necesidad eterna enquistada en el ser español, y aplacada por la nueva democracia sólo de forma precaria y provisional. Nacionalismo defensivo contra nacionalismo ofensivo, tal fue una de las cantinelas de éxito que se escuchaban hace treinta años. Ese relato, tan desconsiderado y acientífico, fue no sólo compatible con un trato fluido del poder autóctono con los sucesivos Gobiernos centrales, en la coyuntura de entendimiento, negociación y grandes réditos. También se convirtió en el punto de apoyo crucial de la ideología convergente de cara a mantener la tensión debida en su clientela. Fer la puta i la Ramoneta, en característica expresión catalana: la ambivalencia y la doble cara como el terreno característico para la acción política que durante veintitrés años, con mano de hierro, condujo Jordi Pujol.

Santos Juliá, en su artículo Doblegar al Estado, de El País, subrayaba hace dos semanas algo que es pertinente recordar hoy: la clase política que llegó a la madurez al final del franquismo tuvo claro que se tenía que construir más un Estado democrático que una nación identitaria. Estado, más que nación era la consigna. Un acierto que cabe atribuir a todo el espectro democrático del momento –incluidos nacionalistas periféricos y eurocomunistas- y del cual, aunque no nos demos cuenta, seguimos beneficiándonos en el presente, una vez convertido en factor estabilizador de nuestra cultura política: basta señalar que a pesar del empeño de secesionistas y de Podemos y sus satélites en hacernos creer lo contrario, no se ha dado todavía una reacción nacionalista verdaderamente significativa ante el desafío de la élite política catalana. No hay declaraciones incendiarias por parte de políticos de envergadura. No hay signos importantes de una voluntad de aprovechar la coyuntura para revertir lo que ha sido un éxito indudable de nuestro sistema democrático: la descentralización territorial propiciada por el Estado autonómico. La resistencia que se va articulando en Cataluña incide en la pérdida de calidad democrática como resultado del procés y llama la atención de modo cívico sobre la indiferencia con la que el separatismo ve a la Cataluña no nacionalista. La acertada creación de Tabarnia es un recurso mordaz, cuyo objetivo es dejar en evidencia al aparato propagandístico y los principios iliberales que los nacionalistas han ido desplegando, y contiene toneladas de burla pero ninguna hostilidad étnica en sus impulsores. Los eventuales exabruptos de una minoría en las redes sociales no son secundados por quienes detentan responsabilidades públicas. Cuando un particular humilla en público a Puigdemont y le restriega la bandera española por la cara en un café de Bruselas la reacción en las redes de un diputado de Ciudadanos –el partido al que desde el nacionalismo catalán y desde una parte de la izquierda se etiqueta como ultranacionalista, fascista o franquista– es mostrar su repugnancia ante el menoscabo a la dignidad de una persona. Es abrumadoramente superior, pues, el deseo, por parte de políticos y ciudadanía, de normalizar la situación de un modo razonable y con el menor coste posible para todos aunque, por supuesto, sin tener que aceptar el quebranto de la ley democrática. El nacionalismo español, tantas veces invocado, no acaba de aparecer.

Nos puede pasar inadvertido que esta respuesta, proporcional y dentro de un orden, es de naturaleza comparable a la ofrecida por el sistema tras los atentados de 2004, que no lograron contaminar de xenofobia la cultura política española. El régimen del 78, denostado en estos días, está desplegando en algunos aspectos respuestas que cabe imaginar comparativamente superiores a las que otros países de nuestro entorno quizá darían ante desafíos que atacan a los fundamentos últimos del Estado y de la convivencia ciudadana. El ritmo moroso de la respuesta al desafío secesionista, tras más de un lustro de procés, es indicador de ello. Para no perder de vista la naturaleza inflamable de lo identitario, sólo haría falta remontarse poco más de veinte años en la reciente historia europea, para recordar de qué modo tan rápido y abrupto es posible entrar en dinámicas de acción-reacción de consecuencias fatales. Por ello, de nuevo, hay que subrayar nuestra deuda con quienes inspiraron hace cuatro décadas, sin otra carta de navegación que su inteligencia y su voluntad de entendimiento, los fundamentos básicos de la cultura política que hoy nos caracteriza. Por otro lado, al pensar en la huella que las élites políticas transmiten al sistema resultante, nos daremos cuenta de la diferencia atribuible a la acción de unos y otros: mientras los políticos de la Transición dotaron a nuestra democracia de factores de estabilidad –su propio talante favorable al pacto, la voluntad de construir ese Estado poco nacionalista-, y ello en un momento en que no había instituciones que sirvieran como amortiguadores, el secesionismo catalán, ya en un contexto de solidez institucional, ha sido capaz de inaugurar, a partir del engranaje incontrolado puesto en marcha con el nuevo Estatut, un ciclo de inestabilidad que ya cuenta más de diez años de vida y en el que nos hallamos inmersos sin visos de salida.

En 1995 vio la luz Nacionalismo banal, una obra que se ha convertido en referencia habitual para las argumentaciones de los nacionalistas cultivados. Su autor, el británico Michael Billig, llamó la atención sobre el nacionalismo que, a su juicio, cabe imputar a los propios Estados, que aseguran cotidianamente la reproducción de su ideología de un modo inadvertido –ése es el sentido del adjetivo banal-, con aceptación general e inconsciente por parte de la ciudadanía. Y ello a partir de acciones llevadas a cabo tanto por el propio Estado –la presencia normalizada de los símbolos nacionales-, como por algunos agentes sociales –rutinas periodísticas que naturalizan asimismo la concepción nacional del Estado establecido. Es un interesante debate académico aunque, a fin de cuentas, todo se reduce a decidir dónde colocamos el punto de corte: si seguimos a Billig en su concepción laxa del nacionalismo, todos seríamos, como mínimo, partícipes de ese nacionalismo banal. Al contrario, podemos adoptar una visión más exigente y pedir que un partidario de la soberanía nacional –es decir, alguien contrario al derecho de autodeterminación- sólo sea calificado propiamente como nacionalista si busca, además, una unificación sociocultural, una identidad única, dentro de las fronteras del Estado-nación. Elíjase lo que más complazca a cada cual. En cualquier caso, el desarrollo de la última fase del procés catalán es interesante porque quizás sugiera una perspectiva distinta a los estudiosos del nacionalismo: la de atender caso por caso y ser muy cuidadoso con las generalizaciones cuando se comparan los distintos nacionalismos existentes, tanto periféricos como estatales, porque los patrones preestablecidos e intuitivos pueden fallar: ni el nacionalismo español ha respondido de un modo ortodoxo –de un modo nacionalista-, como los académicos podrían haber aventurado, ni el catalán ha sido capaz, al colisionar en su desarrollo reciente con principios democráticos elementales, de mantener el supuesto carácter cívico de su tradición histórica. Así que hemos confirmado una asimetría entre nacionalismos, siendo, en efecto, uno de ellos ofensivo y el otro –si lo damos por operativo- todavía defensivo o banal. La sorpresa para muchos, aunque no lo reconozcan, es que los papeles que para cada cual se asignaron hoy aparecen cambiados.