Cuando en 1962 se publicaba La primavera silenciosa, Rachel Carson no podía imaginar que, exactamente 58 años más tarde, la primavera sería silenciosa en el sentido contrario.

Este grito de denuncia en contra de una sociedad que daba la espalda a los ecosistemas, hablaba de una primavera en la que los pájaros no cantaban, en la que el fin de la hibernación se nos mostraba mudo. Este mes de abril nos presenta un escenario diferente, pero no menos distópico: un mundo en el que se han callado, por primera vez en mucho tiempo, los ruidos de coches y fábricas. Donde no se escucha el ruido humano.

«Este mes de abril nos presenta un escenario diferente, pero no menos distópico: un mundo en el que por primera vez en mucho tiempo, no se escucha el ruido humano»

Y es por ello que ante nosotros se abre una ventana de oportunidad para escuchar. Para escuchar las ideas que habían sido calladas entre tanto ruido, y también historias de vida desde nuestros balcones. Porque pase lo que pase, la primavera del año que viene el mundo no será como hoy lo conocemos, así que aprovechemos este espacio de libertad creativa para construir.

Gracias a la crisis del COVID-19 he tenido la posibilidad de volver a mi casa, a un pueblo riojano de apenas 50 habitantes donde se respira cierta tranquilidad. Donde las huertas de los habitantes, propias y compartidas, aportan verduras frescas alejadas de las eternas colas en los supermercados. Donde la alcaldesa lleva los alimentos y medicinas que cada cual necesita a sus casas, y donde la cultura se comparte en una pequeña sala de cine improvisada los sábados por la tarde.

Siempre he pensado que si se tenía que construir algo nuevo, esto debía inspirarse en las redes vecinales y las costumbres de lugares como aquel en el que me crié. Pero antes de construir debemos explorar los pilares sobre los que estamos desarrollándonos, sobre los que responsan nuestros modos de vida actuales. Es al hacer esto cuando nos topamos con que nuestro muro de carga es una corriente de pensamiento que no conforme con dominar la esfera económica, entra en nuestras casas y en nuestras mentes, arrasando con los tejidos ciudadanos y las comunidades. Que nos atomizó y nos arrojó a ciudades infinitas donde vivimos confinados. Donde parecemos olvidar la red rural que nos sostiene y protege nuestras vidas.

Sin embargo, el virus ha venido a mostrar la fragilidad de nuestras sociedades urbano-céntricas, donde nuestra dependencia alimentaria y energética es total. Y ante el miedo a la soledad y al desamparo de esta situación de emergencia vemos emerger, aprovechando la ambivalencia de este término, lazos que me recuerdan a los presentes en mi pueblo, pero en otros contextos diferentes. Y es por ello por lo que miro con cierta positividad este standby del sistema, creyendo que sigue siendo posible una salida a esta crisis recorriendo un camino totalmente nuevo.

No solo se han puesto cientos de iniciativas en marcha para cuidar a nuestros vecinos, sino que se ha comenzado a poner cara a la persona que vive en frente y que siempre hacía la colada los martes, o a la señora de abajo que sabías, por como olía su comida, que era una gran cocinera. Lo que se necesita para luchar contra este virus es solidaridad y empatía, humanizar a las personas vulnerables y tenderles la mano. Pero no solo mientras dure la emergencia, sino manteniéndola tendida en el largo plazo.

«Lo que se necesita para luchar contra este virus es solidaridad y empatía, humanizar a las personas vulnerables y tenderles la mano. Pero no solo mientras dure la emergencia, sino manteniéndola tendida en el largo plazo»

Pero estas nuevas redes interpersonales que están tejiendo, con cuidado y cariño, un lugar cálido para la vida en nuestros barrios y ciudades necesitan de un entorno favorable para seguir creciendo. No podemos ser simplemente espectadores de la transformación, sino que debemos exigir a las instituciones un nuevo pacto social completamente necesario que proteja la vida. Que cree un sistema público fuerte que permita la protección real de los más vulnerables (o más bien vulnerados), y que además impulse la vuelta al mundo rural, tan castigado en las últimas décadas, mostrando la importancia de la protección del mismo.

Se está sembrando una semilla de esperanza cada tarde a las ocho en punto, ya que hay miles de niños y adolescentes que crecerán recordando la importancia de la solidaridad en los balcones, y que sobre todo, desarrollarán su pensamiento político valorando la importancia de lo público para proteger la vida. Veo esta situación actual como una pelota en la punta de un iceberg, que puede caer para cualquiera de los dos lados. Puede ser que la vida del mañana sea impersonal y algo atroz, pero este pensamiento catastrofista aplaudido por muchos académicos e intelectuales nos ciega y no nos deja ver más lejos. Yo confío en una vida del mañana quizás más sencilla en lo material, pero desarrollada en la proximidad y la vecindad, y por lo tanto más resiliente.

No dejemos que la primavera se silencie del todo, y acompañemos el nuevo despertar de la naturaleza cantando en los balcones, aplaudiendo, y demandando la importancia de cuidar la vida. Que este nuevo “ruido” no deje indiferente a nadie.

Cuidémonos.