En 1944 el jurista Raphael Lemkin acuñó el término genocidio para referirse al asesinato en masa de un grupo humano por su condición de pertenencia a un grupo específico. El siglo XX fue el siglo de los genocidios y Europa el teatro donde el alma humana, que había descendido en numerosas ocasiones a los infiernos a lo largo de la historia, decidió que la barbarie latente, que forma parte intrínseca del ser humano y de la propia cultura, debía refinarse y planificarse. Pero Europa no fue el único escenario. Por razones nacionales, políticas, étnicas o religiosas, el mundo se embarcó en una orgía de sangre y en un encuentro con los crímenes más atroces con una voluntad exterminadora que hicieron temblar los cimientos morales de la humanidad. El hombre cayó en el abismo de la oscuridad y la dignidad humana murió bajo la indiferencia ante el salvajismo que pretendió eliminar formas específicas de vida. Desde Armenia hasta Ruanda, pasando por la especificidad del Holocausto, las políticas genocidas de Lenin, Stalin y el Japón Imperial, el genocidio gitano, Camboya, Srebrenica o el genocidio yazidí, este último, a manos de los salvajes del Daesh, ya en el siglo XXI. No hay genocidios sin vecinos. De ahí que la brutalidad y el horror que rodean a las víctimas ante el silencio o la complicidad activa de perpetradores, cómplices o espectadores, gente corriente pero necesaria, es sólo posible por la inhibición moral de una sociedad anestesiada que acepta la planificación intencional de la eliminación del colectivo señalado, al que previamente ha deshumanizado.

«Pero la Historia es tozuda: la tentación genocida sigue latente y sólo espera el momento oportuno para que la voluntad política transforme el asesinato civil de un grupo humano concreto o una ideología en una realidad irreparable»

Se repite hasta la saciedad la importancia de la pedagogía como vacuna contra la indiferencia y la prevención de crímenes contra la humanidad, el deber de Memoria y la alerta ante los primeros indicadores de riesgo. Pero la Historia es tozuda, y como ya nos advirtiera el profesor Bernard Bruneteau allá por 2006, la tentación genocida sigue latente y sólo espera el momento oportuno para que la voluntad política transforme el asesinato civil de un grupo humano concreto o una ideología en una realidad irreparable.

Cuando se cumplen 75 años de la liberación de Auschwitz, símbolo de las palabras imposibles que muchos supervivientes de la Shoah y de otros genocidios aún no se atreven a pronunciar, me pregunto cómo se curan las heridas que dejan en el cuerpo y el alma atrocidades inenarrables de las que es imposible escapar. Traumas que quedan para siempre y fantasmas que se pegan a la piel de por vida. Algunos saben que su silencio será su verdugo, y por eso se aferran a intentar reconstruir las piezas mediante el arte y la escritura como terapia, retejiendo hilos entre corazones, en palabras de Beata Umumbyeyi, sobreviviente del genocidio tutsi, o volviendo al lugar de sus pesadillas – Srebrenica – para preservar la memoria, como Irvin Mujcic. Es difícil formarse una imagen del calvario que sufrió y al que se enfrentó Dilvan Khudlher, yazidí capturada, vendida como esclava, comprada y violada por Abu Yandel, el juez saudí del Daesh que dictara las sentencias de muerte más espantosas, entre ellas la del piloto jordano Moaz Al Kassaesbeh, quemado vivo en el interior de una jaula. Mientras esta frágil mujer cuya presencia desprende un dolor difícil de no sentir, refugiada hoy en Alemania, relataba una historia en secuencias que sólo los muy familiarizados con la geopolítica de Oriente Medio pudimos tejer para formar el tapiz completo tras sus silencios elocuentes, no pude sino recordar la imagen de esa pobre criatura, de cuyo recuerdo sigo aún conmocionada. Su rostro desenfocado, su mirada perdida, su resignación ante una inminente muerte que acepta pero que desconoce aún en su grado de crueldad. Genocidios olvidados, lógicas genocidiarias comunes, máquinas de matar imposibles de rehabilitar. ¿Cómo se resetea el cerebro de un ser humano envenenado por una ideología deshumanizadora y destructiva?

«En la era del post-holocausto, el totalitarismo que infecta a las sociedades es una ideología invisible que convive con los restos de patologías ancestrales de rechazo frente a la percepción de la amenaza, real o imaginaria»

En la era del post-holocausto, el totalitarismo que infecta a las sociedades es una ideología invisible que convive con los restos de patologías ancestrales de rechazo frente a la percepción de la amenaza, real o imaginaria. Desde la ingeniería social y la alteración del pasado, que en nombre de la libertad nos aboca a una dictadura consentida, a los discursos de odio como herramienta política en las nuevas formas de antisemitismo disfrazado de antisionismo que recorre de nuevo el mundo, alentado por los propios partidos y formaciones políticas vinculados a sectores importantes de la izquierda y el islamismo radical. Los mismos sectores, en ocasiones, que lloran a los judíos muertos en el holograma del pasado ya lejano pero que señalan y estigmatizan a los vivos como culpables de los conflictos y guerras actuales. Retóricas que resurgen pudiendo volver a caer, de nuevo, en una realidad irreparable.