Leía hace unos días un artículo de opinión, de una autodefinida feminista, considerando explotación de la mujer la donación de óvulos y la gestación por sustitución (GS), todo ello en el contexto del maremagnun social organizado en torno a Ana García Obregón.

Para la opinadora, dado que sólo se donan capacidades reproductivas desde la pobreza, habría que prohibir ambas cosas o, en todo caso y cómo mal menor, que se hiciesen con carácter plenamente altruista, esto es, que la mujer no recibiera ni un solo euro por las molestias o riesgos corridos en el procedimiento.

Buceé en publicaciones y redes sociales de quién así se expresaba para ver qué valoración le merecía la donación de semen. Nada encontré. Compensar al varón, aún desde situaciones de pobreza, no le debía parecer mal.

Los vetos y el altruismo son cosas para mujeres, fue la conclusión.

 

En 2016, la revista Journal of Experimental Psychology  publicó una investigación, realizada por la Universidad de Yale, cuyo objetivo era estudiar la relación entre género y altruismo.

El trabajo, Social Heuristics and Social Roles: Intuition Favors Altruism for Women But Not for Men, fue presentado por David Rand, uno de los autores, resaltando que «Vivimos en una sociedad en la que se espera que las mujeres sean altruistas, mucho más que los hombres».

El análisis fue un paso más allá y estudió la cuestión según se ofreciera un margen de reflexión, o no, antes de responder a las cuestiones planteadas a través del llamado Juego del dictador(1). Cuando había que dar respuestas rápidas, el altruismo estaba asociado a la mujer más que al hombre. Pero, si se daba margen a la reflexión, cambiaba el cuadro y se dibujaban dos grupos de mujeres.

Aquellas que consideraban tener rasgos más “masculinos”, como poder o independencia, mostraron menor propensión al altruismo que quienes que vieron en sí mismas rasgos tradicionalmente más “femeninos”, como compasión o bondad.

Los investigadores señalaron una razón para este altruismo intuitivo: «las mujeres sufren más consecuencias negativas por no ser altruistas, lo que las conduce a desarrollar respuestas intuitivas que favorecen la generosidad».

Dicho de otra forma, la evolución les ha enseñado que o hacen las cosas, cualesquiera, de modo desprendido o son malas y han de asumir consecuencias.

Que la mujer tiene que ser abnegada, sacrificial y dedicada en cuerpo y alma a los cuidados es algo que ha ido permeando las estructuras sociales a lo largo de las épocas. El patriarcado ha sabido hacer bien su trabajo y ha perfilado, siglo tras siglo, qué es ser una buena mujer.

En el imaginario colectivo el altruismo femenino -junto con la pureza- es una regla esencial. Cualquier otra opción se considera, automáticamente, mercantilización y sabido es cómo se nos ha enseñado a ver a la mujer mercantilizada.

Si deja de ser altruista, y reclama compensación a sus acciones, rompe con el papel que históricamente se le ha asignado y se convierte en mala, en bruja, viciosa, buscona, perdida, furcia o, más actual, vasija, horno o vientre.

Que la mujer tenga capacidad de agencia y exija reconocimiento de sus actos en donación de capacidades reproductivas, como es el caso, o en lo que sea, es pervertir el orden natural. Es cosificación, es venderse.

Grupos muy activos, tanto desde el feminismo patriarcal como desde la ultraderecha, pretenden prohibir las donaciones femeninas en base, dicen, a proteger de la explotación a la mujer. Cuando parecía que no hacía falta que nadie guardase a la princesa, ahora vuelven a decir que sí. Que hay que salvaguardarla incluso de ella misma, no sea que se equivoque y “se venda” sin darse cuenta. Sólo les falta añadir el vergonzante aforismo «sexo débil” para justificar su actitud tutelar.

La alternativa a la proscripción, para mantener la necesaria virtud, es el altruismo. El esfuerzo, los desplazamientos, las pérdidas de horas de trabajo, los riesgos asumidos, los cambios en su vida familiar, etc., todo, ha de ser a fondo perdido, dado que reclamar una compensación la convierte en cuerpo mercantilizado.

A fuer de ser iterativo, sorprende constatar que nadie exija las mismas condiciones al hombre. Casi 40 años llevamos compensando en España la donación de semen -infinitamente más fácil y con menor problemática que la ovodonación o la GS- sin que ni una vez se haya dicho que el hombre se mercantiliza. Por una clara razón. El hombre tiene capacidad de agencia, autonomía; la mujer continúa necesitando el visto bueno ora del pater familias, ora de la mater feminae.

Romper con el patriarcado no es fácil, aunque cada vez hay más voces que defienden el derecho a decidir de la mujer en toda circunstancia.

Ejemplo de este cambio de paradigma son las palabras del Tribunal Constitucional de Portugal, país que ha regulado la GS y que, a diferencia de nuestro Tribunal Supremo, considera a las mujeres mayores a la hora de tomar decisiones.

El Constitucional luso –resolución del 7 de mayo de 2018– dice

28:

la mujer gestante realiza su propio proyecto de vida y expresa en él su personalidad. En consecuencia, la intervención en el proyecto parental de otras personas no termina con el beneficio para éstas, ya que la propia gestante también deriva beneficios para su personalidad.

De esta forma, no se vulnera la dignidad humana de la mujer que se asume como gestante sustituta; al contrario, su participación en el embarazo subrogado afirma una libertad de acción que, en definitiva, se fundamenta en esa misma dignidad.

“Prefiero una libertad peligrosa a una servidumbre tranquila”, dijo María Zambrano.

Va siendo tiempo de reconocer que la mujer es libre para actuar como ella decida, que amará o no amará como decida, que donará o no donará, que lo hará o no lo hará de forma altruista, que se equivocará o acertará en sus elecciones, pero que vivirá su vida según decida ella y no según quieran las y los guardianes de la moral y buenas costumbres. Esas y esos que pretenden seguir diciendo a todas cómo respirar.

(1) Test económico y psicológico que tiene como objetivo conocer cómo se comporta un sujeto al hacerle entrega de una cantidad de dinero pudiendo elegir entre quedársela o repartirla.