Escribía el periodista y escritor italiano Ítalo Calvino en su obra Por qué leer los clásicos (Barcelona, Tusquets, 1993) que estos personajes que han contribuido al desarrollo científico, económico, social y político hasta la actualidad, nos sirven para entender quiénes somos y a dónde hemos llegado. Si leyéramos más a menudo a estos pensadores que, después de milenios o cientos de años siguen estructurando nuestra forma de pensar y la visión del mundo que nos rodea, descubriríamos con estupor que muchas de las dudas o inquietudes que hoy nos atormentan ya se las habían planteado de forma magistral, brindando claves para su comprensión e interpretación en la sociedad que a cada uno nos ha tocado vivir.

«Toda revolución en la historia del pensamiento comienza con la identificación teórica del adversario. La necesidad de construir una ideología que sustituya el paradigma conceptual anterior está en la base de toda ingeniería social que se precie»

Toda revolución en la historia del pensamiento comienza con la identificación teórica del adversario. La necesidad de construir una ideología que sustituya el paradigma conceptual anterior está en la base de toda ingeniería social que se precie. Y ya sea por la mala conciencia que tenemos las sociedades opulentas, por el fracaso de esa aberración que en su día fue el llamado humanismo estalinista, o por la cultura del victimismo que arrastramos desde los años 60 del pasado siglo XX y que nos ha convertido en unos paranoicos hipersensibles a cualquier ofensa – real o imaginaria -, el relativismo cultural y el utilitarismo en el que llevamos décadas instalados está produciendo generaciones enteras de sociópatas hedonistas que sólo se mueven por impulsos individuales en función de un derecho a decidir de muy amplio espectro, y que abarca desde cómo nos autopercibimos como individuos y grupos hasta cómo vivimos y morimos. Dominación consentida en este Nuevo Orden imparable y que se sostiene en ciertas agencias internacionales, numerosas ONG y las propias Naciones Unidas para diseñar las nuevas definiciones jurídicas, culturales y educativas necesarias para deconstruir el mundo tal y como hasta ahora lo hemos conocido. Tendencias sociales, políticas y científicas encaminadas a crear un nuevo individuo más dócil, desarraigado del pasado, sin tradiciones ni vínculos afectivos, libre de ideología, sin convicciones políticas ni religiosas definidas, laico, sin ética, pragmático y sin impedimentos morales. Desde la semántica, la educación sexual, la ideología de género, el individualismo salvaje o las leyes de eutanasia, tan mal llamadas de muerte digna. ¿Quién define qué es una vida digna? o ¿cuáles son las condiciones razonables para seguir gozando del privilegio de la existencia? Muerte inducida como instrumento moralmente aceptable de control social, que además ahorra costes al erario público y nos libra de la pesada carga de cuidar de nuestros mayores, esos seres tan incómodos e incompatibles con nuestros interminables horarios o momentos de ocio y que compiten en afecto con nuestras mascotas, más autosuficientes y que requieren menos atención, pero a las que hemos humanizado desplazando también en esta ecuación a los niños de nuestros afectos.

Hace tiempo que hemos roto la frontera inviolable de la ética. Cuando uno lee que las Juventudes del Partido Liberal sueco piden al gobierno legalizar el incesto y la necrofilia, es que algo no va bien. Cuando uno lee que la pedofilia es un derecho en la mayor parte del mundo, y que en la otra, los hombres que en su sociedad la tienen prohibida viajan a otros lugares para meterse en la cama con niñas de la edad de sus hijas, o disfrutan compartiendo contenidos obscenos hasta con bebés, es que algo no va bien. Cuando uno lee que, por ejercer el derecho a la libertad de conciencia, de credo o de expresión se entierra de por vida en lúgubres cárceles y se tortura, incluso hasta la muerte, o se criminaliza a grupos sociales, políticos, étnicos o culturales enteros es que algo no va bien. Cuando uno lee que se abandona a tu propio padre en una gasolinera, o a los abuelos en los hospitales porque estorban, es que algo no va bien. Cuando uno lee que un individuo, en plenitud de su consciencia y simplemente aburrido de su existencia decide poner fin a la misma mediante una inyección letal, previa cita con los Servicios de Atención Primaria o pastilla comprada sin receta en la farmacia, es que algo no va muy bien. Cuando el Progreso nos persuadía de que la barbarie era cosa del pasado y en realidad comprobamos que la memoria de la humanidad está enferma, también de ese mal llamado Alzheimer, definitivamente, el vértigo se acrecienta.

«Hace tiempo que hemos roto la frontera inviolable de la ética. Cuando uno lee que las Juventudes del Partido Liberal sueco piden al gobierno legalizar el incesto y la necrofilia, es que algo no va bien»

Es difícil resistir ante estos cambios que desestabilizan la forma en la que tradicionalmente nos organizamos y que generan grandes frustraciones en la personalidad de los individuos, fascinados por la panacea de una justicia social alternativa al capitalismo y desprovista del humanismo cristiano, por un individualismo sin responsabilidad social que les aboca a una soledad voluntaria y una vida social activa sólo en las redes sociales, o por un deseo irrefrenable a satisfacer sus pulsiones más individualistas. Si nuestros clásicos levantaran la cabeza, se escandalizarían al comprobar cómo la sociedad utópica ideal de bienestar, progreso, libertad y paz con la que soñaron se hizo realidad a partir de la segunda mitad del siglo XX para la mayor parte del planeta, y cómo fue precisamente el Occidente culto e ilustrado, el que destruyó esa realidad para transformarla en una distorsión indeseable de la misma, abocada a una dictadura soft de control social por parte del poder político y los profetas de esta nueva religión, a los que habremos entregado nuestras libertades, curiosamente de forma voluntaria, a cambio de vivir en una constante disonancia cognitiva dentro del paraíso interconectado del consumismo identitario a la carta.