Uno de los placeres más malévolos de un politólogo es, aunque pocos querrán reconocerlo, escuchar lo que la gente le dice a uno sobre la materia, en cualquiera de las fortuitas charlas informales que propicia la vida cotidiana. No se trata de conducirse como un pedante y tratar de epatar al interlocutor desprevenido con la crema insuperable de nuestro conocimiento: cualquiera que dedique su tiempo a entender la política con un rigor mínimo ha aprendido lo especulativo e incierto de gran parte de las ideas que maneja, así que lo habitual es ser prudente. Lo que da un agradable calorcillo al ego del politólogo, precisamente, es comprobar la seguridad con que mucha gente suele afirmar eslóganes y tópicos ciertos o falsos, probables o improbables, como si fueran revelaciones caídas del cielo. Disculpen ese vicio menor, aunque sólo sea por las veces que desde el saber popular se nos transmite la hilaridad que provoca la propia noción de politólogo.

«Uno de los placeres más malévolos de un politólogo es escuchar lo que la gente le dice a uno sobre la materia, en cualquiera de las fortuitas charlas informales que propicia la vida cotidiana»

De todas las cuestiones torturadas por el tópico, no hay otras más reiterativas –no podría ser de otro modo, es la materia de predicación básica que los políticos lanzan desde sus púlpitos y reverbera en cada rincón del sistema- que las sufridas ideas de derecha e izquierda: qué hay detrás de esas etiquetas, quién es lo uno o lo otro, ¿se puede ser lo primero diciendo tal cosa o lo segundo haciendo tal otra? Un fuego cruzado inagotable que se reemprende cada día, para no ceder en las trabajosas posiciones de trinchera conquistadas en nuestra mente. Las frases hechas se repiten, cristalizan y nos delatan: ya no sirve eso de la izquierda y la derecha para explicar nada (el nada implica que eres de derechas); los que dicen que son de centro son unos derechistas (aquí, te revelas muy de izquierdas). Este último cliché es interesante porque nos permite tirar de un hilo fecundo: la idea de centro es, sin duda, objeto de menor desarrollo en el mercado del tópico –acusar a alguien de centrista sería un arma poco efectiva, excepto para facilitar depuraciones en el seno de partidos comunistas de otros tiempos-. Más bien, como en el cliché, cuando se nombra al centro se trata de cuestionar su existencia real como opción política. Sin embargo, a la vez se dice siempre, y eso es cierto, que una parte sustancial del electorado en nuestra democracia se define por sus posiciones centristas. ¿Hay aquí contradicción? ¿Qué sabemos, o que sería razonable decir, más allá de los tópicos, sobre ese elector, y sobre la noción misma de centro político? ¿Hay elector centrista, pero no ideas centristas que podamos caracterizar?

«Acusar a alguien de centrista sería un arma poco efectiva, excepto para facilitar depuraciones en el seno de partidos comunistas de otros tiempos»

La discusión seria sobre el tema trata de profundizar en tal cuestión: ¿tiene el centro una ideología o es sólo posición estratégica? Desde el marketing de cierta izquierda política y mediática se acuñó no hace mucho la poderosa expresión extremo centro para afirmar lo último: el carácter proteico –y, por tanto, inauténtico– de quienes se definen a sí mismos como centristas y argumentan que existe un conjunto de ideas que caracterizan ese espacio político. La idea de extremo centro señala oportunismo, disposición a tomar de un sitio o del otro según convenga, volubilidad que responde a la vocación oculta de sumisión a los poderes fácticos de la economía: es la etiqueta que desde esa izquierda rentabiliza la noción del centro como derecha inevitable. Por otro lado, se ha esgrimido una crítica adicional: el centro, vinculado como se dice que está a la moderación -a una menor ideologización-, sería hábitat de electores vulnerables a aceptar el discurso seductor del populismo. En tal visión, también desde la izquierda, se defienden las ideologías fuertes como funcionales anclajes para la democracia.

¿Qué se puede decir al respecto? Lo fundamental es que esas críticas son, en sí, ideológicas. Provienen, repitamos, del campo de la izquierda: nuestra cultura política posee la particularidad de que la derecha –y este rasgo puede estar cambiando- ha tendido a ocultar sus credenciales, mientras que la izquierda ha exhibido las suyas con determinación. Es posible que una parte del pensamiento de derechas haya tendido a verse a sí mismo escorado hacia el centro y, por ello, sin predisposición a discutir tal etiqueta política. El hecho es que esa crítica ideológica desde la izquierda no se sustenta en datos tangibles y lo que atribuye al centrismo se le puede adjudicar a ella misma, así como a la propia derecha: todos los partidos pueden supeditar su ideología a las necesidades estratégicas y tácticas, o verse forzados o motivados a cambiar de modo llamativo sus preferencias sobre los temas que van ocupando la agenda mediática. Ello ocurre en función de múltiples variables y no hay nada diferencial en el centro por el hecho de ocupar la posición intermedia del espectro. De modo adicional, no hay base que sustente la pretensión de que electorados más ideologizados sean inmunes a la retórica populista: ésta se nutre de activar un descontento y una frustración compatibles con cualquier orientación política. La moderación no tiene por qué implicar falta de convicción en una serie de principios: más bien es al contrario en muchos casos, sólo que son principios refractarios a la cultura de bloques y de polarización. A la propia noción de ideología.

La defensa de un centro como espacio político con perfil característico se ha llevado a cabo en las últimas décadas por el llamado centrismo radical, etiqueta tras la que se introducen nociones como la necesidad de equilibrio fiscal a la vez que un marcado perfil a favor de políticas sociales, el énfasis en la reforma de las instituciones como método de liberar energías para el desarrollo de los mercados, en la educación como útil básico para el desarrollo individual y social, la defensa del rol del Estado como garante del interés general, la disposición a reconocer las mejores ideas de izquierda y derecha o el progresismo y la tolerancia en valores. Una apuesta que reúne realismo y voluntad de reforma y que reivindica tanto las propuestas apuntadas como un talante característico en la forma de concebir la política. Si queremos, ahora, responder a la cuestión planteada, lo razonable será decir que no hay nada que impida la consolidación de un cuerpo de ideas centristas, y que cualquier fuerza que reclame como propio ese legado actuará –como las de izquierda o derecha-, más de acuerdo a tales principios o más de un modo estratégico o táctico en función de su praxis concreta. Un riesgo obvio del centrismo está en el hecho de que la defensa de un cuerpo doctrinal como propio y distinguible no conduce, por sí sola, a ninguna eficacia: su plan, en realidad, es muy exigente, sobre todo en el sentido que reclama una gran energía en la apertura continua de nuevas vías y en la búsqueda de fórmulas concretas –y consensos- para actualizar sus principios políticos. Se le puede dar la vuelta a la acusación de volubilidad argumentando que, en realidad, una política centrista deberá confiar menos en el dogma ideológico –refutado muchas veces por los hechos, pero vigente como relato- que en la búsqueda incansable de nuevas soluciones. Por ese lado, la política de centro se debería vincular a los resultados que la investigación de la economía, una ciencia cada día más experimental, provee, por ejemplo, en su trabajo sobre los efectos de las distintas políticas sociales. De ese modo, sabiendo lo que ya se ha demostrado que funciona o no funciona, podría alcanzar la eficacia que propugna.

«La moderación no tiene por qué implicar falta de convicción en una serie de principios: más bien es al contrario en muchos casos, sólo que son principios refractarios a la cultura de bloques y de polarización. A la propia noción de ideología»

Finalmente, una consideración sobre el elector de centro: en nuestro país, la investigación ha acreditado que la moderación de los que se ubican en ese espacio no equivale a desidia ni a desconocimiento de la política. Mariano Torcal Loriente, en su documento “El significado y el contenido del centro ideológico en España” (2011), de la Fundación Alternativas, demuestra que esa posición se caracteriza, más bien, por niveles mayores de educación, información política o interés por la política. Deducimos que la menor ideologización puede traducirse aquí en un talante característico: más reflexivo, tendente a dar importancia a unos temas concretos en primer lugar, para después valorar la posición de los partidos –por tanto, más volátil en su voto-. Un votante, tendencialmente, menos movilizable por la identificación partidista y más por la explicación que las fuerzas políticas dan sobre su posicionamiento en temas de interés. Para el votante de centro, la pedagogía, así como el énfasis en la necesidad de auténtica eficacia, pueden instaurarse como el relato que sustituya con éxito a aquéllos que las ideologías clásicas, a uno y otro lado, ofrecen cotidianamente para movilizar a electores más ideologizados.